Cuando Matilda se estrenó, en 1996, yo tenía la misma edad que su protagonista: 4 años. No creo que haya visto la película para su estreno, porque tengo los recuerdos muy frescos, pero de todas formas había un acercamiento generacional que me hacía sentir bastante identificada.
Su historia, basada en la novela de Roald Dahl –autor de otros éxitos como Charlie y la fábrica de chocolate y James y el melocotón gigante– era tan desgarradora como divertida e insólita. Pero para mí era la trama con más sentido del mundo. Porque todos nos sentimos incomprendidos en algún momento de nuestras vidas y fuimos víctimas de alguna profesora perversa. Y, sobre todo, deseamos tener poderes psíquicos para controlar varias situaciones.
Por supuesto que cuando chica estaba convencida de que los tenía. Me acuerdo que me quedaba durante un largo rato –que probablemente pueden haber sido horas– mirando diferentes objetos esperando que se movieran, al igual que como lo hacía Matilda. Sobre todo en el colegio, cuando sentía que quien estaba dictando la clase era igual de tiránica que Tronchatoro, la directora de la escuela primaria Crunchem Hall. Ahora entiendo por qué me diagnosticaron con déficit atencional.
También trataba de usar mis supuestos poderes cuando peleaba con mi hermana. Una vez me tiró una Barbie desde lejos y en esos pocos segundos mientras volaba por el aire, en vez de cubrirme, me quedé mirándola fijo para que se diera la vuelta y le pegara a ella. Evidentemente no lo logré y terminó chocando contra mi frente. Pero eso no fue razón suficiente para pensar que no podía, simplemente lo entendí como una señal de que debía esforzarme más.
Hay varias escenas de esta película que hasta ahora me siguen haciendo algún guiño. Por ejemplo, cuando estoy repleta de comida, me acuerdo de aquel compañero de Matilda que tuvo que devorarse una torta gigante de chocolate, obligado por Tronchatoro. Quizás me dio tanto asco verla por primera vez, que mi inconsciente asimila esa sensación a esta escena. También recuerdo mucho los bombones que se encontraban en la casa donde Miss Honey pasó toda su infancia y que pertenecían a su difunto padre. En un momento de la película ella y Matilda logran recuperarlos y se los comen con tanta pasión que cada vez que tengo algunas de esas cajas, evoco ese momento. Aunque ahora que lo pienso, cómo es posible que hayan estado buenos después de tantos años. Al parecer, en el mundo de Matilda la comida no se vencía.
Creo que la película tiene un sinfín de mensajes ocultos que obviamente de chica no logré descifrar. Se habla mucho de una niñita apasionada por aprender, pero que es constantemente humillada por sus padres. De una niñita que se siente diferente al resto. Pero para mí lo que más me marcó fue su capacidad para conectar con cosas que se escapan de lo racional. Y es que siempre me he sentido un poco así. Sé que suena aún más delirante que la misma película, pero tengo un don –o quizás una maldición– de adelantarme a ciertos hechos. Nunca he querido averiguar porque me da miedo, pero me ha pasado que he soñado varias veces con cosas que realmente pasan. Sobre todo con muertes.
Mi familia y amigos han sido testigos de todas las veces que me ha pasado. De hecho, la primera vez que les conté a mis amigas estábamos en el colegio y para molestarlas, bromeé con que presentía que iba a haber una emergencia. Literalmente a los diez minutos hubo una fuga de gas y tuvimos que evacuar. Situación que obviamente pensé que se trataba de una cámara indiscreta, pero era real. La última vez que me pasó algo así fue el 2019. Soñé que mi mejor amiga llegaba de Australia y cuando le escribí para contarle, estaba en el aeropuerto tomando su vuelo. Era una sorpresa.
La verdad es que no sé si la aparición de Matilda sirvió más para sentirme comprendida o fue lo que gatilló esto en mí. Sin embargo, es todavía un personaje importante en mi vida. Y perdón Blockbuster por no devolvértela nunca.