"Conocí a Andrés en mayo del 2018, cuando fui a una Bienal de Mujeres Juezas en Buenos Aires. Fui por poco tiempo y el último día nos juntamos a tomar un café. Quedamos conectados y yo volví a Chile. Un par de meses después, volví a viajar por una jornada de derecho judicial y le avisé que iba por cinco días. Él se pidió el día libre y me pasó a buscar al aeropuerto. Esos cinco días, el rato que teníamos libre, lo pasamos juntos. Fuimos al cine, salimos a comer y empezamos a evaluar qué pasaría cuando yo regresara. Todo el tiempo que habíamos pasado separados, desde mayo a agosto, habíamos hablado a diario. Y se había dado de manera tan natural que simplemente dejamos que pasara. No es que estuviera buscando a alguien; me había separado de mi ex marido hace un tiempo y no tenía expectativas, pero desde el minuto que conocí a Andrés sentí que había un lenguaje en común.

Esa vez, después de los cinco días, nos despedimos en el aeropuerto y él me dijo que le habría encantado estar conmigo y dar paso a una relación, pero entendía que mi vida era acá y la suya allá. En el avión, mientras cruzaba la cordillera, me di cuenta de que eso era lo único que nos distanciaba. Una cordillera. De quererlo, ¿cómo no lo íbamos a lograr?

Llegué a Chile, lo llamé y le planteé lo que había pensado. También le dije que no se trataba tanto de la distancia física; efectivamente, entre mi trabajo, mis dos hijos y mis actividades, solo tenía un par de fin de semanas al mes para compartir con un otro significativo, y también me gustaba que así fuera. No sentía la necesidad de modificar eso. Y por lo mismo, estar o no en el mismo país no lo iba a cambiar. Le propuse entonces que en esos dos fines de semanas al mes, yo podía viajar. Él me dijo que él también podía. Al principio establecimos una dinámica de vernos una vez al mes –a veces viajaba yo, a veces él y a veces incluso nos íbamos de vacaciones juntos, con mis hijos y los suyos–, y luego, cuando empecé una maestría allá, empecé a viajar cada 15 días.

Ese tiempo que compartíamos, como sabíamos que era limitado, aprendimos a aprovecharlo al máximo. Y cuando no estábamos juntos, recurríamos a los medios tecnológicos para hablar. Como se trataba de momentos pensados y destinados a eso, realmente los usábamos para conversar.

El amor a la distancia tiene ese algo en particular: antes de hablar por teléfono hay tiempo para digerir las cosas, procesarlas y pensarlas. Por eso, cuando hablamos, nuestras conversaciones han sido depuradas, por así decirlo, porque las hemos pensado durante el día. Existe ese tiempo, y no hay una invasión de espacio. En ese sentido, la distancia obliga a conversar más y te obliga a que el tiempo compartido sea de calidad. Versus, por ejemplo, estar juntos presencialmente y no usar ese tiempo para hablar, porque existen otras distracciones. Si estás frente a una pantalla o si estás viendo a esa persona solo por algunos días al mes, estás ahí. Presente. Y no vas a desaprovechar la instancia.

A veces eso mis amistades no lo entienden. Me preguntan si se vendrá a Chile algún día o si yo tengo intenciones de irme para allá. Como si la distancia física fuera un factor absoluto e insalvable. En general, es difícil concebir que se pueden dar relaciones así. Yo lo encuentro muy adulto y en este minuto me parece ideal: se respetan los espacios y los tiempos, cada uno tiene su vida y su independencia, pero también la certeza de que contamos el uno con el otro. Es una elección nuestra, y nos ha acomodado así. Quizás si estuviéramos juntos físicamente no tendríamos este nivel de conexión que tenemos. Me encanta pasar mucho tiempo con él, pero en este minuto de mi vida no veo necesario que él venga o yo irme para allá de manera definitiva.

La última vez que nos vimos fue el 15 de marzo, y mientras yo volvía a Chile el aeropuerto Alberto Fernández cerraba sus fronteras. Lo que cambió es que no está la certeza de cuándo nos volveremos a ver. Antes todas nuestras ganas de vernos y energía acumulada tenía un momento de desahogo cada 15 días. Pero ahora no sabemos cuándo va ser posible volver a estar juntos. Y confieso que eso ha sido asfixiante. Por ahora, nos citamos por Zoom, cenamos o desayunamos y nos contamos nuestros pensamientos más profundos.

Lo he extrañado mucho. Da una suerte de ansiedad no saber cuándo nos volveremos a ver. Pero aun así siento que estábamos preparados para esto. Quizás más que otras parejas, porque ya habíamos aprendido a aprovechar los momentos que pasamos juntos, a atesorarlos y a darlo todo. Y durante este confinamiento nos hemos sentido más unidos que nunca.

Sé que termino el día y siempre puedo contar con él. Y este tiempo no cambia en lo más mínimo lo que siento por sus risas, por su ternura, por la riqueza de nuestras conversaciones, por su preocupación constante por mi bienestar y los planes que quedaron en pausa.

Lo que está pasando no depende de nosotros, entonces por ahora nuestra única meta es que llegue septiembre, porque ahí supuestamente se van a volver a abrir las fronteras. No son tiempos para planificar más allá de eso y no da para hacerse otras ideas. Solo hay que cuidarse y cuidar al resto. Vivimos el día a día sabiendo que en lo cotidiano estamos para lo importante. Al final, la distancia física y la relatividad del tiempo nos ha dado una seguridad que no habríamos sabido reconocer si no fuera por este paréntesis global".

Fanny Gutiérrez (43) es abogada.