El remake que se hizo en 2004 de la exitosa película Dirty Dancing (1987) es tan cursi y nefasto como todas mis historias de amor de la época en la que se estrenó. Si no me equivoco, la primera vez que la vi estaba en sexto básico, y fue como parte de una tradición que tenía con dos amigas más que consistía en juntarnos un día de la semana a soñar. Así, literal. Poníamos música que en ese entonces creíamos que era digna de un poeta -seguramente Ricardo Arjona y Luis Fonsi- e inventábamos diferentes historias que se nos venían a la mente. Y para rematar la jornada, elegíamos una película que variaba entre Pearl Harbour, The Notebook o Amar te Duele. Eso, hasta que vimos Dirty Dancing Havana Nights, y rápidamente las otras fueron reemplazadas. Lo que nos gustaba era sufrir. Entre más drama, mejor.

Su protagonista, el cubano Javier Suárez interpretado por Diego Luna, se convirtió en mi obsesión. Tanto así, que en la biografía del anuario de mi colegio aparece como el personaje que marcó mi vida. Y es que la trama de esa película era todo lo que yo anhelaba en ese momento: un amor imposible.

En palabras simples, la película muestra la historia de Kate Miller, una estadounidense de clase alta que se va a vivir a Cuba –en plena revolución– junto sus padres y hermana. Durante su estadía en un lujoso hotel, conoce a Javier, quien trabaja de mesero para mantener a su familia. Luego de un par de reencuentros y malos entendidos, Kate lo ve bailando salsa en una plaza y se da cuenta de sus dotes como bailarín. Javier era para ella -y para mí- el cubano con más ritmo del mundo.

De esta manera, ambos deciden concursar en un festival de salsa. Pero a escondidas. Porque era imposible que los padres de ella aprobaran esta relación. Entonces, en los lugares más increíbles de La Habana, Javier le enseña a Kate a soltar su cuerpo y dejarse llevar por el ritmo. Y así se desenvuelve este film, con escenas de mucho baile caliente en la Rosa Negra, paisajes caribeños, música cubana y, por supuesto, que con una gran escena marcada por la canción Dance Like This (que luego Shakira reinterpretó bajo el nombre Hips Don’t Lie) que fue creada para la película, al igual que Dirty Dancing, de Black Eyed Peace, y Represent, Cuba de Orishas.

Yo quería a un Javier para mi Kate. Ambas tiesas, nos merecíamos que alguien lubricara nuestras caderas. Pero como sabía que ese alguien no estaba cerca de mí, partí con una amiga a buscarlo. Obviamente no viajamos a Cuba -solo por un tema de edad, porque la intensidad era real-, sin embargo, nos metimos a clases de salsa impartidas por unos profesores cubanos en el centro de Santiago. Todavía pienso en eso y me río. Lo más cercana que estaba a Javier era a su abuelo. Y es que al parecer las clases eran para adultos mayores. Fue un plan frustrado, pero que agradezco hasta el día de hoy. Qué época más delirante. Qué buenas y apañadoras mis amigas.

Pero no por eso me di por vencida. De hecho, casi toda mi adolescencia se basó en la búsqueda de ese amor. Tampoco puedo decir que Javier es el único responsable de mis historias amorosas, creo y sé que responden a otro tipo de referentes, tanto de la pantalla como de mi familia, pero para mí él fue, sin lugar a dudas, uno de los más influyentes. Porque representaba toda la tragedia que creía que significaba estar en una relación.

Una de las anécdotas más divertidas y humillantes de mi vida (que también forma parte de mi anuario del colegio) fue cuando me “enamoré” de un trabajador de un crucero en un viaje familiar. Ahí hubo una mezcla entre Kate de Titanic y Kate de Dirty Dancing. Humillante porque él jamás supo de mi existencia, divertida porque me dediqué a perseguirlo como una loca para cambiar esa realidad. Tenía 12 años. Espero que eso sirva de excusa.

Mi pieza, obviamente, también sufrió las consecuencias de Dirty Dancing. En un principio, Javier estaba por todas partes. En las puertas del clóset, en el velador al lado de mi cama y en una pared. Y como si eso fuese poco, también me creía cubana. O lo que yo creía que era Cuba. Porque en verdad estaba un poco confundida entre la salsa, la cumbia y el reggae. Y, siendo honesta y totalmente infiel a mi versión de esa época, nunca me gustó ninguna de las tres. Y tampoco Diego Luna. Pero me convencí de que sí y vi todas sus películas una y otra vez.

La verdad es que no recuerdo esa época con vergüenza. De que fui intensa, lo fui. Pero creo que es algo propio de la adolescencia. Quizás, la mía fue un poco más potente en ese sentido, sin embargo, me dio varias anécdotas que hacen que nos riamos hasta el día de hoy con mis amigas, quienes fueron las mejores espectadoras de mis historias. No sé cuántas veces me habrán escuchado hablar de Javier Suárez o cuántos planes me habrán ayudado a cranear, pero lo que sí sé es que siempre estaban conmigo. Escuchándome. Riéndose. Llorando. Y sobre, todo bailando, aunque jamás hayamos sido capaces de superar los pasos de baile de Javier y Kate en Dirty Dancing Havana Nights.