Dijeron una vez en Paula 1123. Entrevista realizada en junio de 2006.
Hace diez años, Carla Cordua llegó de vuelta a Chile con su marido –el también filósofo Roberto Torretti– después de una estadía de 28 años en Puerto Rico, donde desarrollaron contundentes carreras académicas. Él es un estudioso de Kant y de la filosofía de las ciencias y ella se ha destacado, entre otras menudencias, por sus publicaciones sobre Ludwig Wittgenstein, el vienés demoledor. Sobre la pareja de larga duración que han resultado ser, Cordua ha comentado que con Torretti están "en desacuerdo en muchísimas cosas pero también de acuerdo en algunas". Por ejemplo, no lo están en relación a quién le toca abrir la puerta una mañana en que llegan unos maestros que se preparan para reparar y pintar los cielos de la casa afectados de humedad. El problema, por fortuna, no incluye los muros, cubiertos –más allá de lo que era sensato esperar– de estanterías con libros. "No, no los hemos contado, por superstición", contesta Carla Cordua a la pregunta sobre el exacto número de volúmenes.
Lo de esta profesora emérita y académica de la Lengua es la filosofía moderna; es decir, la de los siglos XIX y XX, y también el arte y la literatura, aficiones paralelas de toda su vida. Ya libre del trabajo pesado de dar clases y dirigirle las tesis a sus alumnos en la Universidad de Puerto Rico, Carla Cordua tuvo tiempo para emprender un tipo de escritura más personal. Primero fueron Ideas y ocurrencias (1997), a la que siguieron Cabos sueltos (2003) y, ahora, Partes sin todo, donde piensa y escribe sobre los muy diversos asuntos que ocupan su cabeza.
"En Chile hay un elemento de tosquedad muy presente. Tiene impreso un modo cultural que no le permite comprender la diversidad que lo compone. La reacción de una pareja que de pronto descubre que tiene un hijo homosexual es muy rígida y generalmente violenta".
–En tu libro especulas, por ejemplo, sobre el bluyín, ¿te interesa la ropa?
–Me interesa la ropa como expresión, y es curioso el fenómeno del bluyín porque, en su origen, era ropa proletaria. Entonces resulta raro que, de repente, toda la sociedad, jóvenes y no jóvenes, hombres y mujeres, obreros y millonarios se vistan y circulen en bluyín, tanto para el día como para una fiesta de noche, ¿no encuentras tú?
–¿Qué te dice eso?
–Me intriga, porque cuando yo era chica, la ropa era un signo claro de ubicación social. Hoy tal cosa ha desaparecido del todo y, aunque eso no suprime la clases, sí las oculta.
–También escribes sobre los uniformes como lo opuesto al disfraz...
–Claro, los uniformes borran la individualidad y marcan la pertenencia a una institución; por ejemplo, "al cuerpo", como dicen los carabineros. El disfraz es ocasional; algunos se disfrazan de carabineros para cometer un crimen; es decir para borrar la identidad y transformarse en otro, como sucede en la bacanal.
–Y de qué estás más cerca en materia de vestuario, ¿del uniforme o del disfraz?
–No pretendo pasar por lo que no soy. Soy profesora y, en ese sentido, tal vez tenga una tendencia en el vestir. Uso ropa de trabajo por razones utilitarias, pero no uso bluyín.
–¿No tienes razones estéticas?
–Estéticas también. Hay colores que una rechaza, violeta o lila, aunque he tenido alguna cosa lila. Los materiales plásticos los hallo relativamente ingratos, pero, por ejemplo, esta blusa que llevo puesta es plástica. El algodón es exquisito, pero hay que plancharlo; y, con tal de no planchar, estoy dispuesta a ponerme una cosa plástica que se plancha sola.
–Cabos sueltos y Partes sin todo se llaman tus libros más recientes, el último de los cuales contiene columnas de opinión que publicas en Artes y Letras. ¿Qué libertades te ha dado el ejercicio de opinóloga?
–La de jugar a las partes sin obligarse al todo. La filosofía me había incrustado un prejuicio contra la opinión, entonces me tuve que poner a pensar sobre el asunto para poder hacerlo sin reservas mentales.
–¿Y a qué llegaste?
–A que los pensadores severos son muy optimistas sobre su capacidad de conocer la verdad si estiman estar en condiciones de irradiar luces sobre todo, porque no reconocen sus propias limitaciones. Lo bonito de la opinión es que no tiene la pretensión que tienen los saberes oficiales.
–Además, el conocimiento está constantemente siendo desbancado por nuevas teorías...
–Exacto, no hay nada más sometido a modas que la ciencia; pero eso la ciencia no lo confiesa, y quiere que lo que se sabe ahora sea definitivo y para siempre.
–Pero dos más dos son cuatro, ¿o no?
–Sin ninguna duda, y decir "yo opino que es de día" al mediodía u "opino que se me cayó el vaso al suelo" cuando se acaba de quebrar, sería un despropósito. Pero en muchas otros terrenos existe la alternativa ya de saber, ya de opinar.
