“Tengo 39 años, tres hijas de 23, 18 y 16 años y un niño de 12. Nuestra hija menor siempre ha sido la de temple mas firme, la más directa y centrada. A fines del 2021 a su hermana, nuestra hija del medio, que estaba a punto de salir de cuarto medio, se le diagnosticó una epilepsia. Esa primera convulsión fue tan fuerte, tan de improviso, que nos dejó a todos en shock. Sobre todo porque no era la primera vez que pasábamos por algo así; años antes a mi hija mayor le habían diagnosticado un cáncer de tiroides y pensamos que con eso era suficiente.
La más afectada con todo esto fue nuestra hija menor, que semanas después, nos pidió ayuda y comenzó con terapia psicológica. Todo esto en medio de la pandemia, donde estuvo mucho tiempo sin sus rutinas habituales. Por eso, a inicios del 2022, con la vuelta a clases, pensamos que al volver a ver a sus amigas, su ánimo andaría mejor, que la vuelta a la “normalidad” le haría bien. Sin embargo, ni nos imaginamos lo que vendría.
Muchas de sus compañeras habían cambiado. Sus gustos, sus costumbres ya eran otras. Se vio envuelta en malos entendidos típicos de su edad; la tildaron de problemática, recibió bullying y quedó aislada. Comenzó a llegar agotada del colegio pues ella creía que tenía que aguantar, no llorar. No quería derrumbarse. Pienso que con lo que habían vivido sus hermanas, ella no quería ser un problema más.
Decidimos cambiarla de curso. Dejó atrás a sus compañeras desde cuarto básico, quienes fueron sus amigas desde que había entrado al colegio. Pero no fue fácil, esas niñas habían compartido casi toda su vida con ella, estuvieron en su casa, compartieron sus penas. Todo esto fue un golpe duro.
Casi terminando el 2022, cuando ella estaba de gira feliz con su nuevo curso, otra vez recibió un mensaje de una de sus ex compañeras con frases feas y dolorosas, llenas de rencor. Nos alcanzó a reenviar el mensaje, pero gracias a Dios no estaba sola. Tuvo a sus nuevas compañeras justo ahí, quienes le aconsejaron que lo borrara, que bloqueara a esas niñas y que no hiciera caso.
Yo entiendo que estas a veces son cosas de niñas o de adolescentes, pero no por eso hay que bajar el perfil. Se han sabido de casos de niñas, niños y adolescentes que no soportan el acoso y que las cosas no terminan bien.
Por eso es que me sorprendió tanto, y afectó también, una de las veces que me toco hablar con algún profesor, quien me dijo: “esto le va a servir para ser fuerte”. Esa frase no me hizo sentido, muy por el contrario, me abrió los ojos y me hizo pensar que yo no quiero a mi hija fuerte, mi hija ya ha sido fuerte pues su hermana mayor tuvo cáncer, su otra hermana epilepsia. Ya no quiero que sea fuerte quiero que sea feliz y que nadie le haga daño.
Creo que ser fuerte esta sobrevalorado en nuestra sociedad. Hacer como que a uno no le entran balas. Pero ser fuerte también es saber cuando ya nos damos más, cuando puedes decir que las cosas te afectan, que hay un punto en el que no podemos ignorar todo. Mi hija fue fuerte cuando decidió pedir ayuda; ahora le toca ser feliz.
La salud mental de los niños, niñas y adolescentes se afectó después de la pandemia. Yo no estudié nada relacionado a esto, soy comerciante de La Serena, estoy casada hace 23 años y con mi marido fuimos papás adolescentes ; no sé de psicología, pero quizás toda esta vida siendo madre me permite darme cuenta de que esta es una generación que necesita ayuda. Veo como estos niños y niñas –que acosaron a mi hija– son capaces de hacer daño, con o sin intención. Ellos también están dañados y pidiendo auxilio. Quizás a ellos también alguna vez, en vez de ayudares, les dijeron que fueran fuertes.
El año que paso me dejo esta enseñanza: quiero a mis hijos felices no fuertes.
Mi hija ha estado acompañada todo este tiempo por nosotros y su psicóloga. Gracias a esto está sanando y nosotros junto a ella. Hay enfermedades de todo tipo, a veces nos tocan el cuerpo y otras el alma, pero lo que siempre tienen en común, es que cuando le tocan a un hijo, duelen hasta el alma”.
Tamara Flores Oróstegui es comerciante y vive en La Serena.