La Tormenta es una gata multicolor con una base de pelaje blanco y manchas que varían entre amarillo, naranjo y negro, distribuidas por su lomo, patas traseras y rostro. Tiene una cola oscurecida que mueve con delicadeza. Ella solía ser una gata callejera, que por su condición de “sin dueños” creció independiente y con un trato tosco hacia los seres humanos.
Yo soy una mujer adulta, amante de los perros y gatos callejeros. Desde hace décadas, y mucho antes de que esto fuera una tendencia, dedico gran parte de mi día y mis ingresos a buscar, alimentar, rescatar y dar en adopción a estos animalitos abandonados. Siempre digo que prefiero a los animales que a los seres humanos y tengo mis razones. Quizás ese rasgo en común con la Tormenta nos unió, porque cuando la conocí decidí adoptarla.
Hasta aquí nada demasiado especial en esta historia, y si bien es cierto que la Tormenta claramente desde que fue adoptada vivió mejor que en la calle, yo nunca le coarté su libertad, tampoco la humanicé, por lo que ella entraba y salía de la casa a su entera voluntad. Sin embargo, la Tormenta –o quizás el destino– tenía preparado un juego que cambiaría nuestras vidas.
Un día la gata desapareció. Pasaron varios días y no había noticias de ella. Mi hermana y yo primero pensamos que solo estaría recorriendo las calles y que pronto volvería cansada y con hambre, así que no nos preocupamos demasiado. Sin embargo, seguían pasando los días y no había señales de ella. A pesar de que Tormenta tenía un collar donde aparecía mi número de teléfono, hasta ese entonces nadie había llamado.
Como era de esperar, el pesimismo empezó a apoderarse de mis pensamientos y los de mi hermana. Podía haber sido atropellada por un vehículo porque las calles alrededor son muy transitadas, o quizás había entrado en algún patio con perros de las casas vecinas y podría estar herida. ¿Cómo saber qué pasaba con ella o si estaba bien? Sin tener noticias, las horas y días empezaron a hacerse angustiantes.
Un número desconocido comenzó a sonar en mi teléfono. Me alertó, y me pregunté quién podría ser. Al contestar, una voz masculina con un acento extranjero se presentó como Rafael. “Hola, en mi departamento está una gatita y vi tu número de teléfono en su collar. Por eso te estoy llamando,” dijo. Grité emocionada: “¡Tormenta! Por favor, dime dónde está y la voy a buscar de inmediato. ¡No sabes lo preocupada que estaba!”. Rafael me tranquilizó explicando que la gata había llegado hacía unos días y se había acomodado allí. Hasta ese momento, él no había notado el número en el collar. “Vivo en un edificio ubicado en Simón Bolívar,” añadió. Me sorprendí al descubrir que ese edificio estaba a solo una casa de distancia de la mía. La Tormenta siempre había estado cerca, pero aún así, yo la había buscado en todo el barrio sin éxito.
Rafael es un joven ingeniero radicado hace nueve años en Chile, después que, al igual que muchos de sus compatriotas, debieron dejar su país buscando un mejor futuro. Él vivía con su hermana y también son amantes de los animales. Por esa razón, cuando Tormenta llegó a su departamento, no la espantaron ni la presionaron a irse, aceptaron su intromisión tal como se acoge a una amiga que llega de visita repentinamente; inesperada pero bienvenida.
Llegué con mi hermana al edificio de Rafael. El conserje anunció nuestra presencia en la recepción y Rafael nos invitó a pasar. Allí estaba mi gata, relajada, satisfecha, como si estuviera en casa. Al verla, me di cuenta de que, por alguna razón, la Tormenta había elegido ese lugar como su nueva vivienda y también vi en Rafael una persona amable y gentil capaz de darle amor y los cuidados necesarios a ella. Ambos supimos en ese instante que la Tormenta había decidido tener un segundo hogar.
Acordamos compartir sus gastos y permitirle a Tormenta ir y venir a su antojo. Rafael siguió en contacto conmigo y me iba reportando cómo se encontraba la gatita. Al poco tiempo, la hermana de Rafael decidió radicarse en Europa y Rafael se quedó solo con la Tormenta. Nuestras conversaciones se fueron haciendo cada vez más frecuentes y largas. Sin darme cuenta, ya no solo hablábamos de la gata; había muchas risas y a veces momentos de abrirse a mostrar nuestras preocupaciones más íntimas, aquellas que no se comparten con todos, esas cosas que se le cuentan a personas cercanas.
Compartimos nuestra soledad y a la vez el gusto por nuestras propias independencias. No nos dimos cuenta en qué momento, pero la Tormenta nos había acercado más de lo que alguno de los dos pudo suponer.
Un día, dentro de mi timidez me atreví a invitarlo a salir. Le dije que Tormenta tenía “reunión de apoderados” y que debían ir los dos padres a la reunión. Me pareció divertido invitarlo a salir con ese tipo de invitación fantasiosa, pensé que lo peor que me podía pasar era que dijera que “no”. En ese caso, saldría sola, total, ya estaba acostumbrada a mis años de soledad, elegida voluntariamente. Pero aceptó, lo pasamos increíble y comenzamos a juntarnos, a vernos más seguido. Por mi parte tenía una política de vida de no poner expectativas en nada ni nadie, sólo que el tiempo fuera demostrando si esto iba a funcionar. Y en nuestro caso funcionó. Ese día comenzó nuestra relación.
Somos polos opuestos con Rafael, pero eso nos da risa. He aprendido mucho de él, su paciencia y calma ha hecho que yo baje un poco las revoluciones.
Lamentablemente, al poco tiempo, la Tormenta se nos fue. Su partida dejó principalmente para Rafael, un inmenso dolor, indescriptible. Yo ya había experimentado ese dolor con la partida de varios animalitos míos, pero para él fue la primera vez. Sentí que con la muerte de nuestra gata, parte de él también se fue. Vi en Rafael un hombre frágil y fuerte a la vez, fueron días oscuros, el mundo se detuvo para los dos. Pero poco a poco se fueron convirtiendo en días de aceptación y eso, de cierta manera, fortaleció nuestro vínculo. Al final, la Tormenta jugó desde principio a fin un rol importantísimo en nuestras vidas.
Con su partida confirmé que no podemos tener el control de nada, por más que queramos o deseemos, es imposible. No somos dueños de nadie, ni de un animalito. La libertad de dejar ser a Tormenta tal cual fue, es el consuelo que nos queda, ella fue libre y feliz.
Y nos dejó esta relación de regalo. La Tormenta sin duda vino a unirnos, esa fue su misión, no encuentro otra explicación, ya que Rafael vive en un segundo piso y escaló hasta ese departamento teniendo otras opciones. Cuando, antes de conocerlo, mis amigos me decían tienes que salir porque el amor no te tocará la puerta, yo ahora puedo decir que a mí sí me tocó la puerta y más que eso, el corazón. Rafael ha desencadenado en mí una serie de buenos sentimientos que según yo creía muertos, pero no, sólo estaban esperando que él los despertara.