Cuando salió la película Pocahontas de Disney, en 1995, yo tenía 13 años. Soy una mujer de piel morena, pelo oscuro, no sé si me identifico con rasgos indígenas, pero estoy muy lejos del perfil de princesa rubia de ojos grandes y azules que hasta ese momento había visto en las películas. Por eso, su look fue lo primero que me llamó la atención de este personaje. La encontraba preciosa y era diferente. Luego, me pasó que, al igual que ella, estaba enamorada del rubio del curso y encontraba que su historia de amor era como una representación idealizada de lo que en ese momento sentía. Mi final no fue tan idílico, eso sí. El compañero rubio nunca se fijó en mí y terminó pololeando con otra amiga, muchos más parecida a Pocahontas. Tanto, que cuando comenzaron su relación, en el curso decidieron que la representación de fin de año iba a ser esa película, con ellos de protagonistas. Yo tomé el papel de una más de la tribu y escondí mi pena en una actuación digna del Oscar.

Pero más allá de esa penosa historia –y pasados los años que ayudaron a superar el dolor– decidí quedarme con lo primero que me pasó cuando vi la película. Está basada en la biografía de un marinero y soldado llamado John Smith y de la princesa indígena de una tribu de nativos norteamericanos, llamada Matoaka, a quien todos conocían como Pocahontas. La historia real ocurrió en 1608 y la adaptación de Disney muestra a una mujer que ante mis ojos de niña era distinta, fuerte, valiente y muy segura de sí misma.

Lo primero que reconocí en ella fue su capacidad de perseguir sus sueños. Aunque su padre, el patriarca de la tribu, quería casarla con el mejor guerrero de su comunidad, estaba convencida de que antes de eso tenía que vivir libre, descubrir lo que el destino tenía preparado para ella y no someterse a una vida de mujer casada como era la costumbre.

También fue clara y –según mi versión de 13 años– pesada con John cuando lo conoció. Cuando él le dijo que venía a “mejorar la vida de los salvajes”, ella no le permitió hablar mal de los suyos. “Me crees ignorante y salvaje. Tú has ido por el mundo y viajado por doquier. Mas no puedo entender, si hay tanto por saber, tendrías que aprender a escuchar”, decía la canción –pegajosa al estilo Disney– que le cantó al rubio John.

Y es que entre todas las cualidades de esta mujer, también destaca su sabiduría. Ella es capaz de detener el enfrentamiento entre su tribu y los ingleses, sólo con palabras. Sabiduría que, además, viene de roles femeninos. Las grandes protagonistas y portadoras del saber en la película, son Pocahontas y la Abuela Sauce, un árbol milenario que posee poderes mágicos y que, con una buena dosis dulzura y sentido del humor, ha sido la guía espiritual de todas las mujeres de su familia, incluida su madre, fallecida años atrás. El poder de las mujeres está representado en estas tribus y a mí –que crecí en un matriarcado– me identificó y reafirmó mi convicción respecto de la fuerza femenina.

Al final, John le propone a Pocahontas que se vaya a vivir a Londres con él, pero ella sabe que su lugar está en América, con su familia. Y decide no ir con él porque está amarrada a sus raíces. Para mí siempre fue una decisión libre, que además demuestra que el amor es hermoso e importante, pero no es lo único que debe determinar nuestro camino, como lo muestran otras tantas princesas.

Pocahontas es una mujer segura y decidida; libre, valiente, inteligente y soñadora. Que en los años noventa vino a romper el molde de las princesas Disney y que nos mostró una forma diferente de ser mujer. Una que actualmente es mucho más aceptada que hace veinte años y que le abrió los ojos a una generación que estaba acostumbrada a finales felices, con príncipes, sapos y princesas rescatadas. Pocahontas tiene los valores feministas por los que tanto luchamos, y aunque no me tocó representarla en el colegio, sigo creyendo que puedo ser ella.