En 2018 Pamela Tapia (25) tuvo a su primer hijo. “Estuve hospitalizada dos semanas por ruptura de membranas y cuando cumplí las 34 semanas de gestación me hicieron una cesárea porque estaba con una preeclampsia leve. Mi hijo nació el 3 de septiembre a las 23:45 y salí del pabellón a la 1:00 de la madrugada del día siguiente. Recuerdo que a las 5:00 a.m. entraron las primeras auxiliares de enfermería (tens) para atenderme. Yo aún sentía el cuerpo muy dormido, era la primera vez que pasaba por algún tipo de operación y lo primero que me pidieron fue que me sentara. Les expliqué que me costaba mucho mover las piernas, pero no me ayudaron, al contrario, me dijeron que era exagerada porque ya habían pasado cinco horas desde la cirugía y, según ellas, a esas alturas ya me tenía que sentir bien. Así que como pude me senté, pero sentí un dolor terrible”, cuenta.
A pesar de que Pamela advirtió del dolor, las tens le insistieron en que se tenía que poner de pie y empezar a caminar. “Y lo hice, pero el sufrimiento fue aún más fuerte, tanto que no pude aguantar las lágrimas. Me dijeron que todas las mujeres pasan por esto y que tenía que ser fuerte”, recuerda. Luego le preguntaron por la faja posparto. Pamela pensó que se la pasarían allá, por eso no la llevó, pero inmediatamente llamó ilusionada a su marido para que le comprara una. Pensó que esa sería la solución a su dolor y que la faja le permitiría caminar e ir a ver a su hijo que estaba en la neo.
Antes de que su marido llegara, le pidieron nuevamente que se parara, pero ella se negó. Sabía que algo no estaba bien, porque veía que las otras mamás de su pieza compartida caminaban sin problema. Sin embargo, aunque la faja llegó, las cosas no cambiaron. “Nunca logré ponerme de pie sin sentir dolor. Pero las tens no lo entendieron. Al rato entró una y me dijo que ella no me iba a hacer aseo acostada, así que tenía que pararme sí o sí. Recuerdo que también me dijo que llevaba un día completo sin bañarme y que ella no atendía a mujeres hediondas”.
Y no solo le dijeron hedionda, también la tildaron de cochina por no “querer” ir a bañarse, pero Pamela seguía sin lograr ponerse de pie. Ahí vino una de las situaciones más violentas que ha vivido. “La tens me obligó a ir a la ducha, me dijo que ella me acompañaría y le pidió a mi marido que saliera. No me atreví a decirle nada a él, pero con la vista le pedí que no se fuera. Apenas entré al baño, la tens se fue y mi esposo llegó. Me saqué la ropa y no alcancé a entrar a la ducha cuando me desmayé del dolor. Menos mal que él estaba ahí, sino me hubiese azotado en el suelo. Mi marido apretó el botón de auxilio, pero como estaba malo, gritó por ayuda. Cuando llegó la tens a él también lo tildaron de exagerado por los gritos. Dejaron una silla de ruedas para que me sacaran y se fueron sin prestar más ayuda que eso. Otra mamá que estaba ahí me cubrió con una manta, porque estaba desnuda”, cuenta.
En esa ocasión fue su esposo el que la acostó en la camilla porque, según narra, nadie vino a ayudarlos. Solo después de mucho rato una doctora entró, le sacaron sangre, pero sin darle ninguna explicación. A pesar de todo esto, reconoce que el momento en que sintió más pena fue cuando escuchó que alguien decía que ella no hacía ningún esfuerzo por ver a su hijo. “Una enfermera iba saliendo de la pieza y se encontró con una matrona que venía a preguntar por mí, por la mamá de Benjamín. La tens le respondió textual: ‘esa mamá es tan floja que no se quiere parar y no quiere ir a ver a su guagua”. Fue terrible escuchar eso, porque yo solo quería ir a ver a mi hijo, pero el dolor no me lo permitía. Fue tanto lo que me afectó que, como pude, llorando y caminando lento, llegué a la neo”.
Pamela dice que situaciones como esa vivió varias. “Después en el puerperio seguí con dolor y sangrado y en controles vieron que me habían dejado un pedazo de placenta después de la cesárea. Llegué de urgencia dos veces y estuve un largo periodo hospitalizada sin poder ver a mi guagua, lo que me hizo perder la lactancia. Además quedé con un trastorno de estrés pos traumático que me persiguió por un año, porque no supieron detectarlo bien y creyeron que tenía depresión post parto”.
Como Pamela son muchas las mujeres que viven violencia obstétrica y que, a raíz de eso, ven afectada su salud mental. Según un estudio del Observatorio de Violencia Obstétrica (OVO Chile), el 54,6% de las mujeres encuestadas aseguró haber sido criticada o reprimida a la hora de manifestar sus emociones en el parto en recintos públicos, mientras que un 24,1% reportó abuso físico; por otro lado, el 6,8% de las mujeres atendidas en clínicas privadas reconoció haber vivido abuso físico. En este contexto se armó el colectivo Parir la voz, una red conformada por 13 psicólogas orientada a visibilizar los aspectos psicológicos que se dañan cuando se vulneran los derechos sexuales y reproductivos. “Se ha puesto atención a las consecuencias físicas y biológicas que genera este tipo de violencia y también desde el gobierno se atienden otros tipos de violencias, pero no hay un accionar específico respecto de la salud mental de las mujeres que sufren violencia obstétrica”, explica Paulina Sánchez, psicóloga perinatal, parte de OVO Chile y del colectivo.
