La escena es tan habitual y la recordamos de manera tan nítida que no es necesario atribuírsela a una película o serie en particular. Va así: dos compañeras de curso están sentadas en la sala de clase escuchando a la profesora. Una de ellas tiene que ir al baño y busca desesperadamente en su mochila solamente para darse cuenta que no trajo o ya no le quedan toallitas higiénicas o tampones. Decide hacerle señas, casi indescifrables, a su amiga y espera ansiosa que su búsqueda no tenga que traspasar esa interacción. A lo que la amiga, siempre lista, saca algo de manera sigilosa de su mochila, se lo pasa envuelto en un polerón, por debajo de la mesa y atenta a su alrededor. No vaya a ser que alguien las vea. La otra, aliviada, levanta la mano y se va al baño con el polerón entre los brazos.

Estas compañeras de curso pudimos haber sido nosotras, nuestras hijas o nuestras hermanas. No es necesario ampliar la búsqueda para dar cuenta de que se trata de una situación que muchas, especialmente en la infancia y adolescencia, vivieron alguna que otra vez.

Tanto así, que en su último libro y serie de exhibiciones tituladas Designing Motherhood: Things That Make and Break Our Births (Diseñando la maternidad: Cosas que hacen y rompen nuestros partos), la historiadora y diseñadora Amber Winick y la curadora de artes decorativas del Museum of Fine Arts (en Boston), Michelle Millar Fisher, argumentan que hay todo un mundo de objetos –dentro de los que se encuentran no solo los tampones, la copita menstrual y toallitas higiénicas, sino que también los extractores de leche, condones femeninos, láminas de látex, espéculo, dispositivos intrauterinos y pastillas anticonceptivas, entre otros– pertenecientes a las mujeres, madres y cuerpos gestantes que han sido históricamente invisibilizados y de los cuales poco se sabe, ni siquiera desde una perspectiva del diseño, que considere sus formas y funcionalidades.

Pero, ¿por qué, si estos artefactos son parte de la existencia cotidiana de tantas personas, han permanecido tan ocultos? ¿Por qué sentimos la necesidad de esconderlos? O más que eso, ¿por qué sus presencias siguen incomodando al resto?

Tiene que ver, en parte, con un tema de perspectiva y acceso, como argumentan las autoras y gestoras culturales en un artículo en The New York Times. “Estos objetos suelen ser utilizados por personas que no han tenido el poder de escribir la historia, tomar decisiones o enmarcar la cultura material”, plantean en su análisis. “Simplemente no han sido parte de la conversación en voz alta hasta hace muy poco”. Y es que ambas creen que la copa menstrual, un dispositivo único en su tipo, es digna de estar en un museo. Pero incluso teniendo un valor estético y a nivel de diseño, estos artefactos han quedado relegados a la esfera privada o, a lo más, a la esfera perteneciente a la medicina reproductiva. Responden a funciones prácticas, cumplen con diseños valiosos y son parte de la vida cotidiana de muchas, pero aun así, no se les ha dado la plataforma de visibilidad necesaria para naturalizarlos. Siguen siendo, a ojos de muchos, objetos que tienen que permanecer ocultos y estériles.

Y es que justamente, al igual que las dos autoras, la filósofa británica Miranda Fricker plantea en su libro Epistemic Injustice: Power and Ethics of Knowing (2007), que no todos han tenido el mismo acceso al proceso de construcción de conocimiento. Se trata de una injusticia epistémica que se produce cuando se anula por completo la capacidad de un sujeto de transmitir sus propios conocimientos y dar sentido a sus experiencias. Esto, a su vez, se logra mediante la injusticia testimonial –es decir, darle espacio y validar algunas historias personales por sobre otras– y la injusticia hermenéutica, que implica que algunas personas no cuenten con los recursos de interpretación necesarios para dar a conocer o entender sus propias experiencias.

Una gran parte de la población, mal denominados ‘minorías’, no ha tenido esa misma oportunidad y por lo tanto sus historias han sido invisibilizadas y relegadas a un único espacio. En ese sentido, en una sociedad altamente patriarcal, los relatos femeninos no han sido tomados en cuenta como sí lo han sido los relatos del hombre blanco. Y así también los objetos y artefactos que componen esos imaginarios.

