“Cuando mi hijo Gaspar cumplió un año en abril del 2020 lo pasamos encerrados con dos amigos de él, no podíamos hacer nada más porque estábamos en plena cuarentena. De todas maneras lo pasó bien, fue muy feliz. Sin embargo, días después comenzó a decaer. No quería estar de pie, solo recostado, lo cual era raro en él porque a sus 9 meses ya había comenzado a dar sus primeros pasos. Era un niño feliz y activo, de hecho siempre jugaba con nuestros perros. También noté que en su cuerpo empezaron a aparecer algunos pequeños moretones. El siguiente síntoma fue que ya no hacía caquita. Pensé que eso era lo que lo tenía decaído, que no hacer lo estaba enfermando. Así que además de intentar con algunas técnicas caseras, lo llevamos al doctor.

Volvimos a la casa pero siguieron pasando las semanas y él seguía sin poder hacer. Luego aparecieron los vómitos. Lo volvimos a llevar al doctor donde lo dejaron hospitalizado. Le hicieron un montón de exámenes. Recuerdo un día que estábamos los dos solos en la pieza y comenzó a convulsionar. La doctora me dijo que mi hijo estaba grave, en coma. Yo no entendía nada. En menos de dos semanas mi hijo pasó de ser un niño sano y feliz, a estar grave, en coma y conectado a máquinas en la UCI de una clínica.

Así fue como llegó el diagnóstico: una hidrocefalia producto de un tumor que crecía sin parar en su cerebro. Me dijeron que había que operarlo en ese momento porque si no se iba a morir. Lo único que le pedí al doctor fue que me devolviera a mi hijo vivo.

Esa cirugía duró cerca de cinco horas y aunque no pudieron sacar el tumor completo, sí lograron estabilizarlo. Estuvimos un mes en la clínica y desde entonces comenzamos una larga etapa entre clínicas, hospitales y nuestra casa. Mi hijo comenzó de a poco a moverse nuevamente; volvió a caminar. Pero semanas después el resultado de la biopsia fue lapidario: una metástasis grado 4 en la médula espinal. A mi hijo le quedaba poco de tiempo de vida y el doctor solo nos dio un consejo: que lo aprovechemos al máximo. Salí corriendo de la sala, fue terrible porque no era capaz de imaginar la vida sin mi hijo.

El día que volvimos a casa, él lo hizo caminando. Estaba feliz. Los perros se tiraron encima de él para jugar, como lo habían hecho cientos de veces en el primer año de vida de Gaspar. Nos acostamos en la cama los tres con mi marido como no lo hacíamos hace tanto tiempo y cuando estábamos ahí escuchamos unos ruidos en la ventana. Nos asomamos y estaban todos nuestros vecinos con globos recibiendo a nuestro niño con amor. Eso me dio más fuerza para seguir. Verlo feliz en su casa, con sus vecinos me hizo olvidar el cáncer por un momento y tuve la esperanza de que esto no era más que una pesadilla.

Comenzamos con la quimioterapia. La primera la pasó bien, en total eran 9. Entre medio hicimos completadas y rifas para poder pagar los medicamentos y sus tratamientos. Lo intentamos todo para salvar a nuestro hijo. Los exámenes comenzaron a empeorar. La doctora nos dijo que iba a empeorar, que quizás en poco tiempo ya no podría mover sus piernas. Un día lo saqué al patio, quería que estuviera un rato en el pasto. Mi sueño era que corriera como cualquier niño por ahí y quizás inconscientemente lo solté. Él se largó a caminar solo. Le grité a mi marido que viniera a verlo. Lo grabé caminando y fue una alegría inmensa, algo maravilloso.

También lo llevamos a la playa porque él no conocía el mar. Allí lo solté en la arena, la tocó, también tocó el mar. Lo dejé comer cosas ricas, aunque no las tenía permitidas. Solo quería que fuera feliz, verlo sonreír. Una vez que llegamos a Santiago mis familiares y amigos le organizaron un bautizo y cumpleaños con el Perro Chocolo. Estaba feliz porque era fanático. Quizás esas semanas fueron las más felices de su vida.

Pero a los pocos días lo tuvimos que llevar de urgencia porque no estaba bien. Lo tuvieron que entubar y dejar en la UCI. Desde entonces ya no volvió a mejorar. El tumor había avanzado. Los doctores nos dijeron que no había más que hacer: lo iban a desahuciar. Se nos vino el mundo encima. Nada se compara con ese momento. Estuvimos con él hasta que lo dieron de alta y llegamos a nuestra casa sabiendo que nuestro hijo se iba a morir. Hicimos cadenas de oración y la familia nos acompañó en ese tiempo. La última semana de noviembre le dije a mi marido que nos fuéramos a la playa nuevamente los tres solos. Yo quería tener lindos recuerdos. Nos fuimos y allá en la playa lo llevamos a los caballos, a los juegos; comió dulces, churros y algodón de azúcar. Caminamos por la costanera y él fue feliz. Fue como si el cáncer hubiese desaparecido en esos días.

Dos días después, Gaspar despertó en medio de la noche. Nos abrazó y acarició a mi marido y a mí. A las 7 a.m. comenzó a convulsionar. Partimos al hospital. Mi marido trataba de avanzar rápido en medio del tráfico. La doctora dijo que la situación era crítica, que había que entrar al pabellón para poner una válvula en su cabeza y que el líquido salga. Pero les dije que no, que me escucharan, que yo era su mamá. No quería que mi hijo sufriera más. No quería que lo tocaran más, quería que descansara. Los médicos dijeron que fue una decisión sabia. Lo siguiente fue dormirlo.

Era la segunda semana de diciembre y llegamos con el niño a la casa dormido. Durante dos días vinieron familiares y amigos a despedirlo. Luego pedí que se fueran, era momento de que estuviéramos solos los tres. Nos acostamos en la cama, él al medio. La mañana siguiente, a las 8:20 a.m. mi hijo falleció en los brazos de nosotros. Tenía 1 año y 8 meses.

Era nuestro único hijo y el dolor más grande que hemos sentido, y que nunca podremos sentir. Los primeros días nos mantuvimos parados por inercia. De a poco comenzamos a vivir nuevamente. Nos cambiamos de casa porque los recuerdos no nos dejaban avanzar, y en marzo del 2021, ya en nuestra nueva casa, soñé con mi hijo. Me decía que estaba bien, que podía correr y caminar. Que estaba bien. Lo tomaba en brazos, incluso sentí su olor. En ese sueño aparecía también otra guagua, muy parecida a él. Me dijo que era su hermana que venía en camino. A las tres semanas supimos de la llegada de nuestra hija Amelia; es igual a su hermano, mi bebe arcoiris y quien nos ayudó a superar este dolor.

No sé si alguna vez voy a poder entender por qué la vida nos puso esta prueba tan difícil. No sé si alguna vez podré vivir sin pena. Pero sí creo que Gaspar pasó por este mundo con un propósito, que es mostrarle al mundo lo que es vivir con cáncer”.

Myriam Toledo es madre de Gaspar y Amelia; también es lectora de Paula y quiso compartir aquí su historia.