No recuerdo si ese fue el primero, pero sí sé que mi diario de vida rosado y con forma de corazón fue uno de los más importante que tuve. Si eras niña en los 90’s y ya habías adquirido la habilidad de la escritura, era el regalo típico que recibías para tu cumpleaños o para Navidad. La verdad es que incluso si apenas sabías deletrear tu nombre, ya eras candidata para recibir al menos uno en cada fiesta.
Los habían de todos tamaños, formas y colores. Más simples o con muchos adornos. El mío, de corazón, tenía la tapa y la contratapa rellena con algún material que le daba un efecto acolchado y las hojas en su interior –también en forma de corazón– eran celestes y perfumadas. Olorosas, pero muy poco prácticas, porque entre ventrículo y ventrículo casi no quedaba espacio para que con mi letra grandota de niña chica que recién aprendía a escribir pudiese anotar palabras. Mucho menos hilar ideas complejas y confesar ahí mis más profundos secretos.
Recuerdo haber escrito en esas páginas los nombres de compañeros de curso que me interesaban, o que creía que me interesaban a esa edad, –cuando en realidad estaba más preocupada de hacer deportes y de decorar mis cuadernos–, porque pensaba que eso era lo que una debía confesarle en el más estricto de los secretos a un diario.
Porque eso sí que tenían en común todos los diarios de vida noventeros: un candado miniatura, con una llave aún más pequeñita. Dos objetos que prometían ser una barrera insorteable para los curiosos que quisieran inmiscuirse en las confesiones que guardara, pero que, en realidad, eran más bien un símbolo. Porque bastaba con separar con cuidado las tapas del corazón, para hacerse de toda la información confidencial allí guardada.