Cuando el actual médico legista y profesor español Miguel Lorente estaba cursando su doctorado, decidió en 1991 realizar las investigaciones de su tesis doctoral en análisis de ADN en el Centro para la Investigación de Ciencias Forenses del FBI (Virginia, Estados Unidos). Hasta entonces, creía que esa sería su línea de trabajo. Pero fue ahí donde tuvo sus primeros acercamientos a un fenómeno que terminaría por reorientar su carrera, ya que pudo ver, en sus primeros análisis de violencia, que cuando las personas que habían sufrido ciertas agresiones venían a constatar sus lesiones y dejar un registro de lo ocurrido, llegaban con una actitud reivindicativa hacia con el otro, relatando la experiencia y urgiendo que ese otro pagara las consecuencias y sufriera el castigo. Al día siguiente, llegaba el segundo involucrado y contaba lo mismo, pero al revés; el otro había sido responsable y debería pudridse en la cárcel. La actitud de ambos, según recuerda Lorente, era coherente a la situación de agresión. Ambos querían que el otro respondiera por lo ocurrido.

Sin embargo, cuando acudía una mujer maltratada –incluso con lesiones más graves que aquellas presentadas por las víctimas de otros tipos de violencia–, la actitud era radicalmente distinta. Muy pocas de ellas querían acusar a sus maridos, ya que no querían que terminaran en la cárcel y tampoco querían verlos sufrir. Más bien, excusaban su violencia diciendo que eran buenos hombres y que simplemente se habían excedido. Muchas, incluso, decían “mi marido me pega lo normal, pero hoy se ha pasado”.

Era otra época, no existía el acceso a información que hay ahora, ni tampoco tantas organizaciones y programas que buscaran generar conciencia respecto a la violencia de género y, por lo mismo, según explica Lorente, estas mujeres llegaban cuando ya no aguantaban más. Pero aun así, el especialista no pudo evitar inquietarse con el hecho que esa fuera la respuesta más común. En su visión, no era normal que alguien reaccionara así frente a la violencia. ¿Por qué entonces se estaba dando de esa manera? Cuando consultó con los jueces por qué no existía una respuesta legal que las amparara y las hiciera sentir lo suficientemente seguras como para denunciar, muchos de ellos le respondían “algo debe haber hecho”.

Decidió entonces, a través de un acercamiento empírico –no habían manuales y nadie lo había preparado para ser el especialista forense que pudiera analizar teóricamente los casos de violencia de género–, estudiar a qué se debía esa normalización de la violencia. Y publicó, en 1998, su primer libro titulado Agresión a la mujer: maltrato, violación y acoso: entre la realidad social y el mito cultural, en el que postuló que la violencia de género tenía una base sociocultural. Hasta entonces, la ciencia había tratado de explicarla utilizando argumentos que consideraban cierto tipo de conductas, los trastornos mentales o el abuso de sustancias, pero que el origen era mucho más profundo, y su normalización mucho más arraigada.

“Cuando vi que la violencia de género era mucho más grave a nivel social por su significado y consecuencias me puse a estudiarla más a fondo. Recurrí a las lecturas feministas, en las que sí se analizaban las construcciones sociales, la socialización histórica de los géneros y el rol que cumplen los hombres, y todas las piezas empezaron a encajar. Me di cuenta que no era un problema de determinados hombres, ni que afectara a algunas mujeres en determinadas circunstancias, sino que un problema social y cultural que luego se expresaba de manera diferente por las distintas circunstancias. Me di cuenta también que habían –y siguen habiendo– muchas formas de llevar a cabo la agresión, muchas formas de llevar a cabo un femicidio y muchas maneras de ejercer el dominio, pero que también hay un elemento en común en la forma de construir esa decisión. Y ese elemento es sociocultural”, explica.

Y así planteó el Sindrome de Agresión a la Mujer, que quedaría definido en su primer libro como “todas aquellas agresiones sufridas por la mujer como consecuencia de los condicionantes socioculturales que actúan sobre el género masculino y femenino, situándola en una posición de subordinación al hombre y manifestadas en los tres ámbitos básicos de relación: maltrato en el seno de una relación de pareja, agresión sexual en la vida en sociedad y acoso en el medio laboral”.

Desde entonces, su trabajo tomó un vuelco radical y Lorente se posicionó como un especialista en la detección de la violencia de género. En 2008 fue nombrado Delegado del Gobierno Español para la violencia de género y sus estudios son un acercamiento al sistema por el cual se mantiene esta violencia y los relatos culturales que la han reforzado en sus distintas manifestaciones.

