Jamás pensé que iba a estar escribiendo sobre este tema. Crecí en una familia en la que el machismo se practicó bien poco y creo que mi mamá no se sentiría nada de orgullosa al saber que esté auto erradicándome en este aspecto. Ella es una de las mujeres más empoderadas que conozco. Se separó de mi papá cuando yo tenía apenas seis meses y se hizo cargo de mi hermana y de mí. Nunca la escuché lamentarse, nunca la vi necesitar de alguien. No digo que eso sea algo bueno, pero sí me enorgullece que gracias a su ejemplo nosotras creciéramos con la idea de que una mujer puede hacerlas todas. Que siempre puede salir adelante.

Hasta hace unos meses, me consideraba moderna y crítica de lo tradicional. Desarrollé, desde muy chica, una personalidad con carácter y eso me hizo crecer sintiendo que tenía las herramientas suficientes para defenderme frente a ciertas situaciones, para valérmelas por mí misma. Creía que eso significaba ser feminista, que teniendo esas características bastaba. Pero me di cuenta de que estaba totalmente equivocada, ya que el discurso de la igualdad de género es muy diferente cuando la vida se comparte con un otro. Porque ahora, que hice el ejercicio de analizar cómo me he relacionado durante toda mi vida con el sexo opuesto, terminé dándome cuenta de que tengo miles de costumbres propias de una sociedad machista.

Todas mis primeras citas han seguido la misma dinámica: el hombre invita a salir, se preocupa del traslado y paga la cuenta del restorán o bar. Y aunque muchas veces hago el intento de aportar, no sé qué tanto me gustaría que la otra persona acepte mi ayuda. Prefiero que quede en una conversación protocolar y en la falsa promesa de que la próxima vez me tocará a mí. Si vuelvo a ver a esa persona y empezamos a salir con mayor frecuencia, propongo la idea de que ya es momento de irnos a medias. No tengo problema con hacerlo –de hecho, me acomoda– pero no sé por qué el tiempo es un factor clave en esa decisión.

Con mi pololo, con quien ya llevo tres años, hemos tratado de funcionar así; aunque por la diferencia de nuestros sueldos él suele invitarme mucho más. Sin embargo, este año renunció a su trabajo para irse a estudiar fuera de Chile y acordamos que a la vuelta, si queríamos mantener nuestro estilo de vida, me tocaba a mí auspiciar los panoramas, mientras él buscaba trabajo. Si me pareció totalmente lógico, me di cuenta de que no era tan fácil ponerlo en práctica como pensábamos.

Él, aunque yo tratase de hacerlo sentir lo más cómodo posible, se ponía nervioso cuando era el momento de pagar. De cierta manera sentía que era algo que le correspondía, y creo que eso le generaba culpa. No me decía nada, pero cada vez que el garzón se acercaba los dos bromeábamos con que éramos una pareja moderna, excusándonos por lo que estábamos haciendo. Y ellos también se sorprendían. Nunca me pasaron la cuenta a mí, e incluso hubo una vez en la que el garzón bromeó con que no debería hacerlo. Me arrepiento de haber respondido con una sonrisa. Yo creo que fue porque, inconscientemente, a mí también me hacía ruido la situación.

Esto me hizo pensar en el cómo, aunque no haya tenido el ejemplo en mi familia, tengo incrustada en mi mente la idea de que el hombre debe ser el proveedor de una relación. Y me cuestioné qué hubiese pasado si él se hubiese demorado más tiempo en encontrar un trabajo nuevo. Hasta qué punto iba a acomodarme esa situación. Es injusto, lo sé. Pero también lo encontraría si es que fuese al revés. Sin embargo, reconozco que esa sería una incomodidad mucho más llevadera y aceptable para mí.

Hace unos días escuché a una experta en género diciendo que, pese a que una familia se esfuerce por educar a sus hijos sin respetar roles según cada sexo, ese esfuerzo termina siendo en vano, ya que es inevitable que ese niño o niña, al momento de salir de su casa, se enfrente a una sociedad que sigue estas reglas al pie de la letra. Eso me hizo acordarme de mí y el cómo las dinámicas familiares del resto influyeron en mi formación. Acordarme de todas las veces en las que, junto a mis amigas, clasificábamos a los hombres por pasteles cuando sus vidas no se asimilaban a la de una más tradicional. Acordarme de los momentos en los que me burlé de alguien porque su forma de actuar era 'machota' o 'afeminada'. Quizás, en todas esas situaciones, hubo algún niño que escuchó esto por primera vez.

Pienso que es nuestro deber, como seres pensantes que viven en comunidad, el hacer un trabajo por destruir todos los estereotipos que giran en torno al género. Esto solo nos genera daño y nos obliga a actuar de determinada manera, pero no porque queramos, sino porque no conocemos otra forma de hacerlo. Es momento de abrirnos y entender que nuestras opciones son infinitas. Tener un conflicto interno por estar pagando una cuenta no debería ser tema a estas alturas. Ha habido un trabajo enorme por derribar estas reglas y yo no quiero significar un retroceso, como tampoco quiero que otro niño o niña comprenda la vida bajo esta lógica. El mundo es más que eso.

Victoria Misito (27) es periodista.