La relación con mi padre siempre fue de altibajos, difícil y carente de afecto. Recuerdo que cuando era niña la imagen que tenía de él era la de un monstruo que se acercaba a mi madre y a mí solo para causar problemas y formar caos a nuestro alrededor. El ser hija única no me ayudó mucho. No tuve a ese alguien con quien compartir mis sentimientos ni el dolor que llevaba dentro.
Mis padres se casaron y duraron apenas ocho meses juntos. Nací fruto de esa relación, pero mi madre al poco andar decidió separarse, ya que la vida marital le fue difícil. Mi papá no le ofreció formar un hogar, sino que la llevó a vivir a casa de sus familiares y ahí todo fue de mal en peor. Su núcleo familiar se inmiscuía en todos sus asuntos.
Un día en pleno invierno, mi mamá se cansó de vivir en estas condiciones, y según me confesó, me tomó entre sus brazos y le dijo a mi papá que se iría. Él la miró y no respondió, tampoco hizo algo para retenerla. En ese momento ella comprobó que había tomado la decisión correcta. Mi madre es una mujer aguerrida, profesional y con herramientas que le permitieron no depender de ningún hombre. Eso nos permitió vivir en un departamento que era suyo cuando nos fuimos del lado de mi padre. Tras salir por la puerta, se prometió no volver ni tratar de retomar su matrimonio. Y vaya, cumplió su palabra.
Fui creciendo y la distancia con él se fue haciendo cada vez más evidente. A los 14 años definitivamente dejé de verlo, y no me interesaba saber de su existencia. Cuando cumplí 28, y después de darle muchas vueltas en mi cabeza y hablarlo con varias personas, supuse que había llegado la hora de reconciliarme con esa parte masculina que había dejado en el olvido. Y lo busqué. Literalmente me tragué mi rencor y mi rabia en pos de tener una relación padre e hija. Contra todo pronóstico, le di la posibilidad de reivindicarse, de empezar de cero nuestra relación. Anhelaba su cercanía, su amor incondicional. Quería conocerlo, pero de nada sirvió y nuevamente tiró todo por la borda. Quizá le pedía mucho a una persona que, desde que tengo noción, se comportaba de una forma poco sana conmigo. En ese instante reflexioné: ¿por qué tengo que aguantar improperios si me esforcé por ser una mujer honrada, sincera, profesional y buena hija? No merecía ser basureada gratuitamente por un padre ausente.
Si no lo hubiese buscado después de 14 años, él jamás hubiese tomado la iniciativa de saber cómo estaba, si me faltaba algo o simplemente saber qué había sido de mi vida por más de una década. Descubrí entonces que estaba ante un hombre con el que solo compartía el lazo sanguíneo. Nada más. Su toxicidad me hizo reafirmar que por mucho que me haya dado la vida, mi tranquilidad mental supera cualquier vínculo no resuelto.
No soy víctima de un padre ausente, sí de un hombre que no supo amarme como merecía. Sin embargo, mi madre ha realizado un rol impecable. Con su paciencia e infinito amor, me ha acompañado en mis buenos y malos momentos.
Mamá, gracias por guiar mi camino con tu paciencia y sabiduría. Espero estar a la altura de todo el amor y el sacrificio que me has entregado en aras de mi bienestar. Mi misión es alejar los pasajes tristes de tu vida y reemplazarlos por instantes de risas y recuerdos inolvidables. Sabes que no hay otro amor más incondicional que el mío.
Sylvia Fuentes Díaz tiene 31 años. Es comunicadora y le gusta el deporte al aire libre, la lectura, ver Netflix y escribir.