“Hace una semana, mientras terminaba de recoger los juguetes de mis hijos que estaban desparramados por el living de la casa, mi mamá se sentó en el sillón a doblar la ropa limpia. Mientras tomaba el polerón de mi hijo mayor, me dijo que debería buscar en Internet una tienda que venda ropa de niños, porque ya les está quedando chica. ‘No pueden andar así’, remató. Y tiene razón. Las mangas hace rato que pasaron la muñeca, pero eso es lo último que quiero escuchar después de un día de intenso teletrabajo y niños gritando alrededor. Y aunque sé que mi mamá lo hace con una buena intención, su tono de mamá –ahora que también soy madre me resulta fácil identificarlo– no sé por qué me molesta más que cuando solo era su hija. En ocasiones como esa he pensado en darme vuelta y decirle que de eso me encargo yo. Pero insisto, entiendo su intención y prefiero evitar ese conflicto”, cuenta María Francisca (35).
Así han sido los últimos tres meses, desde que a comienzos de abril decidió con su marido que pasarían la cuarentena en la casa de sus papás. “La principal razón es que los dos trabajamos en investigación y desde que comenzó la pandemia se nos ha recargado muchísimo el trabajo. Las dos primeras semanas lo intentamos, pero la casa estaba siendo un caos, así que vimos en la opción de vivir con mis papás un tiempo la posibilidad de que alguien más pudiera prestarle atención a los niños mientras nosotros trabajamos. Fue como un salvavidas, porque de verdad sentimos que nos estábamos ahogando intentando hacer todo nosotros”, recuerda.
También reconoce que ha sido un privilegio. “Cuando veo videos en Internet de personas que se paran debajo de los balcones a mirar a sus padres, agradezco poder tenerlos cerca en este momento y asegurarnos de que todos estemos bien de salud. Finalmente, si saco la cuenta, el saldo es positivo. Ver compartir a mis hijos con mis papás y jugar juntos es una experiencia impagable. Pero claro, tiene este otro lado en el que hay roces inevitables, como cuando, por ejemplo, mi mamá se mete en la comida que les doy, en la hora en que los acuesto o en la cantidad de cigarros que me fumo al día. Y aunque en esos momentos me de rabia, estoy en su casa y me guste o no, acá, de cierta manera vuelvo a ser su hija y a asumir sus reglas”.
Así como María Francisca son muchas las parejas o familias que han decidido pasar este tiempo de confinamiento con sus padres, cuestión que en un país como Chile, no suele ser lo más común. Según el último Censo de 2017, solo un 19% de los hogares se define como ‘extendido’, lo que quiere decir que cuenta con un núcleo e incluye a otros parientes de la jefatura del hogar tales como hermanos, padres o nietos. Esta cifra disminuyó en comparación con el Censo de 2002 cuando ese tipo de hogares alcanzaba un 22%. Sin embargo, existen otros países o culturas en que los adultos que viven con sus padres son la norma. En Estados Unidos, por ejemplo, la proporción de hogares multigeneracionales ha seguido aumentando, a pesar de las mejoras en la economía estadounidense desde la Gran Recesión. Según un análisis de datos del censo del Centro de Investigación Pew, en 2016, un récord de 64 millones de personas (o el 20% de la población) vivía con varias generaciones bajo un mismo techo, versus los 51 millones de personas en 2009 y 42 millones en el año 2000.
Independiente de las cifras, vivir con los padres siendo adulto es emocionalmente complejo, en todas partes y siempre. Así lo explica la psicóloga Macarena Veas: “Lo ideal siempre es mantener una comunicación fluida, como en todas las relaciones humanas. Pero en este caso, sobre todo si se va a generar un cambio en la rutina y en las dinámicas familiares, es importante tener una conversación inicial en la que se marquen los límites que nos permitan no caer en confusiones”.
Según Veas, es necesario entender y asumir que van a haber conflictos. “Siempre decimos que las abuelas y abuelos malcrían a los nietos y viviendo juntos es probable que eso se potencie. Entonces ahí es la madre la que debería tener una conversación con su madre, en la que le explique que ella entiende que quiere regalonear a los nietos con cosas dulces o galletas –por ejemplo–, pero que por el bien de los niños, es importante que tengan una rutina de comidas y que ese tipo de alimentos debería ser una excepción. Y así con el resto de las cosas”.
Finalmente crecer y convertirse en padres también implica acercarse a nuestros propios padres. “Muchas veces recién cuando tenemos hijos logramos comprender algunas conductas de nuestras mamás y papás. Por eso en casos como este la empatía es primordial”, dice Macarena. Y concluye: “Tenemos que dejar de ver a nuestros padres como los viejos que “odiábamos” en nuestra adolescencia y ellos también tienen que entender que ya no somos sus pequeños hijos a los que podían mandar y retar. Ahora somos todos adultos que nos amamos y que en tiempos difíciles como el que estamos viviendo, nos acompañamos y cuidamos. Verlo así nos permitirá tener una comunicación más fluida y una mejor convivencia”.