Todo partió hace 4 años. Me sentía aburrida, desmotivada, sin energía. Aparentemente, todo estaba bien: mi familia y yo estábamos sanos, tenía trabajo y queridos amigos con quienes compartir y disfrutar. Había cumplido la cuota de éxito que había planeado para mí. Pero algo faltaba. No era del todo feliz y sabía que si seguía haciendo lo mismo, terminaría envejeciendo en esa sensación de incomodidad que al final te termina convirtiendo en una vieja gruñona.
No quería eso.
Comencé a buscar. Consulté oráculos, visité brujas, encargué mi carta astral; estudié el eneagrama, budismo; medité. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para eliminar esa pesadez física y emocional que sentía cada vez que terminaba un trabajo o una relación amorosa. Realicé una terapia sicológica de dos años, retiros espirituales, abracé a la bondadosa Amma. Hasta que un día conocí a Isha, la maestra australiana que viaja por América Latina, Europa Y Estados Unidos difundiendo su sistema que expande la conciencia y libera el estrés. Isha, con su pelo largo y negro, su ropa estilosa y su look moderno rompió mis esquemas acerca de la apariencia de una maestra espiritual.
Conocerla me inquietó. Cuando la escuché hablar sentí que no había intermediarios entre sus palabras y mi corazón. Parecía estar más allá de las preocupaciones y confusiones. Era clara y concreta, tenía una convicción y compartía su experiencia de forma amorosa.
Me cautivó y pensé: "Quiero eso para mí".
Aprendí el sistema de Isha en un taller que hizo en Santiago. Ella me enseñó los siete pasos: 1. Repetir frases con ojos cerrados durante una hora cada día. 2. Sentir las emociones. 3. Hacer ejercicio físico. 4. Tomar mucha agua. 5. Ser reales, completamente humanos. 6. Hablar siempre la propia verdad. 7. Enfocarse en el amor-conciencia. Empecé a practicar todos los días. Los cuatro primeros pasos los hacía con relativa facilidad y noté que me sentía mejor, pero el efecto duraba sólo un rato. Mientras estaba con los ojos cerrados me sentía en calma, pero apenas me metía en mis actividades rutinarias volvía a sentir que la vida me tragaba, que el tiempo no me alcanzaba, que perdía las cosas, que olvidaba las citas, que andaba tensa, rabiosa, quejumbrosa, criticona. En resumen: era incapaz de disfrutar.
En junio de 2009 terminé de grabar la película La Gabriela, sobre la vida de la Mistral, la teleserie Cuenta Conmigo y la obra de teatro Chile-Bi 200. Al parar, apareció de nuevo ese hueco, la permanente sensación de que algo me faltaba. Me di cuenta de que, incluso, mi trabajo de actriz, que creía fuente inagotable de pasión, amor y movimiento
en mi vida, no me estaba regalando eso.
Recordé lo que Isha me había dicho tiempo atrás en una visita a Chile: "Si quieres un resultado distinto, haz algo distinto". ¿Hacer algo como qué? De repente entendí y apareció la respuesta. Irme al centro de Isha en Canelones, en Uruguay, donde ella ofrece a los interesados un profundo proceso de autoconocimiento y sanación que dura seis meses.
Como mi valentía no me alcanzaba para tanto, planée irme sólo cuatro meses y alcanzar a volver para renovar mi contrato en televisión. Nunca había estado un mes sin trabajo y, aunque mis ahorros me permitían costearme el receso, mi temor a que me olvidaran o desplazaran era tan grande que estaba dispuesta a interrumpir el proceso de sanación. Al menos, con esa idea me fui.
El primer llanto
En dos maletas puse todo lo que necesitaba para sobrevivir: ropa de invierno y verano, todas mis cremas, pastillas de calcio y multivitamínicos, remedios naturales para el colon irritable, la ciática, jaquecas y picaduras de insectos, mate y diversas variedades de tés. También libros, un tejido y las cartas de tarot para mis ratos libres. Entonces no
sabía que no usaría nada de eso.
Partí el 12 de julio de 2009 con un sentimiento de aventura y orgullo por regalarme algo enteramente para mí. Mi corazón latía vigorizado. Me recibieron de forma cariñosa. En el centro de Isha, llamado La I, viven 35 maestros –hombres y mujeres de distintas nacionalidades– que, tras conocer a Isha y seguir su sistema, decidieron quedarse ahí compartiendo la experiencia de su amplitud de conciencia. Los maestros son los dueños de casa: reciben, cocinan, hacen las camas, escuchan y ayudan cuando las cosas se ponen difíciles.
Yo había estado en el centro cinco veces antes realizando talleres intensivos que duraban una semana. En los intensivos el grupo era de 140 personas, la mayoría latinoamericanos, que querían practicar el sistema con Isha y que ella respondiera y guiara sus inquietudes sobre la conciencia. Se comía un menú vegetariano, se dormía en cómodas camas en habitaciones completamente blancas y se podía pasear por la plácida costa que bordea el Río de la Plata Pensé que el proceso que viviría ahora sería parecido a lo experimentado en esos talleres. Pero me equivoqué.
