Nuestra hija vivió seis horas, pero nos cambió para siempre

columna de maternidad - Paula



Han pasado cuatro meses desde que sucedió algo que nunca pensé que sucedería, cuatro meses desde que nació y murió nuestra hija Ema.

El embarazo fue muy poco acontecido, no tuve náuseas, vómitos, ni otras molestias. La guata creció normalmente, de acuerdo con las ecografías todo se fue desarrollando según lo esperado. A los siete meses comencé a sentir sus movimientos de forma más evidente, ya podía identificar su cabeza cada vez que nadaba adentro y empecé a hablarle porque sentí que ahora sí me podía comunicar con ella. Dani había querido ser papá desde hace muchos años, él ya le leía cuentos desde algunos meses antes y la había bautizado como Chipi Chema.

Aunque estaba podálica y la cesárea se podía programar, con la doctora decidimos que le hicieran el último monitoreo a las cuarenta semanas para esperar al trabajo de parto; a que ella quisiera salir al mundo. Al parecer, no tenía intención de hacerlo. Al parecer todo iba bien.

Ema nació a las 40 + 1 semanas. Esa tarde empecé a sentir un dolor fuerte en la espalda baja que supuse que eran contracciones que se hicieron muy frecuentes en poco tiempo. Cuando fui al baño noté que había sangrado un poco, por lo que partimos de emergencia a la clínica y allá nos derivaron inmediatamente a pabellón: Ema debía nacer ya.

No recuerdo mucho del parto, pero sí sé que nunca la oí llorar, que Dani volvió al rato a decirme que le estaba costando respirar y la estaban tratando por eso. No la vi antes de que me llevaran a la pieza, sin embargo, como Ema no mejoraba, la matrona le dijo a Dani que me tenían que ir a buscar para que conociera a mi hija por si algo pasaba. Me pusieron una faja y me llevaron de emergencia a la unidad. Ahí la toqué por primera vez, le hice cariño en sus piernas y bracitos un poco morados, me tomó el dedo con su mano y le hablamos tratando de darle ánimo para que resistiera. Pronto me llevaron de vuelta a la pieza porque estaba sangrando a causa de la cesárea, pero estamos infinitamente agradecidos de nuestra matrona por haber tenido esa iniciativa.

Poco rato después, la neonatóloga entró a la pieza para decirnos que la Ema no estaba respondiendo a los medicamentos, que estaba empeorando y que lo más probable era que no pudiera seguir respirando ni siquiera de manera asistida, para que la fuéramos a ver.

Cuando llegamos a la sala, Ema seguía conectada a oxígeno, llena de cables alrededor, se veía tan frágil. Una de las enfermeras nos preguntó si queríamos tomarla, así que la acomodaron en mis brazos con un pañito debajo de su cabeza, tapada con una mantita. Le hicimos cariño y le hablamos, se veía tan tierna con los ojos cerrados como si estuviera durmiendo. Estuvimos casi una hora así con ella, hasta un poco después de que dejó de respirar, con un poquito de sangre en la nariz y la máquina de signos vitales dando la señal de lo que había pasado.

Ema alcanzó a vivir seis horas.

Otra de las enfermeras se acercó a preguntarnos si queríamos vestirla y le dijimos que no, que preferíamos que ellas se hicieran cargo de todo el proceso final, y nos fuimos llorando a contarle a nuestra familia que estaba esperando afuera. A veces me arrepiento de haber decidido no vestirla, claramente estábamos demasiado afectados y la pena nos sobrepasó, pero pienso que me habría gustado tener aunque fuera una hora más con ella. Si la hubiese mirado un poco más de tiempo quizás no tendría miedo de que se me olvide su cara.

En la clínica nos ofrecieron cambiarnos de pieza a un piso diferente de la sección de maternidad y Dani dijo inmediatamente que sí. Al principio me pregunté qué tan necesario era, pero luego me di cuenta de lo profundamente triste que habría sido para nosotros estar escuchando llantos de otros recién nacidos sin tener a nuestra guagua con nosotros. Nunca imaginé que la clínica nos entregaría una cajita con “cosas de la Ema”: impresiones de su manito y su pie, un mechoncito de su pelo, el pañito que tuvo debajo de su cabeza cuando la sostuve en mis brazos, la pulsera que habría usado como paciente y el letrero que habría estado a la entrada de la pieza, con información de su tamaño y peso. Una de las cosas que más me emociona hasta hoy es que los textos de esos registros dicen “Ema, hija de Macarena y Daniel”. Por todo lo anterior, muchas gracias a quienes impulsaron la Ley Dominga, de la que no sabíamos nada antes de que esto nos sucediera.

Volver a casa sin nuestra hija fue demasiado triste y el primer mes estuve llena de cuestionamientos acerca de nuestras decisiones referentes al parto. ¿El sangramiento fue señal de que ya era muy tarde, que esperamos mucho? ¿Habría sido diferente si no hubiese ingerido meconio? ¿Fue mi responsabilidad? ¿Habría sido distinto si hubiésemos programado la cesárea para un par de días antes, como la doctora nos sugirió en algún momento? Yo sabía que no me ayudaba pensar en estos escenarios hipotéticos y que no cambiaría nada de lo que había pasado, pero no podía evitar pensar cómo las cosas podrían haber ocurrido de otra forma y que quizás la Ema estaría viva. ¿Fue un error elegir postergar su parto? ¿Acaso no deseé lo suficiente tener a mi hija?

