Cuando tenía diez años y mis traslados al colegio empezaron a ser en el furgón escolar, mi mamá me regaló su discman Sony de color azul metalizado. Yo había empezado a pedir mis propios discos hace muy poco y mi preocupación era lograr una curatoría lo más fiel posible a mis erráticos y poco definidos gustos musicales. En mis etapas “emo” me encantaba escuchar Nirvana, Blink 182 y Sum 41, pero a veces, cuando mi mamá salía de la casa y sentía que tenía todo el espacio del mundo para bailar de un lado a otro, ponía Sneaker Pimps, Hotel Costes, Madonna y los Backstreet Boys.
Oscilaba entre el pop, las bandas británicas alternativas, música lounge que me había mostrado algún pololo de mi mamá y sonidos downtempo que me incitaban al movimiento. Me hacían pensar que, al igual que mi mamá que era bailarina de ballet, yo también terminaría bailando sobre algún escenario. Pero no con música clásica como ella, sino que con esta recopilación de músicas variadas que había elegido.
Tanto así, que el primer disco que me compré cuando mi mamá me pasó su discman fue una de esas compilaciones noventeras que agrupaban en un mismo CD muchos estilos diferentes, para pasar rápidamente del griterío y el llanto a unos movimientos de baile exagerados y unas fantasías coloridas, brillantes, llenas de lipgloss, cachitos y anteojos morados, un imaginario propio de las reinas del pop de los noventa. Y con la música híbrida de ese CD caminaba hacia el fondo del furgón, le decía a mis amigas que quería sentarme sola, me ponía esos audífonos grandes y rígidos y apretaba el botón de play en el discman. El mundo a mi alrededor se detenía y durante el trayecto sentía todo tipo de emociones. Hasta que el bus paraba y el conductor avisaba que nos teníamos que bajar. Ese momento siempre iba acompañado por una leve melancolía, porque implicaba un pare abrupto a las fantasías y una reincorporación al mundo real. Este recuerdo, por más que pasen los años, aun tiene la capacidad de hacerme sentir esa misma sensación.
Tengo otro gran recuerdo junto a mi discman azul, ya es más de grande. Estábamos en Uruguay pasando las vacaciones con mi familia y se acercaba la fecha de retorno. Cuando finalmente nos despedíamos de los amigos, de los vecinos y nos subíamos al auto arrendado camino al aeropuerto, yo me sentaba atrás, junto a las maletas, y me ponía los audífonos. Miraba por la ventana, veía como los Eucaliptos pasaban cada vez más rápido en la medida que íbamos saliendo de las calles chicas y entrábamos a la autopista y me ponía a rememorar todo lo que había hecho ese verano. Había pasado hace muy poco, estaba todo muy fresco en mi memoria, pero ya sentía una profunda nostalgia por los días de sol, las noches transcurridas en la playa a pata pelada, mis primeras fiestas y las primeras declaraciones de amor.
En esos trayectos, me reía sola cuando me acordaba que había mentido respecto a mi edad para gustarle al chico más grande. Una mentira piadosa que al año siguiente revelaría. Todo eso mientras escuchaba un disco de Coldplay en loop. Hasta que mi mamá detenía el auto y me gritaba desde adelante “nos tenemos que bajar”. Me sacaba los audífonos, doblaba el cable y apretaba Stop. Y guardaba el discman en mi mochila. Hasta que un buen día, nunca más lo volví a sacar de ahí. Llegaron el iPod y los celulares y desplazaron a mi discman azul. Pero lo que me acompañó en esos años no lo he vuelto a vivir con ningún otro dispositivo electrónico. Era grande, era incómodo y cuando se caía el CD salía volando, pero fue mi gran compañero.