Soy invisible… Eso me dijo hoy mi hijo de 15 años, autista, o como se llamaba antes. Su diagnóstico es un TEA de alto funcionamiento y altas capacidades: doble excepcionalidad. Nombres complejos para una condición compleja.
Mi hijo es un niño tranquilo. Le gusta mucho estudiar, ama la historia, es una especie de enciclopedia, sabe de todo; a mí me sorprende constantemente. El otro día, por poner un ejemplo, conversamos sobre la idea de legislar sobre la eutanasia y él, de la nada, me habló del concepto de “pendiente resbaladiza”. En eso es distinto a sus pares, sus intereses son otros. En lo musical también: escucha música clásica, no le gusta el reguetón.
“Soy invisible para mis compañeros. Siempre que hay que trabajar en grupo o en parejas, adivina quién es el último al que eligen o el que queda solo”, siguió diciendo.
Ejemplos como ese hay muchos; podría escribir un libro contando este tipo de anécdotas. Y en cada una de ellas, él siente una profunda tristeza.
¿Qué puedo hacer con eso? Lo he llevado a muchos especialistas desde los 2 años de edad, en promedio tres terapias a la semana durante todos estos años: terapia sensorial, ocupacional, psicólogos, psiquiatras, psicopedagogas, taller de habilidades sociales, talleres de esto y de lo otro.
Así y todo, llegamos a una adolescencia con mucha soledad, lo que afecta su autoestima. La soledad también limita las redes que pueda establecer para el futuro. Como familia, hacemos todo lo posible para que no se sienta así; sabe que cuenta con nosotros incondicionalmente.
Y todo esto ocurre en un colegio donde la fraternidad es el lema principal. Pero, en la práctica, suena bien en el letrero de la entrada o como el lema de las campañas, pero no permea a las salas de clases. Y no es culpa de sus pares; finalmente, ellos también son adolescentes con sus propios desafíos y en búsqueda de su propia identidad.
Tampoco es culpa de él. No eligió ser neurodivergente, y es algo que no puede cambiar.
El autismo no es comprendido por la gran mayoría de las personas, incluyendo a los adultos que trabajan en contextos escolares. El autismo es una condición que no se ve; por lo tanto, a la gente le cuesta entender a niños que se salen de la norma, exigiéndoles un comportamiento neurotípico. Se los entrena durante años para pasar desapercibidos socialmente. Las terapias deben cambiar el paradigma. En vez de pasar años tratando de que “parezcan normales”, deberían trabajar en sus potencialidades.
Creo que todo esto, al final, es culpa de una sociedad profundamente egoísta, que mira en menos a quien es distinto, con un falso discurso sobre el valor de la diversidad, pero que en la práctica solo son palabras políticamente correctas y que se quedan en eso.
Soy invisible… Mientras escucho sus palabras, miles de imágenes se golpean en mi cabeza, de todos los momentos difíciles que ha vivido en el colegio durante años. En esos momentos, valido su tristeza, lo escucho y hago mi mayor esfuerzo por mantener la serenidad. A veces también pienso en alguna frase graciosa para salir del paso, retengo las lágrimas y finjo cocinar. Luego, en privado, lloro de impotencia por el mundo en el que le tocó vivir.
Hay una frase que se ha vuelto cliché: “todos somos diferentes”. Me gustaría que la sociedad cambie, para que de verdad todos tengan espacio, en especial los niños y niñas. De verdad, no se imaginan la riqueza que hay dentro de cada uno de ellos. Espero que la sociedad avance, para que todos vean a mi hijo, para que encuentre su lugar y para que su voz sabia y profunda no se quede dentro de esta casa, sino que aporte a la sociedad.
Tenemos que aprender a mirar a las personas desde sus potencialidades y no desde sus faltas. Mi hijo es maravilloso tal cual es. Y no es invisible, yo lo veo.
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* Amparo es lectora de Paula. Si como ella tienes una historia de maternidad que contar, escríbenos a hola@paula.cl