“Mi puta vida. No puedo creer que se subió.

Sin censura, sin escrúpulos. Eso fue lo que balbuceé –por suerte me contuve y no lo grité– cuando vi a mi ex sentado de lo más cómodo en su asiento del avión camino a Milán, un viaje que habíamos planificado juntos, unos cinco meses atrás, cuando aun seguíamos emparejados. Estoy casi segura que una azafata me escuchó y se rió.

Mi asiento, por suerte, estaba unas filas antes. Eso me daba unos minutos para descifrar de qué manera íbamos a abordar esta incómoda situación.

Dos meses antes de subirnos a ese avión, terminamos nuestra relación con broncas, griterío y hasta alguna que otra tirada de ropa por la ventana. No estoy orgullosa de eso, sin duda un momento bajo para los dos.

En ese entonces vivíamos juntos hace ya un tiempo en Berlín y lo invité a pasar la Navidad y año nuevo a la casa de unos familiares lejanos que vivían en Milán. Se habían enterado que estábamos en un país vecino y quisieron jugar a la familia feliz y al espíritu festivo. Yo lo vi como una oportunidad para conocer esa ciudad, además teníamos buenos amigos allá que seguramente harían fiestón para fin de año. Todo parecía calzar armónicamente.

Por lo demás, hacía tiempo que no viajábamos juntos. Nuestra vida en Berlín se había reducido a trabajar en la semana y ojalá salir a una fiesta el fin de semana para evadir la tortuosa realidad invernal.

Le dije a mi ex ­–que no vamos a nombrar acá– que yo lo invitaba. Tenía millas acumuladas y con un par de meses de anticipación, no había problema. Qué sueño pasear, comer, caminar y descansar juntos, pensé.

No había más vueltas que darle. Pasajes comprados. Cuenta regresiva. Y cual película tragicómica, el principio del fin.

Desde ese día en adelante que decidimos irnos de viaje –el primero que hacíamos juntos en mucho tiempo­–, todo se fue cuesta abajo. Me río, y cada tanto lloro, al pensar en lo evidente que fue esa espiral que rápidamente se transformó en un ‘no hay vuelta atrás’.

Como si haber hecho click en la opción de ‘comprar pasajes’ había activado un hechizo.

Y a los tres meses, ya no nos aguantábamos más. Faltaban dos para el viaje. Pero ni hablar de eso.

Después de muchas vueltas, mucha terapia y conversaciones largas con amigos (audios eternos, juntas rápidas por un café, tragos de noche y comentarios al pasar entre medio de clases de expresión corporal), finalmente tomamos la decisión de terminar. Nos abrazamos, lloramos y nos reímos de nervios. Pero en el fondo prevalecía la rabia y la frustración de no haber podido ceder. Ni él, ni yo.

A su vez, ninguno de los dos quiso hacer mención al viaje. Sabíamos que estaba a la vuelta de la esquina, pero parecía lo menos relevante dentro de todo el torbellino de emociones. Ahora pienso que quizás no lo mencionamos porque así cómo no estuvimos dispuestos a ceder en muchas cosas, ahí tampoco queríamos llegar a un acuerdo.

El acuerdo. Ahí estaba nuestra mayor debilidad. Quizás un individualismo puro y duro que no nos permitía soltar, aceptar, empatizar con el otro. Y el hecho que los dos, en su debido momento, nos subimos a ese avión, es muy representativo de eso.

Sigo con el relato. A esas alturas, toda ilusión que nos había generado ese maldito viaje se había esfumado en el aire. Estoy segura que hasta lo odiamos en secreto. El solo hecho de pensar que en dos meses ocurriría este gran acontecimiento que fue pactado en otro momento de nuestras vidas, me generaba un sabor amargo.

Mi fórmula fue simple. Quizás poco madura ni tampoco la más sana, pero simple; desistí de cualquier tipo de ajetreo mental y esperé a que él no se fuera a aparecer. Me dije a mí misma que yo lo había invitado, que ya habíamos terminado y que en algún minuto nos escribiríamos para ver qué hacer con el pasaje, aunque no hubiera opción de devolución.

Dos meses después, ahí estábamos los dos arriba del avión. Con cara de huevo frito. Incrédulos. Sin saber qué decir. Yo internamente odiándolo, odiando su gesto. Él, levantando la mirada para cruzarla con la mía.

En una ida al baño finalmente me interceptó y me dijo; ‘Hola, qué casualidad verte acá’, con tono de broma. Confieso que no pude contener la risa. Estaba nerviosa pero también genuinamente lo encontré divertido. Esa risa fácil nos caracterizaba. Y a veces, como esa, no queda más que reírse de la propia desgracia.

