No romanticemos el dolor

Dejar de romantizar el dolor



Amaya Erazo (31) creció viendo televisión y su noción respecto a lo que era o no el amor se fue dando principalmente por lo que dictaban las películas y teleseries que vio durante su infancia. La primera que la marcó fue la serie animada Candy, una adaptación del manga japonés originalmente escrito e ilustrado por Kyōko Mizuki que se popularizó en los noventa. La trama, según recuerda Amaya, era categórica en cuanto al amor: “Terry, que era el chico que le gustaba, la zamarreaba, pero según ella era porque la quería. Incluso cambiaba su forma de ser para calzar con la de él”, cuenta. “Y una, siendo chica y viendo este contenido en el horario infantil, sin querer va interiorizando esas conductas y normalizando la idea de que los que te quieren, te tratan mal”.

Luego vinieron las teleseries, los dramas románticos de Hollywood y la literatura adolescente. Y Amaya seguía reforzando la idea de que el amor siempre iba acompañado de dolor. “En mi familia, además, se establecía que las mujeres teníamos que soportar y callar. Mis padres no son religiosos, pero sí muy moralistas y yo veía como mi mamá, pese a estar pasándolo mal, seguía aguantando a mi papá. En su visión de mundo, eso era lo que tenía que hacer. Todo estaba dado para que mi concepción del amor fuese una que estableciera que para ser amada, había que sufrir”.

A sus 22 años, todo lo que Amaya asimiló de los productos culturales que consumió en su infancia –y que forjaron su imaginario en torno al amor de pareja–, finalmente se puso en práctica cuando conoció a su primer pololo. “El primer indicio de que él no era el indicado fue que apareció justamente cuando yo estaba pasando por un muy mal momento. Ahora me doy cuenta, pero en su minuto esto me calzaba perfecto con todo lo que había visto hasta entonces; en las películas y dramas él siempre llegaba cuando la chica estaba destrozada, como si fuera un salvador. Además, siempre aparecía con una música y melodía mágica. Así, mi héroe había llegado para guiarme por el camino correcto. Lo sabía todo, tenía más experiencia que yo y me deslumbró, tal cual como me había mostrado la televisión”.

Su pareja llegó, según explica Amaya, cuando ella tenía consolidadas sus creencias respecto al amor. Por ese entonces, ya estaba convencida de que las relaciones tenían que costar, y así fue. Incluso sintió que tuvo que cambiar su forma de ser para ajustarse a la de él, como alguna vez lo había hecho Candy. Y nada de esto le pareció extraño.

Dio paso a una relación tóxica que duró, entre tira y afloja, nueve años. Hasta que finalmente se asustó y no quiso seguir. “Por mucho tiempo sentí que todo lo que él hacía era porque me quería o porque se preocupaba por mí. Si me exigía ser de tal forma, era porque quería que yo fuese mi mejor versión. En algún minuto realmente pensé que ese amor era para siempre, y por eso también cedí en tantas cosas. Por eso me hacía sentido seguir luchando. Soporté ser una traidora a mi género, pero justifiqué todo con el hecho de que él me amaba”.

Pensándolo ahora, Amaya se da cuenta que todo hubiese sido muy distinto si alguna de esas heroínas o protagonistas que tanto la acompañaron en su infancia hubiese dicho alguna vez “esto no es correcto y no lo voy a tolerar”. Pero no fue así. Por lo contrario, se normalizaba la violencia y se romantizaba el dolor. “Todas las mujeres que veía en pantalla y luego en los libros aguantaban humillaciones con la esperanza de que en algún momento las iban a amar. Y eso se sigue dando en las películas románticas de hoy. El error y el riesgo es que las que estamos mirando aprendemos la falsa idea de que el amor es más fuerte y que todo lo puede”.

