En octubre me llegó un mensaje de mi amiga Flavia contándome que su hijo, Pedro, de seis años, está con síntomas raros: parálisis en el lado izquierdo y le cuesta hablar y caminar bien. En cualquier otro niño esto no pasa de un par de exámenes con un neurólogo, pero en el caso de Pedro, con los antecedentes que él tiene, temí lo peor. Pedro nació con una extraña condición de cavernomas cerebrovasculares. En la práctica, tumores benignos de sangre que se forman en el cerebro y en la médula. Sí, en esos dos lugares tan complicados del cuerpo humano. Pedro creció con dos tumores de 5 y 9 centímetros de diámetro, en otras palabras: una mandarina y un tomate en el cerebro que, al crecer con él, aparentemente, le permitieron llevar una vida normal. Mi amiga Flavia no solo lleva a su hijo a todos los exámenes, rehabilitaciones y terapias alternativas que existen en el rubro, sino que también es la ardua investigadora de esta condición, sus secuelas y algunos de los medicamentos con los que se puede tratar. Fue ella quien, hace algunos años —y cuando los doctores chilenos no sabían qué hacer con Pedro— descubrió que en Grecia había un doctor que había escrito un paper que ella tradujo, en el cual se explica un tratamiento con una droga súper conocida, que es raro que se use en estos casos, algo novedoso para Chile. Los doctores acá no confiaron. Tampoco quisieron buscar otras alternativas a la extraña condición de Pedro ni estudiar en profundidad el caso. Y Flavia decidió intentarlo con la terapia del doctor griego con quien mantuvo contacto en varias ocasiones. Y los tumores se redujeron en un 30% después de seis meses.

Y todo bien hasta ahí. Los cavernomas dejaron de crecer. Los cavernomas parecían retroceder, Pedro era un niño feliz, bueno para los dulces y tremendo lector. Hasta que ese día de octubre me llegó un mensaje que dice: Pedro está mal, le crecieron los tumores, al parecer tuvo un derrame y lo vamos a operar. Y empezó el calvario, porque los exámenes no arrojaban más información. A simple vista nada había cambiado en el cerebro de Pedro, sin embargo cada día caminaba peor, le costaba modular y tenía movimientos involuntarios en el brazo. De nuevo, ningún doctor se quiso arriesgar. Es una operación de alto riesgo, sí, lo sabemos, pero hay que hacer algo, les contesta Flavia a los doctores, mientras me cuenta esto por teléfono.

Y llego a verlos con regalos y sonrisas; la liviandad del que viene de afuera y que no se imagina por lo que ha tenido que pasar esta familia. Nos encerramos en la cocina a tomar un té y mi amiga me cuenta que todos estos días ella ha sentido que los diagnósticos no están bien; es que siento como una intuición, ningún doctor lo va a entender, los exámenes no arrojan nada concluyente, pero yo sé que algo anda mal y que tenemos que operar. Y me cuenta su plan. Ya lo averiguó. Va a viajar a Boston donde está el mejor especialista en cavernomas. Ya se contactó con él. A través de un grupo de Facebook llegó a varios de los pacientes de este doctor, ató cabos, pidió números de teléfono y llamó. Asumieron con su marido el significativo costo de lo que significaba viajar con Pedro a Estados Unidos. No importa, se dijeron, cualquier cosa por la salud de este niño.

Mientras la escucho hablar me siento pequeña. Minúscula. No hay nada en mi vida como lo que le está pasando a mi amiga Flavia. Solo atino a sonreír y decirle: tranquila, todo va a salir bien. Y de pronto ella cambia de tema y me ruega que le hable del último libro que estoy escribiendo, que le recomiende una serie en Netflix y que le cuente los últimos chismes del grupito. No quiere seguir hablando de Pedro. Quiere que la saque aunque sea por quince minutos de esa casa. Y eso hago.

Hace una semanas Flavia me escribe desde Boston. Operaron a Pedro y está mejor de lo que nadie pensó que podía resultar, de hecho, en un par de días lo dan de alta. Y aunque esto parece un capítulo de Grace Anatomy pienso que la enfermedad tiene algo que nos saca de lo cómodo; un punto de quiebre en el que se deja de apreciar la vida tal como la conocemos y cualquier mejora, incluso mínima, es un mundo. Y aunque la enfermedad sea ajena, lo enfermo y tratar de sanar, creo, es algo tan primitivo que hace que cualquier otro tema parezca irrelevante. Hace un par de meses que lo que le pasa a Flavia y a Pedro es una cachetada de realidad para mí y para los que los rodeamos. Estar pendientes, llamar, ofrecer ayuda que ni es ayuda, pero ofrecer algo, adquiere sentido cuando se trata de ellos. Todavía siguen probando tratamientos. Al parecer no basta con una sola operación sino que falta más. Y lo toman de buen ánimo, por lo que decido dejar un registro de lo que han vivido. Que se vean como yo los veo. Gente común bajo circunstancias extraordinarias que a cualquier otro superarían, mientras que ellos siguen peleándola.