En 2001, luego de que un colega le dijera que su primer libro planteaba buenas soluciones para detectar el origen y las consecuencias de la normalización de la violencia, pero que él iba a seguir haciendo las cosas como las había hecho siempre, entendió que tenía que ser más explícito y publicó un libro que tituló Mi marido me pega lo normal. Agresión a la mujer: realidades y mitos, basándose en la frase que tanto había escuchado en sus primeros encuentros con las víctimas. Y esta vez volvió a postular, en un formato menos técnico, que la violencia funciona como un mecanismo de control social contra la mujer que sirve para reproducir y mantener el status quo de la dominación masculina.

A pesar del paso de los años, explica, esto sigue siendo igual. “Mientras no se cambie todo, no se cambia nada. Como hombres, nuestro proceso de cambio ha sido adaptativo, no transformador, y por eso no ha cambiado nada. Porque para no ser machista, hay que dejar de ser machista. De base, por la cultura y nuestros aprendizajes, todos lo somos. Estamos totalmente impregnados de una normalidad e identidad que es machista. Entonces, si no hacemos algo para cuestionar todo lo que hemos aprendido y para acabar con una situación de injusticia social y todas sus consecuencias –violencia, brecha salarial y discriminación, entre otras– estamos contribuyendo a que se siga perpetuando”.

El machismo y el sistema patriarcal que lo origina, sostiene y refuerza, están arraigados. ¿Cómo cambiamos esto?

Este sistema y la cultura en la que estamos inmersos tienen la capacidad de generar la realidad atendiendo a lo que consideran que es la forma adecuada o conveniente de relacionarnos. Pero luego tienen otra capacidad más importante, que es la de darle significado a esa realidad, en el sentido de que cuando sucede algo que no encaja dentro de lo esperado o justificable –como lo es una agresión sexual o un femicidio– el mismo sistema provee una serie de mecanismos para explicarlo. Ahí entran las expresiones o premisas como “estaba loco, estaba borrado, tuvo un arrebato”, y se da cuenta de que el sistema da la respuesta a aquello que prevé que puede ocurrir.

El machismo es cultura, no es una conducta. Creer que se trata de determinadas expresiones de los hombres contra las mujeres, que además se suelen circunscribir a determinados ambientes y niveles socioculturales, es un error. El machismo es lo que hace que todo esto suceda, y hay una normalización machista que ni siquiera se tiene que expresar en forma de violencia para percibirla. Por eso, no se trata de desestabilizar este sistema, porque no es un pilar, es una base sólida y toda una plataforma. Lo que sí podemos hacer es transformar esa plataforma y cambiarla por una estructura de igualdad.

Desde tu acercamiento del mundo de la medicina, ¿qué rol cumple la socialización de los géneros en la normalización de la violencia?

La socialización de los géneros es la base de todo. Por eso hablamos de una violencia estructural. La violencia del narcotráfico, por ejemplo, o cualquier otra violencia criminal, es una violencia que ataca el orden. La gente las percibe como una amenaza y tiene miedo. Pero las violencias estructurales lo que hacen es reforzar el modelo en el que se dan. Se trata de poner orden para que la mujer siga siendo mujer haciendo lo que se ha dicho que tiene que hacer, y que el hombre sea hombre corrigiendo a esa mujer y velando porque haga lo que tiene que hacer. Lo que estas violencias hacen es ordenar algo que según se interpreta, de manera totalmente interesada, la mujer ha desestabilizado. Ha hecho algo que merece la corrección o el castigo. Y ahí es donde la socialización es clave. Porque nos han enseñado a ser hombres y a ser mujeres según lo que se espera de los hombres y las mujeres.

Cuando empecé a trabajar estos temas como médico forense y vi que las mujeres me decían “mi marido me pega lo normal, pero hoy se ha pasado”, como cuestionando únicamente el nivel de violencia y no la violencia en sí, fue cuando empecé a notar que esto no era normal. Y quise ver si se trataba de un síndrome. En la medida que se volvió mi foco de estudio, los fiscales con los que trabajaba se empezaron a fijar y un día uno de ellos, cuando yo venía llegando tarde a una reunión, le dijo a los demás “cuidado que ahí llega el traidor”. Lo dijo medio en broma, pero eso es una muestra que la cultura que hace que estas premisas se normalicen. Esto es lo que la socialización de los géneros determina, que uno actúe en base a lo que se espera de uno y que, además, como hombre, sientas que tienes que responder de manera violenta para resolver una situación o conflicto. También para reforzarte como hombre. Esos son los objetivos de la socialización.

¿Cómo se desaprende eso?

El ser humano tiene la capacidad de conocer y auto determinarse, a diferencia del resto de los animales con más o menos inteligencia. Un hombre maltratador lo hace porque quiere hacerlo y es plenamente consciente de lo que hace. Lo planifica y va jugando con la forma de ejercer el maltrato. Aprende a pegar en la cabeza para que el pelo esconda la lesión, luego pide perdón y entra en lo que se denomina “la fase luna de miel”, que son una serie de conductas de manipulación que demuestran que él es perfectamente consciente de lo que está haciendo.

