Me acuerdo claramente de la Navidad que me tocó pasar con mis papás —que se habían separado hace años— en medio de la nada. Cuando recién había salido de cuarto medio, casi como en un guión de comedia, todo lo que pudo salir mal, salió mal. Parecía como si una nube negra de mala suerte nos acompañara en el camino desde Iquique a Santiago. Comenzamos el viaje varios días antes del 24 de diciembre, pero desde el comienzo la cosa se complicó.
Mi mamá y yo nos trasladábamos ese año a Santiago para vivir junto con mi hermano que recién volvía de sus estudios en el extranjero. Para ese entonces mis papás ya llevaban muchos años separados y cada uno había rearmado sus vidas personales. Mi papá había tenido ya varias parejas e incluso tuvo otro hijo, mi hermano menor. Mi mamá también había tenido otras relaciones importantes pero no se había vuelto a casar.
La idea del viaje los tres juntos por carretera surgió un mes antes cuando nos enteramos de que no podíamos volar con nuestra mascota porque era demasiado grande y no era posible acomodarla con nosotras en la cabina. Así que, abandonando la opción de avión, exploramos rápidamente alternativas porque sabíamos que la Navidad es una fecha en la que mucha gente viaja y todo es más ajetreado.
El plan original era que mi papá manejara todo el camino, asegurándose de que llegáramos dos días antes de Navidad, con tiempo suficiente para juntarnos con mi hermano, desempacar lo necesario y celebrar las fiestas de fin de año. Sin embargo, varios problemas inesperados con la camioneta comenzaron a retrasar los planes.
Lo primero fue un pinchazo en un neumático que nos dejó varados durante horas en medio de la carretera, esperando a que alguien nos ayudara. La tensión en ese punto ya era palpable en el ambiente y, el calor del verano en la mitad del desierto, sólo empeoraba el ánimo de todos. Creo que ya en ese punto mi mamá se había arrepentido –en secreto– de haber aceptado la oferta de mi papá de traernos en auto.
La emoción inicial del viaje, con mi perra experimentando una nueva aventura y mis papás separados viajando juntos por primera vez, fue rápidamente dando paso al nerviosismo y estrés. Como en cualquier viaje, esperábamos retrasos menores, pero jamás pensamos que tendríamos tantos problemas con un auto que mi papá recién había comprado hace algunas semanas.
Después de solucionar el problema del neumático y de varias horas de viaje, otra de las ruedas del auto se volvió a pinchar. Pasamos mucho tiempo de espera sin poder resolverlo, porque no teníamos cómo reparar o reemplazar el neumático dañado. Finalmente, logramos que otro conductor nos vendiera su neumático de repuesto y así, después de dos ruedas pinchadas, estábamos de vuelta en la carretera.
Sin embargo, el intenso calor seguiría siendo un problema durante el viaje porque la camioneta tuvo otras fallas producto de la temperatura: hubo sobre calentamientos del motor que nos obligaron a detenernos muchas veces y, así, las horas se fueron sumando.
A medida que aumentaba el retraso, el estrés también. Mirando hacia atrás, ahora me parece casi divertido pensar en los niveles de enojo y frustración que tuvimos en ese momento, no solo de mis papás sino también el mío o incluso, de mi perro. El viaje, que se suponía iba a ser agradable, se convirtió en una situación difícil con neumáticos pinchados, un auto sobrecalentado, un perro de raza grande inquieto por todas las horas que llevaba con nosotros en el auto, y varios otros contratiempos.
Cuando nos dimos cuenta que se nos acercaba la media noche del día de Navidad, nos encontramos atrapados en la carretera en medio de la nada. La verdad es que no nos quedaban tantos kilómetros para llegar a Santiago pero, a esas alturas, cada minuto se hacía eterno y sabíamos que no llegaríamos a tiempo para celebrar como habíamos pensado. Continuar nuestro viaje durante las festividades parecía imposible porque simplemente no quedaban ánimos de seguir frente a todas esas adversidades que, en esas circunstancias, se percibían como una racha de mala suerte.
En ese momento, la desesperación se apoderó de todos y mi único deseo navideño era una cama. Agotados, optamos por parar en una tienda a la orilla del camino que casi por milagro estaba abierta ese día y a esas horas de la noche. Compramos unos sándwiches —muy decepcionantes también— y optamos por quedarnos ahí, a un costado de la carretera y descansar un poco en un tramo del camino. Estábamos en eso cuando unos fuegos artificiales distantes comenzaron a iluminar el cielo justo cuando dieron las 12. Con una bebida en botella, hicimos el ‘salud’ de “Feliz Navidad”.
El plan era pasar esa noche cenando con mi hermano, que esperaba nuestra llegada. Sin embargo, los retrasos se acumularon y terminamos llegando a nuestro destino con más de 24 horas de retraso y con un espíritu ciertamente poco navideño. Ahora puedo mirar hacia atrás ese episodio y tomarlo con humor, como una experiencia única. Porque desde entonces, siempre hemos celebrado la Navidad juntos con mi mamá y mi hermano. Eso sí, en la casa tranquilos. Ya no volvimos a improvisar, porque sabemos qué puede pasar cuando dejamos los planes en manos del destino.