El equipo médico nos dijo que no entendían por qué la insuficiencia respiratoria de la Ema había sido tan fulminante, que la ingesta de meconio y lo que sabían hasta ese momento no lograba explicar lo que había pasado. Por lo tanto, además de una autopsia a cargo de otro hospital, nos sugirieron realizar un estudio genético que podría entregar información acerca de un factor desconocido. Ese estudio tuvo resultado positivo para un gen patogénico asociado a hipertensión pulmonar, del que luego supe que yo soy portadora, y ayuda a explicar en parte por qué la Ema no pudo seguir respirando por su cuenta cuando salió a respirar oxígeno. Esto no es buena noticia para mis próximos posibles embarazos y tampoco cierra el asunto, pero para mí fue un gran alivio respecto de mis cuestionamientos, porque quizás fue solo muy mala suerte, algo que no se podría haber previsto con la tecnología de rutina.

Desde que volvimos a casa hago cosas que nunca pensé que haría. Le prendo velas a la Ema en el altar que armamos para ella a la entrada de la casa (jamás imaginé que le haría un altar a alguien). Lo hago todos los días cuando pienso en ella y aprovecho de saludarla, le hablo como si pudiera escucharme, desde donde sea que esté. Lo mismo hago cuando entro a la que habría sido su pieza, donde están guardadas sus cosas y que quedó armada esperando su llegada, como un espacio suspendido en el tiempo que da cuenta de todo lo que nos habíamos preparado para recibirla, todo lo que habíamos imaginado sobre nuestra vida de a tres y las expectativas de un futuro que no pudo ser.

También tengo dos tatuajes que son un testimonio de vida de mi hija. El primero fue un tatuaje de su nombre, que hicimos con nuestras familias. Después me tatué un crisantemo y una mariposa, símbolos de vida eterna e inmortalidad que elegí para pensar en la Ema a partir de cosas bonitas de la naturaleza, y para encontrarla o sentirla en ellas. Un tatuaje mucho más grande de lo que pensé inicialmente, quizás necesitaba una marca corporal mayor que mi cicatriz de la cesárea. Siempre me ha gustado tener flores en mi casa, entonces ahora cada vez que voy a comprar me llevo un crisantemo y lo pongo en nuestra pieza para tenerla ahí con nosotros. Y cuando veo mariposas volando cerca las saludo como si fueran la Ema que se acerca a acompañarme, hay una que he visto varias veces las últimas semanas cuando he sacado a pasear a mis perros.

Soy una persona distinta desde que pasó esto. Antes me consideraba alegre, de risa fácil, muchas veces a carcajadas. Pero los primeros dos meses lloré todos los días, a veces desconsolada, sollozando. Fue raro ir de a poco acostumbrándome al hecho de que la Ema no está. Aunque el apoyo de mis amigas, nuestros amigos y familia ha sido fundamental para la supervivencia emocional, he sentido tanta pena y he llorado tanto, que creo que ahora soy una persona más triste. Cuando me preguntan cómo estoy, me cuesta responder “bien”, esto es definitivamente lo más triste que me ha tocado vivir y pienso que nunca voy a volver a ser como antes; no sé si voy a poder sentirme bien, estoy o soy mucho más sensible sobre este tema y en la vida en general.

Tenía tanto miedo de ser mamá, muchas veces dije que nunca estaría preparada para serlo. Pero nunca pensé en la imposibilidad, en no poder ser madre a pesar de haber pasado nueve meses acostumbrada a la idea y sentirme lista para intentarlo; a pesar de haber amado tanto a la Ema cuando la conocí y estuve con ella. Ese miedo mío mutó a nuestro miedo de que nos vuelva a pasar lo mismo o algo parecido, si es que realmente llegamos a tener otra oportunidad de embarazo.

Me es tan difícil sentirme como mamá sin estar cuidándola. Aunque la gente te diga con la mejor intención que tú sí eres madre, pienso que tuve una hija y fui madre por varios meses, pero sin la Ema no me siento como mamá. No espero que otras madres lo entiendan ni lo compartan, porque sé que otras mujeres en una situación similar siguen sintiéndose como mamás de sus guaguas durante toda su vida. Lo que sí pienso es que ese breve encuentro con ella en el mundo exterior me cambió la vida, porque creo que ser mamá nunca fue uno de mis “sueños”, pero nunca pensé que tendría tantas ganas de tener una hija o hijo, que después de conocer a la Ema sería lo que más quiero.

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* Macarena Macaya Arancibia tiene 36 años. Después del parto de Emma acudió a un encuentro de Fundación Amparos, en donde conoció y quedó con contacto con otras madres que han pasado por situaciones similares.

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