La fundadora de Médicas Feministas y ginecóloga de la Universidad de Chile, Libertad Méndez, explica que sigue existiendo un manto del oscurantismo que condiciona, hasta el día de hoy, todo lo relacionado a la sexualidad y reproducción. “Pensemos en la menstruación; hasta hace no tanto se seguía percibiendo socialmente como algo sucio y poco deseable. Una percepción que encuentra sus raíces en creencias religiosas profundamente arraigadas y la moral, pero también en la falta de educación sexual integral y el desconocimiento. El ejemplo de estos objetos ocultos es ilustrativo, justamente, de la importancia de una Ley de Educación Sexual, que hasta la fecha, no existe”, comenta.

Y es que, recién en octubre del año pasado el Congreso rechazó el Proyecto de Ley de Educación Sexual Integral (ESI), que proponía modificar dos aspectos claves que hasta ahora han determinado la educación sexual en el país; su obligatoriedad solamente a partir de primero medio y su enfoque exclusivamente biológico y ligado a la salud reproductiva. Desde entonces, los defensores del proyecto se han manifestado para dejar claro que la ausencia de un marco legislativo común da paso a que no se aborden temas que son de suma relevancia para la disminución de abusos y violencias sexuales –tales como temáticas de género, afectividad, placer y consentimiento– y que en otros países que cuentan con una ley de educación sexual integral se empiezan a abordar desde la temprana infancia.

La situación, por ende –y hasta que se aborde en la convención constitucional, cosa que las constituyentes feministas han priorizado–, permanece igual desde el 2010, año en que se promulgó la Ley 20.418 que fija normas sobre información, orientación y prestaciones en materia de regulación de la fertilidad y que establece que todos los colegios tienen la obligación de entregar información acorde a la edad y sin sesgo desde primero medio con tres objetivos específicos: reducir las infecciones de transmisión sexual, los abusos sexuales y el embarazo adolescente.

Y es que estamos en un país, como explica Libertad, en el que recién se está conversando la posibilidad de legislar un proyecto de despenalización del aborto dentro de las 14 semanas. “Esto habla de una moralidad y estatus quo muy conservador que no va acorde a cómo ha ido avanzando la ciudadanía. En Chile siguen habiendo abortos clandestinos, sigue habiendo educación sexista”, explica. “Estamos muy atrasados en cuanto a educación y legislación y eso se ve cuando nos damos cuenta que existe un desconocimiento profundo respecto a nuestro propio cuerpo, cuando hay mujeres que no solo no conocen la copita, sino que les da susto ponerse un tampax porque piensan que con eso podrían perder la virginidad, siendo también la virginidad una construcción cultural, porque ¿qué significa realmente ‘perderla’?. Esto tiene que ver, por supuesto, con un modelo patriarcal que se ve reflejado en todo; desde la falta de educación sexual, a los argumentos morales que se dieron cuando se rechazó el proyecto de ley. Pero estos objetos no pueden permanecer en la clandestinidad. Ir a comprar condones no puede dar vergüenza. Y encontrar un condón femenino no puede ser tan difícil”.

Por su lado, la médica cirujana de la Universidad Católica y miembro del directorio Agrupación Ginecólogas Chile, Andrea von Hoveling, explica que la menstruación siempre ha sido un tema tabú, especialmente en las culturas judeo-cristianas. “Así también ocurre en India, donde la llegada de la menstruación es la principal causa de deserción escolar, porque no hay posibilidad de vivirla de manera digna e higiénica. Este tabú se ha mantenido de manera imperceptible pero perdurable, a tal punto que incluso se ve en cosas sutiles como que en la publicidad la sangre siempre sea azul. Y así, las personas que menstruamos, o amantamos, ocultamos de manera inconsciente nuestros productos, y sus diseños, incluso, suelen ser discretos para no llamar la atención”, argumenta. “Hay quienes hoy lo reivindican y comparten, y quienes siguen considerándolo una vivencia íntima. Mientras lo anterior se deba a una preferencia y convicción, y no a un mal aprendido sentido del pudor, está bien”.