Le respondí; ‘Sí, qué raro. No me digas que nos vamos a topar todos los días en este viaje. Dime que por lo menos te armaste tu propio itinerario’.

Esos días, que igual ahora recuerdo con cariño, fueron rarísimos. No hablamos más, no nos encontramos y yo hacía mis actividades, con intenciones de despejar mi mente, pero a su vez no paraba de pensar en qué estaría haciendo él. ¿Me lo encontraría? ¿Qué habría hecho para Navidad? ¿Dónde la pasó? ¿Y la fiesta de nuestros amigos? Yo había pasado Navidad con mis familiares, quienes no dudaron en preguntarme por qué no había llegado con mi pareja que tanto querían conocer.

Finalmente, al día 5, mientras comía un pan dulce en el café de la esquina, me llega un mensaje. ‘Hola, ¿qué hacemos con la fiesta? ¿Cómo te sientes si voy? Si prefieres que no vaya, no me aparezco. No quiero incomodar y sé que ya crucé ciertos límites’. Lo odié. ¿Por qué me hacía a mí responsable de sus decisiones? ¿Por qué tenía que decirle qué hacer? Pero después le di una vuelta y lo entendí. Pude empatizar con su duda, con su confusión, que por cierto yo también sentía. Le dije que fuera, que estaba todo bien, que me haría bien ver una cara conocida. Creo que le respondí honestamente.

Llegó ese día. La fiesta empezaba temprano y como se trataba de unos muy amigos que no veía hace tiempo –también eran muy amigos de él–, quise llegar antes. Aparte ya estaba queriendo que ocurriera lo que tenía que ocurrir. Si ya estábamos en esa, mejor hacerlo rápido. Él llegó mucho más tarde.

No quise acercarme de una. De hecho, estuve con amigos, conversé, bailé y tomé más de la cuenta. Pero en una, cuando ya era inevitable, nos encontramos en el único sillón que habían dejado en el departamento, para que los borrachos tuvieran una esquina donde caer y dormir. Nos apretujamos en una esquina y nos sonreímos. Pude observar todo desde afuera, como si se tratara de una escena de película. Me dijo; ‘Perdón por todo esto, no supe muy bien cómo enfrentar nuestra ruptura y todo lo que vino después. En el fondo, vine porque te quería ver. No para nada en específico, sino que para tener un momento contigo. Vernos, abrazarnos, escucharte’.

Él me pidió perdón también. Me dijo que nunca había aprendido tanto, que nunca se había sentido con tantas ganas de ser mejor persona.

No sé si fue la efervescencia de la fiesta o ese espíritu propio de las fechas (no me la creo ni yo), pero algo en mi interior hizo que pudiera genuinamente entender desde dónde me lo decía. Todo eso mezclado con algo de resentimiento y rabia. Sin duda. Pero también una calma que a la larga supo predominar. Le dije que habláramos. Que quizás ese sería el mejor momento que tendríamos para hablar; un poco curados, un poco indiferentes, un poco motivados por el high de las fiestas, y sabiendo que ya no había posibilidad de volver. Le dije que había sido torpe y poco delicado. Que no sabía cómo me sentía con el hecho de que hubiera viajado igual. Que ese era nuestro viaje. Que yo lo había invitado.

Después le pedí perdón. Yo había sido dura en muchos momentos de la relación. Me había encapsulado. Me había regido por expectativas que cuando no vi cumplidas, solo me generaron frustración. Él me pidió perdón también. Me dijo que nunca había aprendido tanto, que nunca se había sentido con tantas ganas de ser mejor persona. Que yo había gatillado eso en él. Que tenía mucho aun por desarrollar, revisar y evolucionar, pero que conmigo había querido hacerlo. Lo miré al fin con dulzura, una sensación que no sentía hace tiempo. Y decidí quedarme con eso.

En esa conversación a oscuras, con amigos que tambaleaban a nuestro alrededor y con un soundtrack de sonidos techno, duro y consistente, pudimos tramitar la rabia para dar paso a ese cariño y respeto que nos tuvimos y nos seguíamos teniendo. A las 8 de la mañana lo abracé. Con ese abrazo di por terminada la frustración, la pena y la ansiedad de esos días. Así también nuestra relación. Sin decírmelo, sé que él también.

Volvimos cada uno por nuestra cuenta a Berlín. Cerramos con delicadeza los temas que teníamos pendientes y, por último, el departamento que compartíamos. Ahora nos vemos cada tanto y nos saludamos con cariño a lo lejos en algún parque”.