Paula 1146. Sábado 26 de abril de 2014.
Anita dice que cumplió su sueño de tener hijos de todos los colores. En la foto, con todos sus retoños: Camilo, Abraham, Israel, Xephora, Judd (en brazos), Esteban, Angie, Francisca y Abril.
Hace veinte días nació el noveno de mis hijos. Se llama Judd y es rubiecito, como su papá. Con Judd cierro la fábrica después de cumplir mi sueño de tener hijos de todos los colores: Angie, Israel, Felipe, Abraham, Xephora, Francisca, Abril, Esteban y ahora Judd. Han pasado 24 años desde que fui madre por primera vez, cuando tuve a la Angie. Ya tengo 41 años y es suficiente.
Con el primer hijo todo es lento y complicado, pero con el noveno hago todo de una patada. Hoy me vi dándole pecho al bebé mientras preparaba arroz. Además, ahora, con todos los adelantos, ser mamá es más fácil, más cómodo. Con mis primeros hijos usé pañales de género, ahora todo es desechable; es maravilloso.
Tuve un embarazo muy bueno porque hice deporte. Nunca me sentí mal. Ni antes ni después de tener a Judd. No conozco la depresión postparto, con la cantidad de trabajo que tengo en mi casa no tengo tiempo para deprimirme. Además, que ser madre me hace muy feliz.
Vivo con seis de mis hijos. Los tres mayores ya se independizaron, pero comparto la casa con una amiga que tiene tres hijos más, así que sigo viviendo con nueve. Todos van al colegio, excepto el bebé.
Un día normal parte a las 6:30 de la mañana. Me levanto, preparo desayunos y les meto las colaciones en las mochilas. Como se van a distintos horarios, colegios y furgones, recién a las 10:30, cuando todos se han ido menos Esteban, el penúltimo, tengo un poco de tranquilidad para preparar el almuerzo, que a las 12:30 tiene que estar en las manos de cada uno de mis hijos. Se los voy a dejar personalmente, no les mando termo. Antes lo hacía hasta que un día se me antojó comer pescado frito. Ese día me sentí culpable por comer una comida rica y fresca, mientras mis niños comían un almuerzo tibio. Desde ese día que voy a cada colegio a dejarles su comida.
Cuando llego a mi casa le doy comida a Esteban, que va al jardín en la tarde. Después que se va, me siento y almuerzo con mi amiga que está viviendo conmigo. Me quedo sola con ella y mi guagua y entre que lavo ropa, la tiendo y me ocupo de la casa, tomo una siesta de veinte minutos. Tengo que recuperarme para cuando empiezan a llegar del colegio, tipo cuatro de la tarde.
No hago tareas con ninguno de mis hijos. Encuentro que si van al colegio en jornada escolar completa, deben hacer las tareas allá, y no en la casa. Cuando te dicen que la educación es responsabilidad de los padres yo respondo que en mi casa se les educa para que sean responsables y respetuosos, para que tengan valores y sean buenas personas, para que más adelante no se metan en la droga, y no salgan ladrones ni mentirosos. Pero que es en el colegio donde tienen que aprender a multiplicar, restar y dividir.
Cuando era chica recibí muchos coscorrones en la escuela porque no entendía, por lo mismo no presiono a mis hijos con los estudios; les exijo, que es distinto. Les explico que deben estudiar porque es para su bienestar. Les digo que si uno no estudia, cuando grande se arrepiente. A Dios gracias me han salido buenos hijos.
"Mis nueve hijos son de seis padres distintos. Yo soy partidaria de que los papás vean a sus hijos y compartan con ellos, soy de las que les marca el teléfono para que los llamen. Pero cuando me dejan a un hijo esperando la visita, sentado en el sillón con la mochila puesta, no tengo nada más que conversar con ellos. Nada".
Cuando uno de mis hijos se ha portado muy bien, lo premio saliendo a comer solo con él. Tiempo exclusivo con él, porque se lo merece. Pero, cuando se porta mal, no hay cenas, viajes, juegos ni celulares. A mi hijo de 14 años lo tengo castigado hace una semana. Tomé todos sus juegos, desenchufé los cables, los metí en un bolso y los mandé a la casa de la Angie. Lo castigué por tratarse groseramente con sus amigos a través de las redes sociales. En mi casa no se dicen garabatos. Es irónico, pero yo no digo groserías en mi casa. Fuera de ella y en la tele, soy buena para hacerlo, porque es mi trabajo, pero bajo este techo está prohibido. Punto.