Wittgenstein y Chicorita
–Dentro de la filosofía moderna, elegiste a Wittgenstein como objeto de dedicación, ¿por qué te interesó tanto?
–Porque su apuesta es muy atrevida y también porque él, Ludwig, como personalidad, es cautivante. Imagínate que cuando tenía entre 18 y 20 años produjo el Tractatus, que es un sistema filosófico tan brillante que le dio fama mundial. Lo mejor es que después él lo abandonó y las emprendió contra toda la tradición filosófica.
–¿Con qué argumentos?
–Lo que él hace es entender que los problemas filosóficos tradicionales se deben a enredos del lenguaje que se pueden desenredar y que, si se desenredan, no queda nada. Lo que propone, por lo tanto, es que en vez de solucionar esos problemas, hay que disolverlos lingüísticamente, lo que es sumamente interesante.
–¿Lo sigues en esa postura?
–Yo no soy tan radical, porque Wittgenstein hace un diagnóstico muy negativo de la historia de la filosofía, lo que no es mi caso. No creo que se pueda suprimir de una plumada una tradición que ha durado 26 siglos, aunque sea una plumada magistral. Siento al perro aquí... ¿Chicorita? (se refiere al cocker spaniel de la casa).
–¿Debajo de la mesa?
–Sí, ¿no te molesta? Se lo regalamos a mi nieta, pero tuvimos que traernos al perro de vuelta porque creció más rápido que la Dominga. La perseguía para jugar y le mordía las canillas.
–¿Y a ti no?
–No, pero se come los libros y siempre anda por ahí en alguna de sus maldades. Sobre todo cuando salimos de la casa: se pone vengativo. Lo que más le gusta son las separatas, porque son blanditas y no tienen tapa.
–En Partes sin todo aludes a la crítica que Wittgenstein le hace a la ciencia a la que acusa de haber producido "un mundo desencantado". ¿Podrías abundar en eso?
–Lo que él sostiene es que la teoría, lejos de ser capaz de producir una verdad sobre las cosas como son, es una idealización que sacrifica muchos aspectos de la realidad, reduciéndola y simpificándola artificialmente a través del intelecto para poder apoderarse de ella.
"Las cosas son mucho más complicadas de lo que la ciencia dice y la ciencia se equivoca al creerse objetiva y verdadera. Sería verdadera sólo si se confesara a sí misma sus propios límites y tuviera autoconciencia sobre sus compromisos con el desarrollo de la tecnología moderna".
–¿Quiere decir que la ciencia se equivoca?
–Quiere decir que las cosas son más complicadas de lo que la ciencia dice y que la ciencia se equivoca al creerse objetiva y verdadera. Sería verdadera sólo si se confesara sus límites y tuviera la autoconciencia que debería tener sobre sus compromisos con el desarrollo de la tecnología moderna.
–Que, de paso, ha ido destruyendo la naturaleza y haciendo añicos el planeta con la bomba atómica.
–Se podría decir que ése es el precio. La guerra era algo muy importante para Wittgenstein, quien critica a la ciencia por no hacerse cargo de su complicidad con intereses que no son precisamente teóricos. Pero no son cosas fáciles de resolver, porque las tecnologías que se basan en la simplificación de la naturaleza –como la física moderna– son perfectamente eficaces y muchas son útiles a la vida humana.
–Como las vacunas.
–Y en muchos otros casos. Todos estamos casados con la tecnología moderna a la que Heidegger estimaba totalmente extraviada. Se refería a ella como "el aparato". Nos contaba un amigo que lo acompañó en su primer viaje a Grecia que, cuando iban volando rumbo a Atenas, miraba chocho por la ventana y decía "me encanta este aparato, me encanta" por el avión. Lo que sí está claro es que las tecnologías favorecen cierto tipo de vida contra otro.
Artistas y diversidad
–¿Cuántos idiomas sabes?
–Sé bien inglés, relativamente bien francés y leo en italiano, alemán, latín y un poco en portugués, pero mal.
–¿Y cómo qué cosas lees en latín?
–Obras antiguas, a Julio César por ejemplo: La guerra de las Galias, que es un libro precioso. Si estudias Filosofía es importante saber varios idiomas. He gastado mi vida aprendiéndolos porque el pensamiento está gobernado no sólo por las palabras sino, en buena medida, por las formas sintácticas. Hay muchos conceptos intraducibles.
–¿Qué estás leyendo ahora?
–Estoy metidísima con Nostromo, de Joseph Conrad, que he empezado varias veces sin terminarlo, porque tiene un comienzo difícil. Voy en la mitad y lo encuentro fabuloso.
–A diferencia del científico o del filósofo, que se apoyan en sistemas y teorías, los artistas trabajan con la subjetividad. Son modos muy opuestos de funcionar, ¿no?
–Es que los artistas son eminentemente personales y no se dejan ordenar. En el arte no se puede aplicar la noción de progreso como, por ejemplo, en la astronomía. La literatura no tiene sistema, lo que me parece fascinante. Yo le debo mucho más a la literatura que a las ciencias sociales.