La forma de romper con todo esto evidentemente parte por cuestionarlo. Porque también hay consecuencias negativas del machismo para los hombres. Pero justificarse con eso es volver a situar la responsabilidad en el otro. Todo lo que los hombres tenemos de negativo, que es mucho, lo tenemos a cambio de privilegios. Los hombres tenemos más tasas de suicidio, homicidio y accidentes, pero es porque tenemos muchos privilegios. Somos el producto y la consecuencia del machismo, y lo seguimos fomentando porque nos beneficia. Ciertamente no somos víctimas de nada. Las mujeres, en cambio, tienen todos estos mismos problemas sin tener nada a cambio. Hay que entender, entonces, que los privilegios de los hombres se construyen sobre la limitación de derechos de las mujeres. Y en este sentido, nuestro deber es, por un lado, tomar consciencia de esta injusticia social y, por otro lado, tomar conciencia del abuso individual. Y hacerlo de manera continua. Porque de nada sirve hacerlo un día o en una campaña publicitaria una vez al año, eso no tiene la capacidad de transformar.

Esto es difícil de lograr, porque a los hombres les incomoda cambiar la rutina, pero sobre todo cambiar la mirada. Si te acercas con una mirada de género, es imposible no empezar a cuestionarte todas las lógicas a las que acostumbramos, te cambia la perspectiva de todo. La gente no quiere enfrentarse a aquello que incomoda, menos si significa una pérdida de privilegios.

¿Por qué es importante que los hombres se comprometan en la detección y detención de la violencia de género y de qué manera pueden hacerlo?

Primero porque es necesario acabar con una injusticia histórica construida sobre la desigualdad. El hecho en sí de que haya una condición para que la mitad de la población esté sometida y dominada a la voluntad de la otra mitad, está mal. La construcción de la normalidad está totalmente condicionada por esa desigualdad y por esa visión androcéntrica, y por lo que los hombres hemos decidido históricamente, y eso se manifiesta con la determinación de cada hombre que impone, limita e impide que la mujer pueda desarrollarse y relacionarse de manera libre y espontánea.

Es curioso que la gente entienda muy bien lo que significa el confinamiento social, porque la referencia se ha establecido sobre las paredes y lo espacial; no podemos traspasarlas y entonces nos sentimos atrapados. Pero vivimos en una sociedad que lleva miles de años confinando a las mujeres, diciéndoles “estas no son horas para salir, estos no son lugares para recorrer, no te vistas así”. Eso ha sido un confinamiento social real, bajo la amenaza de que si traspasan esos límites, les puede pasar algo. Igual que ahora, que si sales a la calle, te puedes contagiar. Ese elemento de límite tiene el componente de que a veces no lo superas y te autolimitas, y tiene el problema de que si no lo respetas, te pueden hacer responsable de no haberlo hecho. Si sales una noche y sufres una agresión sexual, no debiste haber salido. Y aunque sea solo un comentario, ese comentario influye en tu reelaboración de lo que pasó. Y sí se va configurando y reforzando el relato.

¿Qué pasa con aquellos que no ven necesario cuestionarse y replantearse las cosas?

Hay un elemento muy importante y dañino: la falsa neutralidad. Hay muchos hombres que creen que su pasividad o ausencia en el cambio es suficiente. Dicen que no son machistas porque no son maltratadores. Ahí lo primero que hay que saber es que para no ser machistas, hay que dejar de serlo. ¿Y quién cambia las circunstancias para que los hombres tengan que adaptarse? Fundamentalmente, las mujeres. Por eso estamos en un proceso especialmente crítico, en el sentido que hay una gran transformación social a favor de la igualdad liderado y protagonizado por las mujeres. Y muchos hombres, en lugar de tomar consciencia, se sienten atacados. Las estadísticas y cifras, están, no podemos negarlas, pero muchos juegan a confundir.

Hay una especie de polarización, que llamo el pos-machismo, que es el machismo de toda la vida, pero jugando a la confusión, a presentar al hombre como víctima, a decir que las mujeres están abusando a través de la ley y la influencia para conseguir posiciones ventajosas. Se reinterpreta y se presenta como un ataque al hombre, a la familia, a la tradición y a la costumbre. Porque lo que se está cuestionando es el modelo social. Esta es una postura complicada, porque como juega a favor de los valores y referencias que ya existen como parte de la cultura normalizada, tienen rápida acogida. Es importante que los hombres seamos conscientes de esa estrategia machista que mantiene la injusticia y defiende los privilegios masculinos. Cuando dicen “la ley de violencia de género va en contra del hombre”, no es así. A ti no te condenan por hombre, te condenan por maltratador.