Hace un par de días encontré a mi hija de 4 años sentada en el piso de mi mi pieza. Había abierto mi clóset y sacado casi todos mi zapatos, algunos accesorios y un par de vestidos. Fue una tarde, luego de un día intenso de trabajo, por eso, los primeros tres segundos después de verla, lo primero que pasó por mi cabeza fue la opción de un castigo por el desorden que había armado. Pero antes de empezar a gritar, ella, con su dulce voz me preguntó: “mamá ¿cómo me veo?”, mientras metía su patita en unos zapatos con taco a los que con suerte rellenaba en la mitad.

La escena fue un flashback a mi niñez. Me imaginé sentada en el suelo de ese departamento en Ñuñoa, al lado de una máquina de coser antigua de mi mamá, de esas que venían con un mueble incorporado. Haciendo mi mayor esfuerzo abría la gruesa y pesada cortina café que servía como puerta del clóset y comenzaba la magia.

Corrían los años ‘80, así que los zapatos tipo reina, las chaquetas con hombreras y los cinturones anchos abundaban en ese armario en el que pasaba horas jugando. Me probaba un look, me miraba al espejo e imaginaba que era mi mamá en alguna situación de su vida. Otras veces también representaba otros papeles, cuando la mezcla de colores y accesorios superaba la realidad. A veces también alcanzaba su maquillaje, aunque sabía que ese sí era reto seguro. Pero sin duda, lo que más me gustaba, era usar sus zapatos. Intentar caminar con esos tacones y el ruido que sentía con cada paso, me hacía sentir grande.

Creo también que, además de lo divertido del juego, ese momento significaba una conexión especial con mi mamá. Para mí era una superheroína, una madre muy cercana, pero también muy trabajadora. Durante la semana llegaba tarde después del trabajo y el gesto de usar su ropa, de entrar en ese clóset como si estuviese entrando a otra dimensión, me permitía sentirla cerca, sentir su olor.

De chicas somos muchas las que nos ponemos la ropa, los zapatos o el collar de la mamá. Y me parece un momento maravilloso, porque de cierta forma da cuenta del referente que tenemos, de la importancia de esa mujer en nuestra vida. Por eso después de esos tres segundos iniciales en que en mi cabeza pasó la torpe idea de retar a mi hija por haber desarmado mi clóset, me vino una emoción tremenda. La tomé en brazos mientras los zapatos de taco caían al suelo. Le propuse armar un par de looks antes de ir a dormir mientras nos reíamos por las mezclas ridículas que se nos ocurrían. Me maquilló y después de tanto jugar, nos quedamos dormidas abrazadas entre polerones arremangados y labiales corridos. Creo que fue una experiencia que ella no va a olvidar, como yo tampoco olvidé jamás las tardes en el gran clóset de la cortina café.