–¿A qué da acceso, por ejemplo, la novela?
–Bueno, una buena novela siempre contiene, no una verdad directa sobre el mundo, sino una verdad indirecta; luces deslumbrantes sobre la convivencia de los hombres en este planeta. Yo hallo que la narrativa es una de las grandes creaciones del mundo moderno y, desde Boccaccio en adelante, la filosofía se ha alimentado de ella todo el tiempo.
–Kafka, al que mencionas como uno de tus autores preferidos y que ha sido una de esas fuentes para el pensamiento del siglo XX, tematizó justamente el conflicto entre individuo y sociedad. ¿Qué es el individuo?
–Alguien independiente y capaz de decidir por su propia cuenta y, en cuanto ideal del humanismo burgués, apunta también al desarrollo de la capacidad de estar solo y ser un microcosmos autosuficiente.
–Pero eso no es lo que facilita el sistema social, que vigila y castiga...
–Claro, el individuo está inmerso en un medio bastante autoritario, empezando por el orden familiar, en que tus progenitores quieren decidir de antemano qué clase de individuo vas a ser por el hecho de haberte dado la existencia.
–Ése era el motivo por el que Kafka tenía la guerra mundial con su padre...
–Es que el padre de Kafka, de ascendencia judía, era de origen humilde y había logrado tener un negocio en un barrio de clase media de Praga. Uno de los terrores más grandes de la burguesía es la caída social de sus descendientes y este señor no quería por ningún motivo que su hijo anduviera metido en cosas de saltimbanquis.
–¿Cómo se puede entender, entonces, ese ideal de la libertad individual en una sociedad que todo el tiempo vira hacia el autoritarismo y rechaza las diferencias?
–Como ideal se expresa en el del liberalismo económico a partir del siglo XVIII y, políticamente, en el desarrollo de la democracia. Piensa tú en esa piececita donde entras a votar, donde nadie te ve ni puede observar los movimientos de la mano que marca el voto. Se podría decir lo siguiente: somos seres que estamos dando continuamente una batalla para llegar a ser íntegramente sociales y, por otro lado, íntegramente privados y solitarios. Por eso vivir es tan cansador.
–Pero la mayoría se adapta a la norma social.
–La mayoría es más adaptada que desadaptada. Pero hay una necesidad íntima en nosotros que no debemos traicionar si aspiramos a una vida auténtica. Los que se adaptan totalmente, digamos, tienen que reprimir sus deseos íntimos y renunciar a lo que en ellos tira en otra dirección.
–¿Y qué pasa con el caso contrario, los que no soportan el rayado de la cancha y se arrancan?
–A mí me parece que resulta tan poco como la adaptación total. Lo bueno está en descubrir cómo mantenerse fiel a uno mismo, pero dentro de la sociedad; no fuera. La sociedad tiene que hacerte un sitio en el cual ser tú misma en silencio y estar contigo misma en una intimidad sin testigos. El derecho a ser distinto la sociedad no lo concede fácilmente. Por eso eres tú la que tienes que reclamar tus derechos y si no te los dan, hay que pelear y hasta tomártelos, si hace falta.
–En materia de presión social, mencionas a Gabriela Mistral. Tan amenazada se sentía en Chile que prefirió irse lejos para ser lo que era. ¿Cómo entiendes su caso y qué nos dice del país en que vivimos?
–Gabriela fue una persona lúcida y de gran voluntad. Es verdad que tuvo que vencer muchas dificultades, porque Chile no se cree capaz de producir gente sobresaliente y hasta genial. Es un país acomplejado, que teme que alguien pueda levantar cabeza por encima de lo común y poner en peligro a la dorada mediocridad en la que se puede vivir sin sobresaltos. ¿Para qué Gabrielas entonces?
–¿Qué te ha parecido Chile tras vivir 28 años fuera?
–Hay un elemento de tosquedad muy presente, no sólo en la clase sin educación –que la hay y abundante–, sino también en las clases educadas. Chile tiene impreso un modo cultural que no le permite comprender la diversidad que lo compone y que está logrando desarrollar.
–¿Por ejemplo?
–La reacción de una pareja, que de pronto descubre que tiene un hijo homosexual o una hija lesbiana, es muy rígida y generalmente violenta.
–Y la violencia, ¿cuándo aparece?
–Cuando no tienes recursos para entrar en un contacto más fecundo con algo que no quieres que sea así, tratas de deshacerte del otro y que desaparezca.
–Es una amenaza a la seguridad.
–A la seguridad que te da lo conocido y usual. La verdadera diversidad supone admitir en tu esfera algo radicalmente extranjero, diferente, imprevisto. Y si uno se defiende de lo que desconoce y mantiene sus certezas para que no se le mueva el piso, se empobrece mentalmente.
–¿Y es siempre cuerda Carla Cordua?
–¡No, por Dios! Soy una insensata, en parte reprimida, en parte reeducada.