Me llevaron a la pieza donde dormiría con otros tres estudiantes que también realizaban el proceso de los seis meses. Ésa fue mi primera sorpresa: compartir habitación. No lo hacía desde chica cuando, muy a mi pesar, dormía con mis hermanos. Y una cosa es dormir con tus hermanos y otra muy distinta con gente que no has visto en tu perra vida. Nos saludamos amablemente disimulando nuestra extrañeza. Acomodé mis maletas como pude en el reducido espacio y partí a mi primera reunión del grupo de los seis meses.
Éramos 18 personas; algunos estaban terminando el proceso y otros eran nuevos como yo. La diferencia era evidente: los primeros tenían seguridad y confianza y se veían relajados. Yo me sentía tensa, llena de inseguridades y miedos. Al mirarlos tuve ganas de quedarme los seis meses completos y no los cuatro que había planeado; quería verme como ellos al final de mi proceso. Se lo dije a Enid, la maestra que supervisa el proceso.
–Qué bien, es el mejor regalo que puedes darte– me dijo Enid.
–Pero me da terror quedarme sin contrato, perder el espacio que como actriz me he demorado la vida entera en construir.
–¿Qué sientes?
En ese momento me invadió una tremenda tristeza. Sin darme cuenta me puse a llorar delante de todos.
–Estoy cansada. Nunca he parado, siempre me he exigido al máximo y ha sido agotador– dije. Más lloraba.
–Ximena, sólo es estrés. Tienes puesta toda tu seguridad en lo que haces y, al no poder hacerlo aquí, esa falsa seguridad se está desmoronando. Tú no eres lo que haces– dijo Enid.
Sus palabras resonaron en mí. Sentía que la enorme carga que llevaba en mi espalda caía mientras yo lloraba. Nadie me abrazaba ni consolaba, sin embargo me sentí contenida y acompañada en el silencio de los demás. Lloré harto rato. Hasta que paré y me sentí quieta y liviana: pesaba una tonelada menos. Ya estaba en el proceso.
Fruta con sal
El día en La I comienza a las 6:15 de la mañana. Se nos recomienda hacer una hora de ejercicio. Yo salía a trotar por la rambla que corre desde Costa Azul hasta La Floresta. Cuando el clima lo permitía, me bañaba en el mar. A las 8:00 tomábamos desayuno. Todos los días servían lo mismo: fruta para desintoxicar el cuerpo. Esto tiene su qué: rápidamente nos muestra la adicción que tenemos a la comida, con la que tapamos nuestras emociones. Yo sentía ganas de tomar bebida o comer un pan con mantequilla, pero en lugar de eso, engullía manzanas, mandarinas y plátanos como si se fuera a acabar el mundo.
"Si Tom Hanks pudo en la isla desierta, ¿por qué yo no?", pienso. A las 8:30 comenzábamos a unificar y lo hacíamos todo el día con una pausa de una hora para almorzar. Unificar es entrar en un salón alfombrado donde hay dispuestas prolijamente tantas colchonetas negras como personas hay en el centro; a veces 50, a veces 140, cuando hay talleres intensivos. Me acostaba en una de esas colchonetas, me tapaba con una manta, cerraba los ojos y comenzaba este ejercicio incomprensible de estar conmigo. Para hacerlo más fácil, hay que repetir las facetas –o frases de conciencia iluminada– que son la base del sistema de Isha y ayudan a conectarse. Pero, por Dios que cuesta al principio.
Cerraba los ojos y repetía las frases diez, veinte, treinta minutos. Mi mente se ponía frenética, se me cruzaban pensamientos. Volvía a repetir las frases. A pesar de que yo venía de una práctica de meditación esto era completamente distinto. No lograba permanecer con los ojos cerrados más de media hora. Y tenía que quedarme diez… Me desesperaba. Partía al baño, a buscar algo a mi pieza, a ver por la ventana si estaba lloviendo. Y otra vez tenía que cerrar los ojos y repetir las frases. Diez, veinte, treinta minutos. No podía más. Sentía una ansiedad tremenda y, al fin, me atreví a hacer lo que ellos recomiendan: expresar.
Expresar significa levantarme de mi colchoneta e ir a una sala donde hay uno o varios maestros dispuestos a escuchar. La tarea de ellos es llevarnos dulcemente a descubrir qué emoción hay detrás de los pensamientos o sensaciones físicas que no nos dejan permanecer con los ojos cerrados. Y a pesar de todas las excusas que tenía para abrir los ojos cerrados, lo cierto es que detrás de mi resistencia siempre había algo: miedo, tristeza o rabia que los maestros te ayudan a botar llorando a mares o golpeando cojines.
