Lunes. Las micros pasan llenas de trabajadores que van a sus rutinas, tapadas con adhesivos gigantes impresos con la cara del escritor Pablo Simonetti (47). El autor de La barrera del pudor (Editorial Norma), en persona, está a punto de cruzar la calle y ver su propia foto pegada por todos lados. Más allá, lo mismo: las librerías empapeladas con carteles inmensos de su cara ampliada al quinientos por ciento.
No se inmuta. Es un superventas asumido a la fuerza, número uno del ranking de libros más vendidos durante las últimas semanas. Vendió 10.000 ejemplares en los primeros 10 días de circulación y su editorial espera que venda otros 50.000 en Latinoamérica y España. Todo un acontecimiento: por primera vez Isabel Allende, la madre del ranking internacional, es superada en Chile.
La novela de Simonetti se centra en un matrimonio –el de una paisajista, Amelia, con un crítico literario, Ezequiel– que entra en crisis de pareja tras trece años juntos. Ya no hacen el amor como antes y, si lo intentan, él dura un suspiro y ella, insatisfecha, se queda mirando el techo. Desesperada, busca alternativas en internet para resucitar el lánguido deseo de su marido. En un catálogo virtual para armar citas (están en EE.UU. por una beca del marido) encuentra la manera de probar un trío sexual con otro hombre. Ezequiel acepta. Esta opción –temporalmente– levanta el ánimo del marido, pero el amor, el matrimonio, la alianza está a un pelo de morir sin vuelta atrás.
Es una novela de sexo duro que contrasta con las sutilezas del bosque nativo que envuelve la casa junto al mar donde transcurre la novela y las finas descripciones sicológicas de los personajes. Se lee de un tirón. Y aunque un crítico tildó la novela de "indecisa" y le adjudicó un "erotismo debilitado", La barrera del pudor tiene descripciones de escenas de sexo que seducen y atrapan el interés de la lectora o el lector cada pocas páginas.
Antes de este éxito editorial, y del de Madre que estás en los cielos y La razón de los amantes, mucho antes, hace trece años, Simonetti era un ingeniero civil de la Universidad Católica con un máster en la Universidad de Stanford, California. Hasta que decidió cambiar de vida el 6 de febrero de 1986, a las 11 de la mañana.
–Nunca voy a olvidar ese día, cuando me paré frente a mi jefe en la Copec y le dije: "Ya no doy más, renuncio, me voy".
Quería escapar de su rutina que consistía, redundantemente, en sistematizar la rutina de una empresa. Las personas comunes y corrientes soportan la rutina y a veces la buscan para sentirse amparadas en una estructura. Simonetti no fue capaz de seguir ganando plata como ingeniero anotando rutinas.
–Yo quería escribir, no podía hacer otra cosa y necesitaba cambiar mi vida.
Dejó la ingeniería, invirtió hasta el último peso de la herencia que le dejó su padre (un empresario metalmecánico), se sicoanalizó durante 10 años, se inscribió en el taller literario de Gonzalo Contreras y le dijo a su madre: "Mamá, soy gay".
Desde esos años hasta ahora, Pablo Simonetti comenzó a construir su vida ladrillo a ladrillo, como una novela donde el protagonista se convierte en lo que siempre quiso ser: él mismo, ni una otra cosa más.
Hoy, Pablo Simonetti mira por la ventana de su departamento. Toma té darjeeling en un tazón blanco. A sus espaldas, diccionarios abiertos sobre una tarima inclinada, como si fueran biblias. El escritor pide que no describa su escenografía privada. Sólo digamos entonces que éste es un espacio albo que huele a liliums blancos a punto de marchitarse.
LA OTRA VIDA
¿Cómo es ahora usar el otro lado del cerebro?
Escribo en un estado muy parecido al que llegaba cuando estudiaba Matemáticas. Es un estado más profundo del ser, menos epidérmico, de mucha concentración, que me separa del exterior y me hace sentir liviano. Es como si estuviera fuera de las leyes físicas, políticas y socioculturales que me rodean. Como si me aliviara.
¿De qué?
Del cuerpo, de los achaques. O de si hay que ir a comprar algo o pagar no sé qué o hacer algún trámite. Escribiendo me alivio de la vida.
Pensaba todo lo contrario. Pensaba que a los escritores les dolía escribir.
El sufrimiento aparece cuando busco por un lado y otro y no encuentro. No sé si llamarlo sufrimiento o duda o desconcierto ante la falta de guía. Eso antes me daba angustia, pero he aprendido que esos momentos me dan revelaciones acerca de lo que estoy escribiendo. Mientras estoy con la imaginación volando rápido, es como si supiera lo que voy a escribir. No hay duda. No sufro. Voy tomando decisiones inconscientes.
Creía que era consciente, que tenías un plan, que al escribir actuaba el ingeniero.