Ninguno de mis niños me tutea, todos me dicen usted, tal como yo hago con mis papás. Es de familia. Si me faltan el respeto, los mechoneo. Pero solo de vez en cuando. A veces les digo: "¡Aquí mando yo y nadie más!", pero no es cierto. Ellos son los dueños de esta casa, casi todos los espacios están dedicados para que los habiten y usen.
Anita vive con seis de sus nueve hijos; los tres mayores ya se independizaron. En esta foto aparece con los más chicos: Esteban y Judd (en sus brazos).
Es carísimo llevar una casa con tantos hijos. En mercadería gasto mínimo un millón de pesos. Igual me las arreglo. El otro día pillé en el mall una oferta de zapatillas y compré para tres de mis hijos. Soy muy generosa, sobre todo con ellos. Pero la verdad es que las navidades no son gran cosa en esta casa, no hay grandes regalos. Los regalos llegan cuando menos se los esperan, cuando se han portado bien, por algún gesto lindo. Mis hijos son poco materialistas. Me emociona lo buenos que son.
Una vez andábamos en bicicleta y pasó un niño, como de 7 años, con una bicicleta que se caía a pedazos. Me acordé de cuando yo era chica: ¡qué pobreza más grande en la que vivíamos! Hoy, en estos tiempos, ese niño no se merece andar en una bicicleta destartalada. Nosotros tenemos muchas, nos gusta andar en bici. Entonces le pregunté a mi hija Xephora, de 10 años, si le regalaría la suya al niño. Me miró y me dijo '¡Ya!' Fue tan grande la emoción que sentí. Sobre todo porque a ella me costó enseñarle a ser generosa.
Me gusta organizar viajes con los niños. Si Dios quiere, pronto me voy a comprar una casa rodante para salir con ellos. Soy de las que aman acampar. Llevo ollas, sacos de dormir y todos los accesorios de camping. Con mis nueve hijos disfrutamos, contemplamos la naturaleza. Subimos cerros y respiramos, miramos y nos sentimos agradecidos.
Mis nueve hijos son de seis padres distintos y la relación es bien simple: no hay relación. Yo soy partidaria de que los papás vean a sus hijos y compartan con ellos, soy de las que les marca el teléfono para que los llamen y de las que envía mail diciendo 'ven a verlos'. Pero cuando me dejan a un hijo esperando la visita, sentado en el sillón con la mochila puesta, no tengo nada más que conversar con ellos. Nada.
El año antepasado tuve que demandar a dos de estos tipos. Me aburrí de ver a mis hijos esperando con el regalo del Día del Padre en las manos. Si haces sufrir a uno de mis hijos, si no vas a ser padre presente, al menos vas a pagar con dinero. Esa plata la hacemos parir. Con esa plata mis hijos pueden darse gustos y disfrutar. Cuando llegan los depósitos, yo grito: 'Llegaron los depósitos, ¡a gastar!'. De algo que sirva la plata, por último para que mis niños puedan salir a comer, o comprarse algo. Es como terapéutico.
"Solo los tres mayores saben de mi pasado. Les cuento cuando tienen 17 años porque a esa edad pueden entenderlo. Parto mostrándoles fotos, hablándoles cariñosamente y con la verdad. Ellos lo entienden. Lo bueno es que eso pasó antes que ellos nacieran. Ya van tres confesiones. Me faltan seis".
Solo los tres mayores saben de mi pasado. A la Angie le conté a los 17 años. Esa es la edad que espero para que entiendan lo que he hecho, de otra manera se confunden. Ya van tres. Parto mostrándoles fotos, hablándoles cariñosamente y con la verdad. Ellos lo entienden. No hacen muchas preguntas. Son… ¿cómo decirlo..? Discretos. Me quedan seis confesiones todavía, pero lo bueno es que todo lo que pasó fue antes de que ellos nacieran. Tal vez lo más complejo fue con los mayores. A ellos tuve que dejarlos para hacer lo que hice. Pero ya pasó, esa historia ya es pasado.
Cuando crezca el bebé, solo cuando crezca, me gustaría ser abuela, necesito tener guaguas cerca, me siento con tanto amor, que necesito entregarlo a los niños. Solo a los niños. Los adultos no me interesan”.