Sinceramente, nunca quise ser mamá.
De muy chica debí hacerme cargo de mi hermano cinco años menor, para que mis papás trabajaran y pudieran mantenernos. Y fue tanta la responsabilidad, que ser madre se alejó de mis planes.
Aún así, cuando tuve veintitantos, dije que los 35 años era una buena edad para tener un hijo. Hoy, que lo pienso en perspectiva, creo que lo dije para que no me preguntaran más, para que dejaran tranquila. Y es que soy la hija/sobrina/nieta mayor y única mujer en una familia pequeña. La primera en ir a la universidad, salir de casa y vivir en pareja. Por eso, muchos en mi familia asumieron que, dada cierta edad, ser madre era lo que me tocaba.
Conforme se acercaban los 35 años, la presión se hizo mayor. Mis padres y padrinos no perdían oportunidad de “tirar la talla” o plantear deseos en las celebraciones del Día de la Madre, en la línea de “ojalá el próximo año estemos celebrando también a la Magalita”.
Emparejada desde mis 30 años con Marcelo, viviendo juntos desde mis 31, y con él ad portas de cumplir 50, mi guapo compañero se sumó también a las presiones y cedí.
Hoy no me arrepiento, pero un tiempo sí.
Tras mi cumpleaños número 35, en octubre de 2014, nos pusimos en campaña y me embaracé en marzo siguiente, aunque no me enteré hasta junio, pues según yo, me seguía llegando el período. Sin embargo, tras ir al ginecólogo, supe que estaba embarazada de nueve semanas, y que aquel sangrado, eran síntomas de pérdida.
Vivimos un trimestre difícil. Con licencias y sin poder contarle a mi familia de mi embarazo hasta el tercer mes, a sugerencia del mismo médico, para “no levantar falsas esperanzas”. Además, un mal diagnóstico de placenta previa me tuvo viviendo bajo mucho estrés durante ese período.
Decidimos buscar otra opinión y guiada por mi gran amiga Caro, llegué a un centro de maternidad en donde se especializan en gestación y parto humanizados. Allí comencé a pasarlo chancho embarazada. Tomé talleres, me pinté el cuerpo, hicimos sesiones de fotos y planeamos un parto natural en agua.
Los meses pasaron rápido.
Recién al séptimo u octavo mes elegimos nombre para mi hijo y nos preparamos para su llegada.
El día del parto la cosa empezó a eso de las cuatro o cinco de la madrugada, con contracciones que me hicieron romper bolsa. Comenzamos con los monitoreos al tiempo que avisábamos a la matrona. Tras descansar un poco, pasar tiempo sobre la pelota de pilates y otros menjunjes, a las 11.30 a.m. partimos a la Clínica luego del llamado de la matrona que nos anunciaba disponibilidad de la sala de partos.
Una amplia y bella sala de partos. Compañía, música, baile, aromaterapia, libertad, todo bien.
Con ocho centímetros de dilatación, entré al placer del agua tibia. Pero hasta ahí duró la felicidad, porque si bien llegué a los diez centímetros de dilatación (o estar completa como dijo la matrona), la sensación de pujo no venía y ya no podíamos seguir esperando. Entré en estado de negación, y la Naty, mi gine, tuvo que explicarme que llevaba tres horas completas, y que ya no era seguro ni para mí ni para el bebé seguir esperando. Comencé a llorar. Marcelo tomó mi mano e intentó calmarme sin mucho éxito.
Pese a mi negación, la cosa terminó en cesárea y aunque lloré todo el camino desde la sala de partos al quirófano, el proceso fue igual de bonito y acompañado; pude estar con Marcelo, ver a mi hijo salir de mí y tener tiempo de apego a solas.
Pero lo más complejo estaba por venir.
El puerperio es una etapa para lo que nadie está preparada, ni te advierten. Es solitario, lleno de dudas, de sueño, cansancio y una permanente contradicción entre este nuevo rol y la mujer que queda en pausa, a la que siempre, en mi caso, quería volver.
Fui todo el tiempo una mamá funcional, pero como en piloto automático. Sobre todo, después de algunos problemas de salud que enfrentó mi hijo siendo muy pequeño. Sin embargo, no lograba establecer un vínculo amoroso con él. Y en la medida que crecía, eso se acrecentaba.
Me transformé en una mamá que gritaba, retaba y hasta en alguna oportunidad golpeaba. Frustrada en este rol, al que culpaba de todo. Me parecía cada vez más a mi mamá en sus peores momentos, y la conciencia de eso empeoraba todo.
Mi presencia en casa era insoportable. Llegar del trabajo era como un castigo, y tanto Marcelo como mi hijo lo resintieron. Hasta que vino el colapso: vacaciones y un ataque de ira. Vuelta a casa y crisis de pánico. Era yo o ellos, pero así, juntos, no seguiríamos.
Y decidí buscar ayuda.
Mi buena amiga Caro, otra vez venía al rescate. Por su propia experiencia, me puso en contacto con un equipo de especialistas en “mamás locas”, como decía yo. Tuve un año de terapia donde debí enfrentar mi propia historia, desde mi yo hija, la forma en cómo me maternaron, hasta aquellos miedos y demonios, historias y sensaciones de abusos, vergüenzas, frustraciones, etc. Poco a poco, en un tránsito que no siempre fue feliz, vi cómo mi relación con mi hijo mejoraba. Como yo misma florecía, aprendía y construía relaciones sanas y sobre todo llenitas de amor.
Hoy todo lo oscuro es muy distinto. Y brilla y brillo cada día más.
Mantengo una relación cordial con mi madre, pero ya no necesito su aprobación constante, ya no me duele. Confío mucho más en mí y en mis capacidades. Porque esto no consistió solamente en tratar mi maternidad, sino que también, y sobre todo, en encontrarme yo.
Aprendí a construir y disfrutar mi propia familia, y junto a ellos experimento el real amor, ese que también aprendí y me permití disfrutar. Mi maternidad hoy es bella, y la disfruto. Y para no olvidar como llegué hasta aquí, esta semana me la tatué.