“Nuestro objetivo es visibilizar el trauma perinatal, la violencia que ocurre en la gestación y parto y también en puerperio. Hay tanto desconocimiento que muchas veces las propias mujeres no comprenden lo que les pasa o las familias no reconocen los síntomas y efectos que genera en su salud mental el haber vivido violencia obstétrica; no saben cómo acompañar a las mujeres o que existen psicólogas especialistas en esto”, cuenta, al mismo tiempo que revela que en el trabajo clínico de escucha que hace el colectivo han escuchado frases como: “Tenía miedo de volver a los controles a la clínica donde tuve a mi hijo y no sabía por qué”, “no podía dejar de pensar en el parto y en la sensación de sentirme usada” o “nunca me escucharon, sentí que no podía parir y después que no podía ser madre”.
Existe el concepto de trauma perinatal. Paulina aclara que a veces desde el diagnóstico psiquiátrico se habla de estrés post traumático, pero que según los manuales esto incluye hasta seis meses después de ocurrido el evento. “La mujer después del parto ya no está sometida al estímulo estresor, por ende, debería disminuir los síntomas, sin embargo, como es algo que altera el inicio de la maternidad, lo que altera son justamente los sentimientos de eficacia en el constituirse en madre, entonces se intensifica la ansiedad y los sentimientos de culpa; aparecen sentimientos intrusivos, repetitivos. Se trata de una configuración que es distinta y que por ende requiere una atención y tiempos distintos en términos terapéuticos y psicológicos”.
El estrés postraumático en el parto tiene características particulares porque se trata de una mujer que en términos psicológicos está viviendo una situación particular que es haber parido, lo que influye desde las neurohormonas hasta lo que implica psíquicamente el estar transformándose en madre, cuidar y vincularse con otro. Por tanto, vivir este tipo de violencia y no tratarla puede afectar el vínculo con el recién nacido.
El trauma perinatal no es depresión post parto
La violencia obstétrica y sus formas de manifestación van en dos líneas. Una tiene que ver con la excesiva medicalización de la atención fisiológica del parto y por ende las intervenciones innecesarias o no aconsejadas según la evidencia científica, y en eso cabe la realización de maniobras como la de Kristeller (empujar con los puños o el antebrazo la parte superior del útero coincidiendo con la contracción y el empuje de la madre) o maniobras que son aconsejadas en casos excepcionales, pero que se hacen de manera rutinaria como la episiotomía y la cesárea innecesaria. Y la otra línea tiene que ver con los malos tratos en la atención al parto y ahí entra desde el abuso físico, al maltrato verbal y psicológico. Dentro de eso en diversas investigaciones se han recogido comentarios que apuntan a la infantilización, a la culpa, al acallamiento de sentimientos de dolor y manifestaciones emocionales. Esto último es lo que está más invisibilizado, porque a diferencia de los procedimientos, no quedan registrados en una ficha clínica.
“Vemos casos de abandono, omisión o silencio. Tiene que ver con no estar o no escuchar lo que las mujeres necesitan; dejar a las madres solas en su trabajo de parto. Y ese abandono intensifica el trauma que puede estar asociado a una intervención innecesaria”, explica Paulina Sánchez y agrega que la violencia obstétrica es entonces un entramado entre violencia de género –cómo comprendemos a la mujer, su cuerpo y su psiquis– con una violencia institucional que pone a la medicina en un lugar de poder versus las mujeres y sus familias.
La antropóloga y activista británica del parto natural Sheila Kitzinger, hablaba del concepto de violación en el parto. “Lo que ocurre es que el trauma de la violencia en el parto se presenta de manera similar a la violencia sexual, porque está en las mujeres la sensación de que su cuerpo fue usado. Y entonces se convierten en madres, están bien, ellas y sus hijos están vivos, pero tienen la sensación de que su cuerpo fue transgredido. Incluso en la investigación se repite mucho que las mujeres refieren haberse sentido como un pedazo de carne. Y el parto, que es entendido como un acto sexual porque están las mismas hormonas y el cuerpo sexual de la mujer es el que está pariendo, entonces se transgrede también del proceso sexual y reproductivo, no pueden disociarse”, agrega Paulina.
Y es muy distinto a la depresión pos parto, que es lo que le hicieron creer a Pamela. “La violencia obstétrica se manifiesta en el área afectiva, relacional y psicosocial a mediano y largo plazo. Y se diferencia de la depresión posparto porque en ella aparece la sensación de pérdida y melancolía, como que algo se perdió; la identidad de mujer previa a ser madres, la idea del bebé imaginado versus el real, entre otras cosas. En cambio, con la violencia lo que aparece es la sensación de abuso, que como otras violencias, vivimos únicamente las mujeres”, concluye Sánchez.