A la una en punto, almorzábamos. Fruta de nuevo. Molía el plátano, rallaba la manzana, exprimía las mandarinas. Un compañero desesperado le echaba sal y aceite a la fruta; una compañera le ponía salsa de soya. Esto tiene una explicación. "Es la incapacidad de aceptar lo que tenemos y desear otra cosa para estar bien. No tiene nada que ver con la fruta", nos dijeron en el centro. Sin embargo, yo moría por una coca cola ligth.
Media hora después nuevamente volvíamos al salón, nos acostábamos sobre la colchoneta y cerrábamos los ojos. Cuando logré permanecer más rato quieta, empecé a sentir sueño. Era como si mi cuerpo reclamara un descanso y terminaba durmiéndome. Al despertar, una de las muchas veces en que me dormí, le comenté a la maestra que no podía evitar dormirme y ella me dijo que estaba perfecto, que estaba botando estrés y dormir era lo que necesitaba. Me quedé tranquila y volví a cerrar los ojos. Al tiempo surgió el deseo de tomar bebida.
Luché contra mis ganas varios días, pero el deseo era persistente. Hasta que no pude más, me levanté de mi colchoneta y salí del centro. Me fui directo al refrigerador del supermercado más cercano, donde saqué una coca cola light que me tomé al seco como una adicta con síndrome de abstinencia. Cuando aplaqué mi deseo, sentí una culpa y una vergüenza terribles. Sabía que nadie iba a retarme, pero ese arrebato era una muestra de que mi cabeza seguía dominándome y me hacía cometer tonterías.
No me olvidaron
Con el correr de los meses ya me era relativamente fácil encontrar un pequeño espacio de calma donde quedarme cuando cerraba los ojos, durante las diez horas diarias del proceso de sanación. Y ese espacio se iba quedando en mí. Se lo expresé a Enid. Me dijo que ese espacio era una experiencia completamente sólida y concreta; es la conciencia que está naciendo en mí. Me emocioné. Conciencia: leí tantas veces esta palabra y recién ahora comenzaba a ser una experiencia que ahora sólo quiero alimentar y hacer crecer. Sentí lo mismo que cuando nació mi hijo Ramiro, recuerdo su fragilidad y me inunda un amor sin palabras, dispuesto a hacer y ser cualquier cosa para defenderlo.
Recuerdo que la primera vez que tuve que decirle a otro lo que estaba sintiendo en ese momento fue igual que saltar de un avión sin paracaídas. Le dije a un compañero –que nos estaba contando que era gay– que me sentía engañada porque no había sido honesto conmigo cuando le había comentado que él tenía una energía femenina. El corazón se me salía por la boca, perdí totalmente el control de mi lenguaje, fue como un vómito, me sentía un monstruo. Y simplemente estaba diciendo lo que pensaba.
Casi me morí. Pero al decirlo, un alivio se instaló en mí: había sido real con lo que sentía y lo había verbalizado. Me impresioné lo entrenada que estaba en ocultar lo que sentía y pensaba. La frase de George Orwell adquirió tanto sentido: "En tiempos de engaño, no hay nada más revolucionario que decir la verdad". Fui entendiendo que en este proceso de conocerme a mí misma debía exponer lo que me pasaba y sentía en cada momento. Decir lo que me pasa me permite tomar conciencia de la cantidad de tonteras –y una que otra cosa importante– que cargo. Eso se me hizo evidente cuando tuve que expresar todos los pensamientos que tenía hacia los demás y hacia mí misma: "Estoy aburrida, no quiero hacer esto". "Te encuentro pesada y creída". "Te crees superior". Cuando entiendes que todo eso, en realidad, no tiene que ver con los demás, sino con uno mismo.
Volví a Santiago el 12 de febrero pasado. Mi mamá y mi hijo me estaban esperando y, al verlos, los encontré tan perfectos. Lo mismo mi casa: la encontré tan linda. Yo que pensaba que si dejaba de trabajar seis meses todos me olvidarían, de inmediato me llegó un proyecto para hacer una obra de teatro: El hijo de la peluquera. Hasta aparecieron platas que me debían. Ahora me siento tan real. Antes ocultaba lo que sentía, por miedo o vergüenza, o me demoraba una semana en decir lo que me pasaba. Ahora, si algo es importante, digo apenas lo siento. Es tan sencilla la vida así. Siendo yo, sin esperar nada, sin temor a que me rechacen, porque a estas alturas del partido ya cuento con lo que antes creía imposible sentir: mi propia aprobación y una cuota considerable de amor y agradecimiento por mi vida, por mi historia y por todo lo que soy.
Cerrar los ojos diez horas al día, durante seis meses, tuvo un poderoso efecto. Pude verme y lo que vi me gustó. Porque debajo de todos mis juicios y caretas, había algo más: el amor que siento hoy por mí.