Después de 43 años de matrimonio, mis padres, Domingo Silva y Elizabeth Rosa Andreani, murieron con tres días de diferencia. Él, el 26 de mayo y ella, el 29. Fueron internados el mismo día en la UCI improvisada del hospital San Juan de Dios, en Santiago, separados únicamente por una camilla. En los últimos momentos de mi papá, mi mamá le pidió a la enfermera que la dejara tomarlo de la mano. Y así se fue.
En estos días tan difíciles y extraños, lo que más nos consuela es saber que ellos se acompañaron hasta el final. Y no solo eso, sino que buscaron la manera de hacerlo, incluso en la adversidad. En sus últimos momentos, cuando mi papá ya no daba más, la enfermera le preguntó: ‘¿y a ti quién te bañaba?’ Él respondió: ‘mi esposa’. Mi mamá, que estaba casi inconsciente en una camilla más allá, respondió: ‘no es verdad, él hace todo solo’, como para darle ánimo.
Se habían conocido de niños, cuando mi mamá tenía 7 y mi papá 10. Ambos veraneaban en Llolleo, en la región de Valparaíso, y eran vecinos. La casa familiar de mi papá estaba arriba, en un terreno en desnivel, y la casa donde se quedaba la familia de mi mamá, justo abajo. Desde muy chicos se hicieron amigos. Primero a través de los hermanos grandes de mi mamá y luego, cuando mi mamá cumplió 10, empezaron a conocerse más. Esos veranos en la playa marcaron el inicio de una historia que duraría 43 años.
Ella siempre contaba que mi papá empezaba sus vacaciones un poco más tarde, porque trabajaba y llegaba a la playa a mediados de enero. En ese tiempo, mi mamá estaba pendiente; se quedaba afuera de la casa esperando ver su camioneta. Y cuando finalmente lo veía, se ponía feliz. A ella le gustaba, pero él no la pescaba porque era tímido. Era como un viejo chico; ayudaba a su papá en el trabajo y tenía el mismo bigote que tuvo toda su adultez.
La amistad trascendió y se volvieron a juntar en Santiago cuando mi mamá tenía 13 y mi papá 16. A mi mamá no la dejaban salir, pero gracias a su hermano mayor, que era amigo de mi papá, logró ir a la fiesta de 15 de una de mis tías. En esa época estaban de moda los vestidos largos, pero mi mamá que era muy moderna, vestía con falda y chasquilla corta. Esa noche conversaron y desde entonces no se separaron durante siete años. Ella terminó el colegio a los 16 y la universidad a los 21. Y ahí se fue a Isla de Pascua. Lo que en un principio iba a ser una gira de estudio de un mes, duró nueve. En ese tiempo decidieron terminar, pero nunca dejaron de quererse. Hay cartas de esos meses, en los que ella le decía “osito” y él la llamaba “conejita”.
Cuando ella volvió, quiso verlo. Quería, según nos contó muchas veces, estar con su Chuma, como le decían. Se casaron al poco tiempo. Luego nos tuvieron a nosotras. Primero la Maricruz y yo, que somos mellizas. Unos años después tuvieron a nuestra hermana menor, Constanza. Y finalmente, cuando yo tenía alrededor de 20, decidieron adoptar a tres niñas. Mis papás eran voluntarios en una fundación y cuando se quemó el hogar de niños se vieron enfrentados a una disyuntiva. Recuerdo que mi mamá lo planteó así: “Tengo dos opciones; o ayudar o no ayudar. Y yo opto por ayudar”.
Así, de un día para el otro, llegó Atenea, que en ese entonces tenía seis meses; Sara que tenía dos años; y Anaís, que tenía cuatro. Nunca las pudieron adoptar legalmente, pero el juez rápidamente les otorgó a mis papás el cuidado total. De tres, pasamos a ser seis hijas mujeres y juntas hicimos un gran club de Lulú. Ellas fueron quienes internaron a mis papás y las últimas en verlos.
Durante sus 43 años de matrimonio, mi papá y mi mamá se amaron y admiraron profundamente. Tenían visiones de mundo muy distintas, pero se acompañaban y respetaban en sus decisiones. Eso nosotras siempre lo presenciamos. Cuando agarrábamos el auto y nos íbamos al sur –cosa que hicimos varias veces durante nuestra infancia– mi papá quería escuchar rancheras y mi mamá a Cat Stevens. Pero se respetaban y disfrutaban las elecciones del otro. También compartían un interés por la aventura y por darle una segunda oportunidad a las cosas que estaban en desuso. Eran busquillas.
Y es que mi mamá era artista y artesana, y mi papá, que estudió tres años de textil, terminó dedicándose a los excedentes industriales; manejaba computadores y camiones que sobraban, calderas en desuso. Él siempre le encontraba un valor a objetos en desuso. En eso se entendían con mi mamá, porque ella también era muy de fundir, moldear o esculpir metales y fierros.
De hecho, en vez de llevarle flores, mi papá le llevaba pedazos de cobre. Y decía “esto le va a encantar a tu mamá”. Y es que ellos se dieron cuenta de la sustentabilidad mucho antes que estuviera de moda. Les gustaba reparar y reutilizar, y en eso se entendían. Agarraban el auto y manejaban por horas en búsqueda de metales. Incluso una vez se enteraron de que se había caído un avión en Cochrane, y partieron los dos a investigar. Mi mamá estaba embarazada en ese entonces. Pero el espíritu aventurero era más fuerte.
Siempre fueron tremendamente cómplices y respetuoso el uno del otro. Y durmieron en la misma cama hasta el final. Incluso cuando mi papá empezó a presentar los primeros síntomas de Covid les ofrecí mandarles un colchón nuevo para que pudieran dormir separados y tener más espacio. Me respondieron que por ningún motivo.
Recuerdo que durante mi infancia, cuando mi papá llegaba del trabajo, lo primero que hacía era preguntar por mi mamá, incluso antes de saludarnos a nosotras. Y hasta que le diagnosticaron Parkinson hace dos años, le preparó el desayuno durante todos los días de su vida. Cuando nosotras le preguntábamos por qué lo hacía, él respondía que solo él sabía prepararle el té. Mi mamá, de hecho, notaba si lo hacía otra persona. Lo que más aprendimos con ellos fue esa capacidad de amor y devoción. Porque él comprendía su esencia como nadie. Conocía su lado frágil y ella el de él. Y por eso, quizás, se fueron juntos.
Cuando fui a buscar el certificado de fallecimiento de mi papá, me informaron el estado de mi mamá. Mi preocupación era que no se hubiera enterado de su muerte. Pero la enfermera y la trabajadora social nos dijeron que los mantuvimos juntos hasta el final, porque en el hospital se dieron cuenta de que cuando no sabían el uno del otro, se descompensaban emocionalmente.
Maricarmen Silva (42) es hermana de Maricruz, Constanza, Anaís, Sara y Atenea, e hija de Domingo y Elizabeth.