"Hace mucho tiempo que mi relación con mi papá era mala, pero a principios de la cuarentena las cosas se quebraron irreparablemente entre nosotros. Yo estoy estudiando Bachillerato en humanidades y vivo con mi mamá, su pareja y mis dos hermanos menores en Santiago. Mi papá vive hace varios años en Viña del Mar y desde 2016 que se convirtió a una religión muy estricta, después de volver de un período que pasó trabajando en las Islas Malvinas. Desde entonces nuestra relación comenzó a deteriorarse cada vez más. Al punto que, a fines de marzo, decidí cortar todos los lazos con él y no volver a hablarnos.
Mi papá es muy crítico de todo lo que mis hermanos y yo hacemos. Sobre todo de mi hermana y de mí por ser mujeres, ya que su religión tiene visiones y estereotipos muy estrictos para nuestro género. Critica desde cómo nos vestimos, la música que escuchamos y los programas de televisión que vemos hasta las amistades que tenemos. No hay un solo aspecto de nuestras vidas sobre el cuál él no tenga una opinión negativa que darnos. Y no se trata solamente de su desaprobación. Sus juicios son muy duros e infundados. Mi papá cree que cualquier persona que toma una gota de alcohol es alcohólica. O que la gente homosexual está enferma, lo mismo con las personas transgénero, que para él realmente no existen. A mí lo que más me ha afectado sin duda son sus creencias en torno al machismo y la misoginia. Recuerdo, por ejemplo, que cuando me arreglaba para salir a la calle me advertía que iba demasiado bonita y que ‘algo me podía pasar’ por usar ropa que a él no le parecía adecuada. O decirnos que nuestras amigas eran vulgares y malas mujeres porque se vestían de formas que él no consideraba apropiadas.
En octubre del año pasado, después del estallido social, hubo un primer distanciamiento entre nosotros. Hasta ese entonces, a pesar de que no estaba obligada a hacerlo, yo seguía visitándolo en su casa de Viña del Mar, pero con todos los problemas que habían para trasladarse de una ciudad a otra durante esos días, empecé a dejar de ir con tanta frecuencia. Hasta que dejé de ir del todo. Mientras más tiempo pasaba sin vernos, más aliviada me sentía de no recibir sus recriminaciones constantes, pero, por otro lado, se me hacía un nudo en la garganta de pensar que me sacaría en cara el no visitarlo. Yo siempre he sido una hija muy respetuosa y, en ese entonces, solo pensar en disgustarlo me generaba angustia.
Durante esos días, me di cuenta que así como el trato que tenía mi papá conmigo me afectaba a mí, también afectaba a mi mamá y a mis hermanos. Comencé a informarme sobre los efectos en salud mental de tener una relación tóxica con un padre y decidí iniciar una terapia psicológica. A través de ese tratamiento entendí el impacto que había tenido para mí vivir casi toda mi adolescencia escuchando a mi papá hacer comentarios machistas y misóginos pero, sobre todo, temí por lo que podría pasar con mi hermana. Ella estuvo expuesta a las creencias y juicios de nuestro papá desde mucho más pequeña y, a pesar de que la insté a que también buscara ayuda de un terapeuta, no quiso hacerlo. Temía que, si lo hacía, la criticaran por no ser una buena hija y no querer realmente a su papá. O aún peor, que por ser menor de edad la forzaran a reparar una relación con un hombre con quien ninguna de las dos quería ya tener contacto alguno.
Nosotros como hijos intentamos muchas veces hablar con él, explicarle que no estábamos de acuerdo con todas sus creencias, que pensamos distinto. Tratamos de buscar puntos de encuentro, de conciliación o llegar a acuerdos, pero él nunca quiso moverse ni un milímetro de sus posturas para encontrarse con nosotros en un punto medio.
Mis dos hermanos son menores de edad y por eso, a pesar de que su relación con mi papá también ha sido mala producto del fanatismo religioso durante estos años, están obligados a seguir en contacto con él. Tienen visitas obligatorias cada cierta cantidad de días y, durante las vacaciones escolares, siempre hay un período que lo pasan con él. Durante esas estadías la situación siempre es tensa. Tanto así, que a principios de este año mi hermana, de 15 años, volvió de las vacaciones de verano con mi papá muy cambiada. Se notaba que algo le había pasado. Ya no era la misma. Estaba más callada y se veía muy triste, así que mi mamá la llevó al psicólogo y le diagnosticaron un cuadro depresivo. Todos los comentarios que había estado escuchando constantemente de parte de mi papá habían terminado por quebrar su autoestima.
A principios de la cuarentena le decidí que no iba a hablar más con él y se lo dije. Le escribí avisándole que tampoco iba a permitir que mi hermana siguiera teniendo contacto con él. Al día siguiente, cuando revisé mi celular, había recibido muchas llamadas y mensajes de números desconocidos. Eran miembros de la iglesia a la que mi papá asiste que querían contactarse conmigo para ‘hacerme entrar en razón’. Porque, así como mi papá no respeta nuestros límites y el hecho de que soy libre de decidir cómo me visto, quiénes son mis amigos y la música que escucho, en su comunidad también es usual invadir los espacios de los demás y transgredir las fronteras de lo personal.
Desde que decidí cortar la relación con él he escuchado a mucha gente, especialmente personas mayores, criticar mi decisión. No entienden que una hija pueda optar por terminar un vínculo que nuestra sociedad considera casi sagrado, como es el que une a un padre con un hijo. Para mí fue muy duro tomar la decisión porque es un lazo que todo el mundo te dice que hay que trabajar, no importa cuán dañado esté. Cuando lo hice, sabía que iba a recibir mensajes de familiares y comentarios de personas que me encuentro en la calle que me preguntan por él.
Este mes es el Día del Padre y probablemente no va a ser fácil, sabiendo que voluntariamente corté mi relación con el mío. Pero lo hice porque sé que es lo más sano para mí y también pensando en mi hermana. En que esto puede ayudarla a saber que, si también necesita cortar esa relación tóxica, puede hacerlo si quiere. Sé que el machismo se perpetúa cuando uno tiene un papá machista y muchas mujeres sufren porque crecen creyendo que hay algo malo en ellas, como si ser mujer fuese algo inherentemente negativo. Y es importante para mí romper con eso".
Catalina Saldivia (20) es estudiante de Bachillerato y vive en Santiago.