“Lo estaba buscando, pero cuando el test marcó positivo, junto con la alegría y la emoción de haber concebido un hijo, se coló también por mis entrañas un miedo brutal: ¿Qué pasaría conmigo ahora?
Soy una persona que no se queda quieta. Me gusta encontrar hobbies, actividades o trabajos que me permitan crecer, aprender y seguir descubriéndome. Es parte de mi personalidad y algo que me da satisfacción y felicidad, pero mi embarazo llegó en un momento complicado. Estaba inestable emocionalmente y no supe hasta el quinto mes que lo que me ocurría no eran mis hormonas disparadas, si no una depresión que venía germinando desde el inicio de las cuarentenas. Esto hizo que postergara un montón de proyectos personales y laborales porque realmente no era física ni mentalmente capaz de hacerlos.
Para cuando mi tratamiento hizo efecto, ya quedaban pocas semanas para el parto. Sentí que se me venía una ola encima. Siempre pensé en la llegada de un hijo como el fin y principio de una era en mi vida, y que para entonces debía tener un montón de cosas resueltas y terminadas. Por supuesto, la mayoría de esas cosas no fueron ni resueltas ni terminadas. A mí, el tiempo se me acabó.
Salvador llegó a mi vida a mediados de julio. Cuando dejó mi cuerpo tuvieron que llevárselo a neonatología porque no respiraba bien. Me lo entregaron dos días después. Tenía secreciones en los pulmones, pero ya estaba sano. Y pensé que, a lo mejor, al igual que yo, él no estaba listo para esta vida todavía.
Mi marido fue súper apañador. Se pidió una semana adicional de vacaciones para acompañarme más días, pero cuando volvió a la pega la responsabilidad de cuidar y mantener sana y viva a esta criatura pasó casi por completo a mis manos.
Pasaba todo el día topless. ¿Qué sentido tenía vestirme si tenía que dar leche a cada rato y si no, estaba enchufada con el extracto? Me convertí en una pechuga andante. Era lo único que hacía, porque cuando Salvador tomaba siesta o mi marido lo cuidaba, yo aprovechaba de dormir porque las noches eran durísimas.
Mi relación de pareja, al igual que mis proyectos, quedó suspendida. En el pasado quedaron las largas conversaciones, las películas con cabritas en cama, los abrazos antes de dormir y los regaloneos por las mañanas. Lo mismo pasó con mis amigas. Todas me ofrecían su ayuda y querían venir a verme, pero entre mi cansancio, el desorden del departamento y mi aprehensión con Salvador, tampoco me animaba a verlas. Por otro lado, no me atrevía a salir a la calle con mi guagua, hacía frío y me daba terror que se enfermara de Covid.
Tenía ciertas ventanas. Veinte o treinta minutos, pero pensaba que en ese tiempo no iba a alcanzar a hacer nada que valiera la pena, más que ver por Instagram como la vida de todos seguía mientras la mía estaba detenida. Así, se cumplió uno de mis miedos más grandes: me perdí en la maternidad.
Llevaba un mes y medio en esta dinámica donde lloraba mucho y me sentía muy culpable por ello. Amaba a Salvador, ¿por qué me pasaba esto? ¿No se supone que cuando llega un hijo a tu vida uno se llena de alegría? Fue en una madrugada mientras daba pecho con lagrimas cayéndole en su carita que me dije que él no se merecía una mamá así.
Al día siguiente, cuando mi guagua se durmió la primera siesta, en lugar de quedarme a su lado asegurándome de que respirara y lista para enchufarle la pechuga si lloraba, dejé a cargo a mi marido, que ese día le tocaba home office, y bajé a hacer deporte. Fue solo media hora en la que me subí a una trotadora, pero la experiencia fue un bálsamo. Por treinta minutos hice algo que no hacía hace semanas. Algo para mí, y, al contrario de lo que pensaba, en lugar de estar más cansada porque no había dormido a la par con mi guagua, me sentí llena de energía.
Empecé a aprovechar cada ventana libre. Leía por diez minutos, veía un capítulo de una serie o iba a caminar. Cuando Salvador cumplió dos meses me atreví a salir más y de a poco me fui soltando. Empecé a aceptar la ayuda de mis amigas y de mi familia. De a poco fui reencontrándome y en estos espacios también pude reflexionar sobre el tipo de madre que quería ser.
En paralelo decidimos dejar de ahorrar un tiempo e incluso usamos parte de nuestros ahorros para contratar ayuda. Así, con mi marido pudimos volver a tener un espacio para nosotros, que como era reducido y esporádico, lo aprovechábamos y disfrutábamos mucho más que antes.
Soy consiente de que estoy en una situación de tremendo privilegio, que no todos tienen la red de apoyo que yo tengo, pero a mí lo que me salvó fue aprovechar esas pequeñas ventanas, las cuales con el paso de los meses se fueron agrandando porque empecé a entender más las necesidades de Salvador, y él también se fue adaptando a este mundo.
Aprendí que separarme de mi hijo un rato me hacía mejor mamá, porque cuando estaba con él ya no sentía angustia, estaba tranquila, con más paciencia y mucha alegría y amor. Creo que Salvador también sintió el cambio.
Hoy tiene siete meses y por supuesto la vida no es y nunca va a volver a ser como era antes, pero encontré una forma de ser madre sin perderme a mí misma en el proceso. Sigue siendo cansador y a veces muy duro, pero nunca fui tan feliz. Ahora disfruto todos los momentos, aunque solo duren 20 minutos”.
Stephanie tiene 30 años y es mamá y periodista.