“Hace exactamente un año desperté de un coma inducido en un hospital, en otra región, sola. Lo último que recordaba era que cuando me dormí seguía embarazada, también que antes de que llegara la ambulancia, había dejado a mi hijo mayor de dos años en manos de mi mamá y mi hermana en nuestra casa en Quilicura, y por último, que cuando salí de ahí, le había dicho a él que no se preocupara, que su mamá regresaría en un rato. Pero volví un mes después.
Cuando me contagié tenía 24 años, y 25 semanas de embarazo. Ese día fui a hacerme una ecografía. Mi hija se veía sana, el doctor daba un buen pronóstico. Vimos el contorno redondeado de su carita, y me aseguraron que no había ningún inconveniente ni enfermedad por la que debiese preocuparme. Volví a mi casa tranquila, a esperar a mi pareja que volvía ese día del norte. Él, que era trabajador esencial en una empresa de minería en el norte, tomaba todas las precauciones antes de entrar. Tal como lo recomendaban en la televisión, se sacaba toda la ropa y se duchaba antes de vernos. Yo por mi parte, no salía a ninguna parte que no fueran los controles o a comprar pañales, y mi familia cercana tampoco.
Esa noche comimos juntos y todo fue normal, hasta que él se fue a recostar un rato porque se sentía cansado. Eso lo asustó; los tiempos eran delicados y aunque no habían señales claras, decidió ir al consultorio para hacerse un PCR preventivo. Pero cuando llegó, lo mandaron de vuelta a la casa, diciéndole que si no tenía síntomas, que no se preocupara. Y así lo hizo.
A los tres días, empecé a sentirme congestionada y con dolor de garganta. No me lo cuestioné ni un segundo y fui inmediatamente al consultorio a decir que estaba embarazada y con síntomas. Me pasaron a una sala aislada y recibí la misma respuesta que le habían dado a mi pareja días atrás: que me fuera para mi casa, y que si tenía algo no era más que un resfriado común. Volví, pero a aislarme. Mi hijo se quedó a cargo de mi madre y mi hermana, lo que hizo que me perdiera sus primeros pasos, pero tuve que resistir, tenía que ser responsable.
Al cuarto día me levanté para darme una ducha y cuando salí, incluso después de secarme, seguía sintiendo un frío terrible. Aún no tenía un diagnóstico claro, mi estado seguía siendo “de resfrío” según los especialistas. En la tarde empecé con la tos. Fue subiendo de intensidad a medida que pasaban las horas, y en la noche, tocía como si hubiese tenido asma toda mi vida. Lo hacía con un esfuerzo que no podía controlar, porque el cuerpo solo necesitaba sacar para afuera ese aire. Y de repente, sin poder detener esos espasmos dolorosos que te hinchan, todo mi interior acumuló una fuerza increíble para toser, tanta que al soltar, mi membrana se rompió.
Me llevaron de inmediato al consultorio, pero esperé toda la noche sentada en una camilla de transición muy dura porque no habían camas, hasta que los doctores decidieron trasladarme a un hospital en otra región. Subí a la ambulancia y no hubo tiempo de que nadie me llevaran un bolso o me acompañara en el viaje, así que el paramédico que iba a mi lado me pasó mi celular para hacer una última llamada. Llamé a mi pareja para darle ánimo y tranquilizarlo, mientras por dentro pensaba que quizás no volvería más. Cuando llegamos, quedé completamente desconectada de cualquier persona que conociera en este mundo y me tuve que entregar a los doctores. Lo último que escuché, fue que iban a tener que sacar a mi hija de urgencia, porque ambas corríamos riesgo de morir. Me pusieron oxígeno, me durmieron, y desperté una semana después.
No sabía dónde estaba ni qué había pasado. Cuando comencé a recuperar la conciencia, lo primero que recordé era que yo iba a ser mamá. Alguien llegó rápidamente a atenderme, y me dijeron que Maite, mi hija, estaba bien, estaba viva, pero que iba a tener que estar en incubadora durante un mes. A los pocos días salí caminando de ese hospital sin poder verla ni tomarla. Me angustiaba pensar en todo lo que estaría pasando sola, pronto la iban a tener que operar de una colostomía y no tendría la voz de sus padres a su lado para tranquilizarla. A veces me preguntaba como ella podía tener tanta fuerza en medio de todo esto.
Al mes, pudimos trasladarla a un hospital en Santiago. La podía ir a ver cada 15 días, solo por cinco minutos, y los miércoles podía mandarle audios por Whatsapp a la enfermera para que se los pusiera cerca de la niña y escuchara mi voz. En las grabaciones le decía que no se rindiera, que ella era fuerte y que yo siempre iba a confiar en todas sus capacidades. Estuvo seis meses hospitalizada, y el 23 de noviembre llegó a su casa por primera vez. Las condiciones no se dieron en el mejor escenario: hicieron una junta médica y concluyeron que ella no iba a vivir, y que había que mandarla a la casa para que estuviera cómoda y sostenida por su familia mientras durara.
Maite perdió su ojo izquierdo y con el derecho ve muy poco. Tiene parálisis cerebral, trastorno de deglución severo y se alimenta solo con sonda gástrica. Pero aún cuando los doctores me dieron un diagnóstico fatal, yo les dije que haría todo lo que estuviese a mi alcance, porque mi hija no se podía morir, porque yo ya había visto como había llegado hasta este punto por ella misma, y ahora, yo podría tomar las riendas de su cuidado.
Yo se que me veo fuerte y optimista, pero no siempre fui así. He tenido que pasar por terapia para superar el golpe que me tocó y para canalizar el hecho de que no he tenido un momento para resquebrajarme desde el día que nació. Ahí, he podido pensar en cómo entender todo esto. En el fondo, sé que si los criterios para diagnosticar Covid-19 en el 2020 hubiesen sido como son hoy día, posiblemente me hubiesen podido ayudar antes, y mi hija tendría una vida normal. Una como mamá siempre sueña con como van a ser los momentos con sus hijos en el futuro, y que de un día para otro alguien te diga que eso va a estar teñido con las secuelas terribles que le tocaron a Maite, es duro.
Pero ya pasé por la etapa de cuestionarme por qué nos pasó esto a nosotras. Si bien nunca pensé que así sería, me ha mostrado una parte de mi que me enorgullece. Aprendí a ser su enfermera, a conocer todas sus señales, saber lo que ella siente y cuándo lo siente. Encontré una vocación de cuidado, sobre todo con los niños prematuros, porque yo se que si una está presente y alentándolos, diciéndoles que ellos pueden, que son guerreros, hay muchas posibilidades de que estén mejor y salgan adelante.
He aprendido tanto sobre terapias y tratamientos, e insistido tanto en que me den información para saber cómo avanzar, que creo que transformar el cuidado en mi próximo sueño vale la pena, por eso me gustaría estudiar enfermería cuando todo se estabilice. Ahora, solo espero que aumente la conciencia de cómo el Covid-19 afecta a las mujeres jóvenes y embarazadas, porque nosotras no tuvimos un final normal de un resfrío que llegó y se pasó, tuvimos que sobrevivir. Si hoy cada risa, movimiento o balbuceo que hace mi hija es una esperanza, es porque ninguna se rindió”.
Nelly Jorquera (25), es madre de dos hijos, fue clasificadora de cargas en una empresa y hoy espera para comenzar sus estudios universitarios.