Efectivamente, como explica la psicóloga y terapeuta de parejas, Macarena Araos, esta noción errónea de que el amor duele encuentra sus raíces en ciertos relatos socioculturales que establecen que para ser completa, se necesita de un otro. Porque sin ese otro –y especialmente para las mujeres, que desde chicas hemos sido educadas en la orfandad–, somos débiles e incompletas. Y por eso si el otro no nos completa, lo forzamos. “Estar en pareja está muy valorado en la sociedad y, por otro lado, estar sola es aún mal visto. Por eso, en gran parte, seguimos luchando para que nos resulte el amor. Y en función de eso interiorizamos y normalizamos cosas que no lo son. En mi experiencia, el conflicto y las desavenencias son parte de una relación de pareja. Pero el sufrimiento no”.

En ese sentido, según la especialista, lo que solemos hacer en nombre del amor es idealizar al otro. Esto tiene que ver con nuestra historia y nuestras expectativas. “Tenemos esa noción de que el otro cumple una función y ahí muchas veces empujamos y forzamos esa idea. Porque si no está el miedo de quedarnos solas y a nosotras nos educaron para creer que solas no somos suficientes”.

Como explica la psicóloga de la Universidad de Zaragoza, Alicia Pascual Fernández, en su investigación Sobre el mito del amor romántico. Amores cinematográficos y educación –en la que analiza cómo se ha ido construyendo el relato social del amor en la cultura occidental–, el amor romántico encuentra su fundamentación en otro mito, que es el del andrógino. En El Banquete de Platón, como explica la especialista, se narra la historia de seres duales, completos por sí solos, que desafiaron a Zeus y por ende fueron divididos en dos mitades. Mitades incompletas cuyo castigo sería el de buscar la otra mitad eternamente.

“Así, en nuestra sociedad se nos educa y sociabiliza de un modo patriarcal: por un lado la hombría se asimila a fortaleza, independencia y esfera pública y en contraposición, la feminidad se asocia a la inestabilidad, afectividad, pasividad y capacidad de cuidar. Se nos educa a servir a los demás”, explica la autora del análisis. Y ahí entran en juego los postulados de que el amor todo lo puede, que es predestinado y que el amor verdadero perdona y aguanta todo. Como dice Macarena Araos “hay autores que sostienen que a la mujer se le entrega el poder de los afectos y lo dañino de eso es que impide que potencie su amor propio”.

A su vez, la psicóloga y terapeuta familiar, Catalina Baeza, explica que hay varios factores que influyen en la creencia de que “el que te quiere te aporrea”. Por un lado, está la tradición judeo-cristiana, que siempre ha concebido el amor como algo doloroso en el que la mujer se somete a la voluntad del hombre y queda en segundo plano. “En las religiones monoteístas se plantea el amor como algo relacionado al sufrimiento, sacrificio y dolor. No existe la concepción de amor como alegría y plenitud”, explica. Por otro lado, está la construcción del amor romántico, que también refuerza la idea de que el amor es doloroso y además agrega que solamente se da una vez y dura para siempre. “Si uno lo piensa así, claro que se sacrifica independiente de lo que pase. El amor romántico plantea que una vez que me enamoro, le pertenezco a esa persona y esa persona me pertenece a mí”.

Por último, está lo que Humberto Maturana plantea como el amor con letras mayúsculas; un amor que no es característico de lo humano, que es rígido y que tiene cierta autoridad. Él, en cambio, propone hablar del verbo amar. El verbo asume un proceso continuo que se vive. No es algo estático.

Como plantea Antonio Godoy, psicólogo clínico, terapeuta de parejas y director del Centro CEPPAS, en la concepción del amor sufrido juegan un rol fundamental la socialización de los géneros. “En la medida que la mujer se valide a través del ser reconocida afectivamente por el otro, está encerrada en una suerte de callejón sin salida, en el que tiene que subyugar su valor al valor que le da ese otro. Esto de que ‘el que te quiere te aporrea’, en una forma muy burda, es como decir que el que te aporrea te está viendo”.

Y según el especialista, aunque estemos en un periodo de transición, las mujeres siguen siendo vistas en función del hombre. “Seguimos viviendo en una sociedad altamente patriarcal y machista, y lo que vemos ahora, en términos estrictos, son los resabios de una cultura que está muy arraigada, una en la que las mujeres son vistas y validadas en la medida que el hombre las valida”.

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