“Mi madre era una mujer cariñosa, de esas personas que unían a las demás, siempre muy empática y acogedora. A pesar de haber tenido una infancia difícil y un matrimonio machista y sin mucho amor, supo transformarse en un referente para todos y todas quienes la conocimos. Sobre todo para mí.
Su muerte fue algo imprevisto. Hablé con ella un viernes, habíamos quedado de almorzar al día siguiente, pero no alcanzamos a vernos. Después de diez llamadas infructuosas a su celular, me contestó mi hermano y solo me dijo que la mamá estaba muerta. Nunca había sentido esa sensación en mi vida, era como si me desgarraran el pecho y me quitaran la mitad del alma. La persona que había sido mi pilar fundamental en la vida, se había ido.
Me costó hacerme la idea de que ya no estaba. Mucho tiempo hablé de ella como si todavía estuviera conmigo, como si solo se hubiera ido de viaje. Traté de buscar respuestas, no dormía en la noche pensando en que podría verla pasar, en que me entraría un mensaje de ella que calmara el dolor tan grande que sentía. Después de su muerte caí en una depresión y pasé el año más oscuro de mi vida.
Al año siguiente me casé con mi pareja, después de siete años juntos. Fue un momento que nos dio la posibilidad de visualizar un nuevo comienzo y que trajo mucha esperanza para mí. Hasta que a la vuelta de mi luna de miel me di cuenta de que estaba embarazada. Me asusté; la maternidad había llegado también de improviso. Ser madre era un tema que con mi pareja habíamos decidido postergar lo más posible, porque si bien tenía las condiciones económicas y físicas, en lo psicológico no me sentía preparada; la muerte de mi madre me había dejado sin mi referente básico para la maternidad.
Los seis primeros meses después de que nació mi bebé fueron los más solitarios. Mi red de apoyo era inexistente, mi familia estaba repartida por distintos lugares y no tenía a nadie que pudiera brindarme ese apoyo incondicional que solo una madre puede darte. El cansancio, la presión por ser una “buena madre” y el entender mis temores como mamá primeriza comenzaron a pasarme la cuenta. En ese mismo periodo otras amigas fueron madres igual que yo, pero ellas sí tenían a las suyas presentes. Al principio me parecía algo tan injusto ¿Por qué a mí me había tocado así, sola? ¿Por qué otras tenían la suerte de poder acompañarse de sus madres, de poder descansar en ellas un rato?
Recuerdo sentarme en la cama frente a la cuna de mi hija, con la cabeza entre las manos, preguntándome si era capaz o no de ser mamá, si había sido una buena decisión ser mamá. Lloraba por no tener a la mía para que me ayudara a entender una etapa que se supone debía ser idílica, “caóticamente hermosa” como decían, pero que para mí, en ese momento, era una carga que me estaba consumiendo la mente, la salud y el alma.
Afortunadamente tuve cercanos que me apoyaron. Mi tía jugó un rol de madre y junto a mi tío fueron un apoyo incondicional, me ayudaron a criar a mi hija y se quedaron con ella cuando volví a trabajar. Con ellos recordamos a mi madre en las distintas etapas de mi hija y nos imaginamos cómo estaría de sorprendida con sus avances. Por otro lado, tuve a mi madrina, que me ayudó a sentir el cariño de mi mamá; ambas fueron íntimas amigas, se acompañaron en la adversidad y vivieron vidas similares. Ella siempre me trató como si fuera una hija más, siempre respetando mis decisiones y mi espacio personal.
Si bien mi mamá ya no está, dejó para mí a estas dos grandes mujeres que me hicieron fuerte y me impulsaron a que pudiera seguir adelante en una etapa que aún no termina pero que ya no es una carga y llevo cada vez mejor. Hoy veo a mi mamá en cada paso que da mi hija, en cada logro. Y cada vez que mi pequeña pregunta por su abuela, le digo que fue una gran mujer y que está presente en cada una de las personas que nos acompañan y pudieron conocerla”.
Olimpia tiene 37 años y es arquitecta.