“Conocí a Pía en 2011, en un cumpleaños donde nos vimos por primera vez. Pasó un tiempo antes de que empezáramos a tener contacto más frecuente y recién en diciembre de 2012 me invitó a carretear. Esa noche ambos tuvimos intenciones de conocernos más, y nos pusimos a conversar de inmediato. Yo en ese entonces estaba estudiando para ser piloto comercial –aunque ahora no me dedico a eso– y ella Derecho.
Después de esa primera interacción, ella se fue a La Serena a la casa de su familia –había llegado a Santiago en 2009 para estudiar– y empezamos a hablar a diario por WhatsApp y Messenger de Facebook. En febrero viajaba a Panamá con sus amigas, pero decidió volver a Santiago unos días antes del viaje para vernos. Fueron cinco días intensos en los que hicimos de todo: desde cambiar dólares hasta ir al cine. En una de esas salidas, fuimos a caminar al parque Bustamante luego de tomar un café y le pregunté si podía tomar su mano. Ella me respondió que sí, tímidamente. Seguimos el recorrido y durante unos metros no dijimos absolutamente nada, pero no fue incómodo. No necesitábamos hablar. En ese momento me di cuenta que de poderlo, nunca más soltaría su mano. Ella tenía 22 y yo 23.
Han pasado siete años desde ese día. Siete años en los que nos reímos, jugamos, fuimos libres e independientes, lloramos, viajamos, nos acompañamos, pero, por sobre todo, que fuimos felices. Ella resoplaba cuando se reía a carcajadas. Sonreía poco, pero cuando lo hacía iluminaba todo su entorno. Era cálida, sociable, podía entablar conversación con cualquiera –a diferencia mía– y tenía una voz delicada, pero firme a la vez. Disfrutaba de lo sencillo y sabía valorar los pequeños momentos de alegría. Era un alma generosa. Y le gustaba mucho dormir hasta tarde. Disfrutaba del cine, pero no porque le gustaran las películas, sino porque se acordaba de la primera vez que fuimos juntos, cuando a ella se le derramó la bebida y yo fui a buscar servilletas en la mitad de la película. Cada vez que se le venía esa imagen a la cabeza me decía que la había hecho sentir que no había nada por lo que avergonzarse.
Hace poco habría cumplido 30 años. Estaba de cumpleaños el 10 de julio, pero nunca disfrutó de ese día. Por eso yo me preocupaba de transformarlo en algo particularmente especial. Y lo lográbamos juntos. Porque si hay algo que entendimos en estos años, es que el diálogo siempre es lo más importante; poder hablar de todo lo que nos pasaba y todo lo que sentíamos para fortalecernos desde nuestras falencias individuales, pero también como pareja. Sin duda hubo momentos difíciles, pero siempre primó la admiración mutua que sentimos el uno por el otro. Yo en particular admiraba sus múltiples capacidades, lo inteligente que era en lo emocional e intelectual y su nivel de consciencia respecto a ella misma y los demás.
Un día de diciembre de 2018 despertó con dolores estomacales. Íbamos camino a su oficina cuando me dijo que sentía mucho malestar. Le insistí que fuéramos a la clínica, donde ese mismo día le diagnosticaron un quiste ovárico y entró a la sala operatoria. Estuvo con licencia hasta mediados de diciembre. Pero cuando volvió a trabajar, se sintió mal nuevamente y supo que el quiste había vuelto a crecer. Pasamos la Navidad y Año Nuevo internados. Y el 16 de enero llegaron los resultados de la biopsia; tenía cáncer.
Ese mismo día había jurado en la Corte Suprema como abogada. Ahora lo pienso y veo la paradoja, ya que siempre decía que una vez que eso pasara, no le importaba lo que el futuro le deparara. Llevábamos un año viviendo juntos. El 2019 lo pasamos en casa entre un ir y venir de la clínica. Yo decidí independizarme para poder estar con ella. Pasamos mucho rato juntos, soñamos con nuestro futuro, pero al final nos dimos cuenta que no necesitábamos nada más, nos teníamos a nosotros y con eso nos bastaba. Juntos seríamos felices.
El 3 de diciembre pasado terminamos en la clínica nuevamente. Pasaron los días y el diagnóstico se volvió más complejo y decidimos casarnos ahí, el día 26. Improvisamos y recibimos ayuda de todos nuestros amigos, familiares y del equipo de profesionales. Lo hicimos pensando que quedaba poco tiempo, pero que nada nos detendría. En esa época, tratábamos de hacer nuestra vida de la forma más normal posible, dentro de lo que se podía. Pero la verdad es que incluso cuando estaba fuera de la clínica, siempre había una tens ayudándonos. Sabíamos que la situación estaba cada vez más delicada.
Ella nunca le tuvo miedo a la muerte. Yo, en cambio, evitaba el tema porque me rehusaba a considerar que esa era una opción. Aunque el diagnóstico fuese negativo y era plenamente consciente de eso, nunca quise creer que ese sería el desenlace.
En la última conversación que tuvimos antes de que falleciera en marzo, ella me dijo que yo siempre lograba solucionar todo, aunque me tomara tiempo. Estaba en la UCI y no se sentía cómoda, y yo insistí tanto que logré que la trasladaran. Me quedo con esa sensación, de haber agotado todas las balas habidas y por haber, y de haberle dicho siempre todo lo que la quería. Porque siempre se nos deslizaba un “te amo”, y nunca perdía el valor. Pero la extraño profundamente, y pensar que no está es la parte que no termino de asimilar. Probablemente, nunca lo haré”.
Renato Campos (30) es gestor de inversiones.