"Existe una leyenda que plantea que hay un hilo rojo invisible que conecta a aquellas personas que están destinados a encontrarse. El hilo se puede estirar, contraer o enredar, pero nunca se rompe, porque se encarga de que esas personas se junten, independiente del tiempo, lugar o circunstancia. Javier es la persona al otro lado de mi hilo.
Nos conocimos cuando yo estaba en primero medio y él en segundo, en el mismo colegio. Estuvimos juntos durante seis cortos meses, pero fue mi primer pololo y mi primer beso. Yo también lo fui para él. Cuando terminamos fue en buenos términos: él quería disfrutar lo que quedaba del colegio y en ese entonces lo asoció a dejar de pololear. Éramos chicos. A mí me dolió esa ruptura abrupta, porque de verdad me había gustado mucho, pero al poco tiempo me hice la idea de que nunca más nos volveríamos a ver.
Y así fue. Pasó el tiempo, se graduó del colegio y nos perdimos el rastro. Recién unos dos o tres años después de que salí del colegio nos volvimos a conectar por redes sociales. Pero mantuvimos la conversación en un “¿cómo has estado?” y no más que eso.
Entré a la universidad, me salí por falta de recursos y empecé a trabajar para ayudar en mi casa. Volví, eventualmente, a estudiar y conocí al que sería mi pareja durante tres años y mi marido a partir del 2014. Pero justo un mes antes de casarme, sentí la necesidad de hablarle a Javier. Fue algo impulsivo y no me lo cuestioné tanto. Lo recordaba cada cierto tiempo con cariño, como quien recuerda a su primer amor, y decidí que ese era el minuto para sincerarme, quizás era mi manera de cerrar de una buena vez esa etapa ad portas de entrar a la otra: le escribí que lo quise mucho en esos seis meses y que aunque había sido una relación corta de pendejos, siempre lo recordaría.
Él me dijo que también me recordaba con amor y que se arrepentiría toda la vida de haber terminado conmigo. Para él, el hecho de que yo estuviera a punto de casarme rectificaba lo que ya venía pensando hace un tiempo: lo nuestro se había acabado en el colegio. Estuve casada cinco años. Y en esos cinco años siempre me acordé de él. Pero con cariño y sin ninguna expectativa. Yo estaba en la mía y él en la suya. Cada cierto tiempo compartíamos alguna conversación virtual para saber cómo estaba el otro y cómo nos trataba la vida. Él me preguntaba cuándo tendría hijos y yo le preguntaba si había encontrado pareja. Decidimos que nos contaríamos cuando eso pasara.
Pasó el tiempo y entre medio –en el 2016 aparecieron los primeros indicios– fui diagnosticada con esclerosis múltiple. Ese año me dolió mucho la cabeza producto de una situación laboral altamente estresante y me fui a hacer una resonancia. Esa resonancia terminó arrojando hallazgos distintos a los esperados y me tuve que hacer unos estudios. Finalmente di con el diagnóstico. Y luego, en 2019, me divorcié y volví a vivir con mi madre por un tiempo. Pero contrario a lo que habíamos acordado con Javier, no se lo conté.
Hacia el final de ese mismo año, retomamos la conversación de manera más frecuente. Pero aun no le contaba de mi divorcio. En Año Nuevo, finalmente, me saludó y yo aproveché la instancia para sincerarme nuevamente. Acordamos juntarnos dos semanas después. Subiríamos un cerro él, su mejor amigo y yo. Jamás en mi vida había subido un cerro, pero acepté igual. En definitiva, a excepción de una sola vez y durante muy poco tiempo, no nos habíamos visto durante los últimos 12 años. Este sería nuestro primer reencuentro desde el colegio.
Llegado el día nos juntamos, nos abrazamos y nos deseamos un Feliz Año. Desde el primer minuto que lo vi, sentí como si me hubiera tele transportado al colegio. Me encantó esa sensación. Era entre nostálgica y de rememorar. Él estaba más grande, con más barba, pero siempre tímido. Y yo, que soy muy nerviosa y se me nota, trataba de esquivar su mirada. Así que me dediqué a hablar con su mejor amigo. Cuando llegamos a la cima del cerro y ya me sentía más en confianza, les conté lo que había sido mi vida esos años, les hablé de mi diagnóstico y de mi matrimonio que no había resultado. Desde esa vez no dejamos de vernos.
Un par de semanas después, Javier me invitó a un asado íntimo en su casa y ahí hablamos abiertamente de lo que sentíamos. A ambos nos estaba pasando lo mismo: queríamos estar juntos y no importaba lo demás. Yo, que venía saliendo de una conferencia sobre la esclerosis múltiple y estaba con el folleto en la mano, se lo pasé y le pedí que lo leyera. También le pregunté si estaba realmente dispuesto a estar con alguien que tuviera esta enfermedad, con todos los desafíos que eso implica. Él me respondió que sí, que apoyaría en todo y que no quería, por ningún motivo, volver a perderme.
Desde ese día entendí que la vida nos había vuelto a juntar, que seguíamos siendo los mismos, pero ahora estábamos más grandes, más maduros y sabíamos con seguridad que queríamos estar juntos. Seguimos saliendo al cine, al cerro, a pasear. Y cuando tengo exámenes y controles o cuando me tengo que inyectar, él es quien me acompaña. En este tiempo volví a ver a su familia y él volvió a ver a la mía. Fue raro y sorpresivo, pero a la vez ambos fuimos muy bien recibidos. Mi mamá aun se acordaba de él.
En este último mes hemos decidido pasar la cuarentena separados, porque en su lugar de trabajo hay varios contagiados. Hasta que no se haga el examen, mantendremos la distancia social. Pero ha sido bueno: este tiempo ha servido para decantar todo lo que pasó en tan poco tiempo y hemos podido confirmar que nos echamos de menos y que no queremos volver a separarnos".
Elena Fernández (28) es funcionaria pública y estudia ingeniería.