No hago estructura, no hago nada. Yo soy mi primer lector, no tengo idea qué sigue a continuación. Un personaje actúa como imán, vibra y hace que vengan los otros personajes. Dejo que mi inconsciente actúe. Trato de que mi problema sea lo menos intelectual posible para escapar de la fórmula. Y para eso necesito hacer profilaxis.
¿Profilaxis?
Me tengo que ir a un lugar bien apartado. A una casa que tengo en un cerro, cerca de nada. Antes de ir, arreglo todo: que el perro, que el dentista, que el peluquero, que las contribuciones. Hago una lista y cuando le doy visto bueno a todo, me voy. Paso por el Jumbo para ni siquiera salir a comprar comida. Leo en voz alta, corrijo, salgo a caminar, elongo, jardineo, escribo, leo, releo y releo. Todos los días igual. Así empiezo a tener una sensación de felicidad enorme. Me meto en lo que a mí me gusta y se me olvida el mundo. Nadie me molesta porque aviso a todos que me voy a escribir. Me dura como tres meses ese estado. Hasta que las propias necesidades me obligan a volver a la realidad.
Honestamente, ¿pensaste alguna vez que podrías vivir de la escritura?
Nunca me lo imaginé. Cuando salía, por la noche, del taller de Gonzalo Contreras me preguntaba si alguna vez me publicarían. En serio. Yo partí cuando fui finalista, en 1996, del Concurso de Cuentos Paula. Al año siguiente salí ganador. Alfaguara era la editorial que lo auspiciaba y sacaba un librito. Al final de 1997 mandé a la editorial un manuscrito con cuentos y la encargada de prensa, una mujer muy antipática, me dijo que en el informe de lectura había salido rechazado. Decía: "Este libro va a pasar a decorar los estantes de las librerías al igual que otros tantos libros de cuentos que no tienen ningún valor". Fue súper bajoneante.
Qué pena. ¿Y qué hiciste después de eso?
Seguí escribiendo nomás. Hasta que en un cóctel me preguntaron si quería conocer al editor de Alfaguara. A mí ahí me vino la del huaso y dije que no, como que me escondí. Pero me lo presentaron igual y él me dijo: "¿Tú eres Pablo Simonetti? ¿Sabes?, me interesa publicar tu libro de cuentos (Vidas vulnerables, 1999). Fue como bien milagroso. En ese minuto empecé a vivir de su caridad: ése era mi estado de ánimo. Ese Gran Señor se había fijado en mí y me había tocado con su varita mágica.
¿Ahora se te quitó el complejo?
Tengo otro. Tengo el complejo de quien no se ha educado en el ambiente literario, que no tiene amistades literarias y que su canon literario lo ha formado con ladrillos sueltos por aquí y por allá. Parece que uno no se merece esto. Ésa es la sensación. Todo lo que me ha ocurrido es una sorpresa. Es como el complejo del impostor: "yo no debería, no me lo merezco porque no hice carrera desde siempre", así me siento. Ahora no tanto, antes era más.
He leído que usas mucho la palabra narciso. ¿Te consideras uno?
Sí, pero un narciso recuperado. Al narciso nada lo satisface, no soporta las críticas, las personas están ahí sólo mientras le son útiles. Todo está en función del placer inmediato. Postergar esa satisfacción, para un narciso, es el vacío. El placer que yo experimento escribiendo no se parece a la ansiedad que me provoca la publicación, el éxito, las luces. El narciso goza con la luz solamente. Y yo he aprendido que la luz se prende y se apaga.
¿Cómo te sientes cuando la luz se apaga?
Frágil y vulnerable. Yo he sentido que las personas creen que escribo novelas con un propósito de superventas y que soy deshonesto con la literatura. Me han llegado a poner el epígrafe de superventas sin fijarse en todo el esfuerzo que hay detrás.
Y qué te importa. Yo encuentro mejor vender que no vender.
Está bien, soy un superventas, pero no es que le esté poniendo azúcar adulterada al texto. Me sucede no más. Y esto que escribo es lo que buenamente puedo escribir.
¿Sientes la envidia de los que venden poco?
Todos alojamos algo de envidia o resentimiento con respecto a algo o a alguien. O la hemos alojado o la hemos vivido. Como yo soy un poco envidioso, le temo a la envidia.
LOS TRÍOS
¿Cómo conseguiste describir la sexualidad de Amelia en La barrera del pudor? ¿Hablaste con amigas? ¿Reporteaste con parejas heterosexuales?
No. Los homosexuales no somos tan diferentes en la sexualidad. Hay una diferencia en la iniciativa, pero en el momento del placer, no sé. Los escritores tenemos reservas suficientes para meternos en la piel de otro, aunque igual me fue difícil meterme en la piel de todos los personajes del libro, porque yo no soy ninguno de ellos. Mi sexualidad es homoerótica y todas las otras sexualidades tengo que imaginármelas.
Hablemos de los tríos sexuales. En la novela, Amelia, trata de arreglar la apatía sexual de Ezequiel, metiendo a terceros en su intimidad. ¿Por qué crees tú que –en la vida real– la idea de un trío puede ser tan excitante?
