Como la mayoría de nosotros, las primeras noticias que Claudia Arancibia (32) escuchó acerca del coronavirus fueron por televisión. Incrédula en un comienzo, le costó asumir que esto podría significar realmente un peligro para ella o sus cercanos. “Es como cuando uno ve la Teletón o ve accidentes en las noticias. Uno lo lamenta un montón, pero lo ve como algo lejano que a uno nunca le va a pasar”. Pero todo cambió cuando el 8 de abril recibió la llamada de su mamá. “Tenía una voz extraña así que supuse que algo andaba mal. Después de un par de vueltas, me contó que al papá –de 67 años– lo iban a dejar en observación porque había dado Covid positivo y estaba con dificultad para respirar”, cuenta.

Incluso con esa información, confiesa no haberse asustado tanto. “No podíamos ir a verlo a la clínica porque estaba aislado, pero eso de quedar en observación me sonó a que no era nada grave. Asumí que al día siguiente mi papá estaría en la casa”. Pero desde ese momento en su familia comenzaron a tomar más medidas: lavado de manos sin excepción cada vez que alguien tenía contacto con el exterior y reducción al máximo de las salidas.

Al día siguiente las noticias empeoraron. A su padre lo pasaron a la Unidad de Cuidados Intensivos y decidieron intubarlo porque su vida corría peligro. Lo que vino después –dice– fue como una película de terror. “Cada mañana despertaba con el anhelo de que sacaran a mi papá de ese lugar, pero pasaban los días y seguía ahí. En total estuvo 20 días internado en la UCI. La primera semana sin ningún avance. Cuando lo ingresaron pensamos que sería un par de días, para ayudarlo a respirar mejor, pero nunca imaginamos que pudiera pasar tanto tiempo. Lo más difícil es que no podíamos estar con él ni con mi mamá porque estábamos todos con cuarentena preventiva. Y vivir con la sensación de que el papá se podía morir, cada uno desde su casa, fue realmente lo peor que me ha pasado en la vida”, confiesa.

Actualmente el padre de Claudia descansa tranquilo en su casa. Lo dieron de alta la primera semana de mayo. “Gracias a Dios salimos, pero fue la primera vez que vi la muerte tan de cerca. Nunca antes, y a pesar de que mis papás ya están más viejos y tienen los típicos achaques de esa edad, había pensando en la posibilidad de perderlos. Pero esta vez sí, y sentí mucho miedo”, admite.

Así como Claudia, miles de chilenos se enfrentan al temor a la muerte. Así lo confirma una medición realizada por Ipsos Chile, en la que un 78% de los encuestados confiesa que ha pensado en la posibilidad de muertes de cercanos, amigos o familiares a causa del coronavirus; un 52% ha pensado en la posibilidad de su propia muerte por la enfermedad; y un 44% confiesa estar hablando con mayor frecuencia sobre la muerte a propósito de la pandemia.

“Actualmente se hace mucho más presente este miedo por la cantidad de contagios que hay y porque las muertes también han ido aumentando, sumado a la información sobre la posible saturación del sistema de salud. Esto hace que nos sintamos más angustiados, ya que si me contagio o se contagia un ser querido, ya no aparece inmediatamente la idea de que me voy a mejorar, sino que también la posibilidad de que me puedo morir porque no voy a tener acceso a los insumos necesarios como un respirador”, explica el psicoanalista y docente de la Clínica Psicológica de la UDP, Felipe Matamala.

Según el experto, ya no vemos la muerte por coronavirus como algo lejano que ocurre en Europa. La sentimos más cerca y eso obviamente genera una sensación de miedo y también de estrés. “Siento miedo, pero a la vez tengo que tener un cierto optimismo o tolerancia frente a eso para poder responder en mi quehacer diario. Eso es muy estresante”.

La importancia de hablar de la muerte

Según la socióloga Alejandra Ojeda, “culturalmente somos un país muy alejado de la muerte y los ritos asociados a ella. La tratamos de manera muy aséptica. Contratamos servicios que tratan con la muerte, pero no la vivimos con la cotidianidad o con la cercanía y naturalidad que otras culturas tienen respecto de este tema”.

En ese sentido –dice Ojeda– desde una mirada más antropológica esta puede ser una oportunidad para cambiar nuestra percepción. “Hemos sido muy soberbios respecto de los temas de la muerte, la vemos siempre muy lejana y no como parte del ciclo vital. Por eso pienso que esta es una oportunidad que tenemos como sociedad de volver a pensar en la fragilidad del ser humano, en lo que hemos hecho bien y mal, y de reencontrarnos con elementos que hemos olvidado y que son parte de nuestra existencia".

Felipe Matamala concuerda: “Conversar sobre la muerte genera la sensación de no estar solo frente a esta situación y sentirse solo aumenta la angustia. De alguna manera se produce un acuerdo, no tan tácito, de que el otro va a saber cómo resolver lo que viene”. Además, si uno ve la muerte sólo como una pérdida, es mucho más angustiante. “En otras culturas la muerte se ve como una oportunidad para ver lo que el otro me dejó, lo que aprendí de esta persona que además desaparece corporalmente, pero que sigue dentro mio, en mis recuerdos y pensamientos. Entender y compartir eso con quienes pensamos que pueden estar en riesgo, es una manera de acompañarnos emocionalmente”, concluye.