Porque el tercero entra, brinda placer y luego sale, sin comprometer los sentimientos de nadie. La pareja se entrega al juego para recuperar la excitación perdida por la rutina o el desgano y, casi siempre, si no son culposos, sale fortalecida por la experiencia física y la complicidad. Es una aventura, una infidelidad consentida por ambos. Es como la consagración del triángulo de los celos, una apertura temporal y regulada donde los sentimientos posesivos se transforman y sirven de acicate. Es la posibilidad de volver a ver al otro miembro de la pareja caliente y como objeto de la calentura de un otro.
¿De qué rincón surge esta fantasía?
De la necesidad de escapar de la sensación de encierro, de muerte, que acarrea la falta de sexo. Un efluvio mental del cuerpo que se rebela ante el estado de cosas. Así, el tercero se presenta como una promesa de lo nuevo, de futuro, de renovación. Y, si nos quisiéramos poner freudianos, es una especie de venganza contra la exclusión que Amelia y Ezequiel sintieron cuando niños al ver que sus padres cerraban la puerta de la pieza.
Al final, muchas de estas andanzas triples acaban mal. ¿O no?
El trío no es una solución perdurable. La complicidad alcanzada no reemplaza eso que se extraña, esa confianza aún mayor que brinda el sexo entre dos personas que se aman y se entregan sin medida ni precaución, cautelados por la intimidad y el silencio. Al fin y al cabo, el tercero es un ente ajeno.
Salto al vacío
¿Cómo se fraguó tu sexualidad?
A mí me han gustado los hombres desde siempre. Yo puedo encontrar a una mujer preciosa, encantadora, bella, inteligente, sexy, todas esas cosas, pero no me dan ganas de acostarme con ella. No tengo ningún rechazo primordial hacia las mujeres como quizás pudiera tener un hombre heterosexual educado en el miedo a tocar a otro hombre. Yo me eduqué saliendo con mujeres, así que no es que me vaya a encontrar con un alien. Las conozco muy bien.
¿Pololeaste con mujeres?
Tuve como seis pololas. Pero no me dan ganas y tampoco entonces me daban ganas de acostarme con ellas.
¿A qué edad asumiste eso?
Yo a los 8 ó 9 años tenía cierta conciencia. A los 12 años ya sabía que me gustaban los hombres. Pero sabía –o el sistema me había enseñado– que eso no era bueno.
¿Hablabas con alguien de tu confusión?
Con nadie. Ni compañeros de curso ni nada. Pero también me pasaba que me gustaban las mujeres. A esa edad uno es bien enamoradizo de cualquiera con quien se encuentre y se entienda. Como a los 18 años fue una conciencia clara de que así era. Pero no me acosté con un hombre hasta bien grande. Si bien estaba asumido, no había salido del clóset ante mí tampoco. Era una fantasía, pero no la llevaba al acto.
¿Qué te dio el empujón para saltar al vacío?
En EE.UU. me di cuenta de que estaba puro tonteando, que era más fácil de lo que creía. El primer día que llegué a Stanford había una fiesta de la asociación gay en la plaza principal. Ahí estaban todos tomando sol con banderas multicolores. La gente de la universidad pasaba por ahí conversando con sus amigos, participando de la fiesta, con absoluta libertad. Ese día salí disparado del clóset. En Chile, el control social es tan alto que si yo empezaba a salir, inmediatamente se iba a saber. Vivimos en un pueblo muy muy chico.
Qué difícil debe haber sido para Gabriela Mistral que vivió esto mismo tantos años atrás, cuando el pueblo era aún más chico que ahora.
Ella vivió algo impío. Debe haber sido muy autoflagelante, porque era muy católica. De ahí –yo creo–salieron esos versos torturados donde da vuelta el lenguaje como si fuera un sarmiento.
¿Qué te parece la política del gobierno y ahora la actitud de los candidatos para enfrentar el tema de las minorías sexuales y las uniones de hecho?
Yo admiro mucho a la Presidenta, encuentro que es una persona que ha hecho un pedazo de la historia relevante en nuestro país, pero me da pena que sus compromisos en el tema de las minorías sexuales no hayan llegado a ningún lugar. La culpa la tiene la Democracia Cristiana. La ley antidiscriminación no ha logrado pasar al congreso. Tampoco la ley de unión civil o matrimonio civil o algo que permita que las parejas homosexuales o las parejas de hecho puedan tener una normativa. Eso ahora está en boca de los cuatro candidatos, pero apuesto que después no pasa nada.
¿A ti te gustaría casarte?
Claro que sí. Las personas homosexuales tenemos que aspirar a los mismos derechos que cualquier ciudadano. ¿Creen que con el matrimonio gay las instituciones morales se resquebrajarían? Eso es un contrasentido, porque si abres la opción a un matrimonio homosexual lo que haces es fortalecer el matrimonio como una forma de crear familia.
Y a ti, ¿te gustaría tener hijos?
A estas alturas, no. Ya tengo 47 años y lo que debería tener son nietos.