Elegir el aislamiento: "No he salido de esta caleta en toda mi vida porque no necesito más que el mar"
Hace 42 años, cuando tenía 17 recién cumplidos, Pedro Gómez llegó a Puerto Viejo por primera vez. Su padre había decidido dejar la minería por un tiempo y comprar unas embarcaciones en esa bahía de aguas turquesas que se despliega entre medio de dos paredones de arena. Pedro lo acompañó y supo desde el primer minuto que quería armar su vida ahí.
Por ese entonces, Puerto Viejo era una caleta de pescadores a 40 kilómetros al sur de Caldera. Recién a finales de los años 90 y principios de los 2000, la cota superior del terreno se volvió un asentamiento que a la fecha constituye la ocupación ilegal de segundas viviendas más grande de Chile, con 2.000 casas coloridas –construidas en su mayoría con pallets y materiales ligeros– que en temporada de verano reciben a más de 4.000 personas. Durante el año, sin embargo, son solo 50 personas las que residen ahí de manera permanente. Y Pedro es uno de ellos.
El terreno de la parte superior se disputa entre la familia Aguirre Espoz y los integrantes del asentamiento, quienes exigen que la tierra sea fiscal y que sus pequeñas propiedades –que ellos mismos han construido con sus manos y delimitado con hilos de pesca– se regularicen.
La casa de Pedro, que se encuentra en la parte inferior a 50 metros de la orilla del mar, es de las pocas que cuenta con luz durante todo el año porque tiene paneles solares. No tiene, eso sí, un sistema de alcantarillado y tampoco agua potable. Pero ahí, entre medio de sus libros y los cachureos que recoge en sus caminatas, ha encontrado su lugar. Ha tenido varias oportunidades para subirse a alguna embarcación y conocer otros países. Aun así, nunca ha salido de la región de Atacama.
"Nací en San Fernando, un pueblito rural de Copiapó, y crecí rodeado de animales y frutas. No nos movimos de ese pueblo hasta que cumplí 13 y nos fuimos, por el trabajo de mi papá, a Vallenar, al sur de Copiapó. A los 17, cuando mi papá decidió dejar la minería y dedicarse a las embarcaciones, lo acompañé a Puerto Viejo. Era el lugar más lejano que me había tocado visitar. Estuvimos unos días ahí y cuando llegó el minuto de volver a Copiapó –donde en las mañanas yo estudiaba publicidad en el instituto y en las tardes trabajaba de asistente de mecánico– le dije que quería abandonar los estudios e instalarme de manera definitiva cerca del mar.
No recibí su apoyo inmediato, y al comunicárselo a mi mamá ambos cuestionaron mi decisión. Pero finalmente me dijeron que si eso era lo que yo quería para mi vida, tendría que correr con mis propios gastos de ahí en adelante. Esa condición no fue en lo más mínimo un impedimento, porque la verdad es que ya hace tiempo que me abastecía solo: me gustaba pescar y comer lo que yo mismo recogía. Arreglármelas por mi cuenta, como decían mis padres, no significaría una tranca en mis planes. La decisión ya estaba tomada.
Desde entonces, solo he salido de Puerto Viejo alguna que otra vez para ir a hacer compras más grandes a Copiapó. Nunca en mi vida he salido de la región de Atacama. Y he tenido la oportunidad de conocer otros países y otras culturas, incluso de subirme a un barco y recorrer el mundo, pero siempre he preferido conocerlo a través de mis libros y mi imaginación. Acá tengo el mar, tengo la pesca, tengo a mi perro Facundo y encontré la tranquilidad que siempre, incluso de chico, había anhelado. No necesito más que eso.
Muchas veces, cuando me vienen a visitar familiares –tuve a mi hijo de muy joven y vive en Caldera– o amigos de otras partes de la región, se ríen de mí. No logran entender del todo mi forma de vida. Me preguntan si me aburro. Pero yo siempre les respondo que cómo me voy a aburrir acá, teniendo todas las materias primas que necesito al alcance. Con lo que hay puedo hacer maravillas. Me preguntan también si se torna difícil la soledad. Ahí les digo que la disfruto. De hecho, cuando es verano y llegan miles de personas, me guardo en la casa, porque no me gusta esa sensación de multitud, de masas, de aglomeración. Me agobia. Más bien busco la tranquilidad y el silencio.
Y es que aquí he encontrado mi lugar. Despierto a las 5:30 de la mañana y tomo café. A eso de las 6:30 ya estoy metido adentro del mar con mis colegas pescadores. En esta época sacamos dorado –en Santiago se la conoce como Palometa–, pero nuestro fuerte es el congrio, que está todo el año. Llego a mi casa y me preparo algo para comer con lo que pesqué: puede ser un ceviche, una ensalada de alga o alguna preparación simple de pescado. No como muchas carnes, pero a veces me preparo fideos. Luego de eso, me pongo a leer libros de psicología o a dibujar y escucho la radio. No tengo televisión porque no me gusta. Y hace un tiempo tuve un computador que usaba para ampliar mis conocimientos sobre los barcos, pero ahora solo ocupo el celular. También buceo durante la tarde y a veces salgo a pasear. Y a eso de las ocho, cuando baja el sol, me acuesto.
Mi casa la construí con pallets, maderas recicladas y materiales que arrastraba la desembocadura del río Copiapó. Está en la parte inferior de la bahía, a unos 50 metros de la orilla del mar. Le puse paneles solares para tener luz de noche, pero mi baño funciona con fosa, como todos los baños de acá. Tengo muchas plantas en mi jardín y objetos que he ido recolectando y que la gente va dejando atrás.
Dicen que mi madre no era hija de mi abuelo, y que en realidad era hija de un griego que había pasado en un barco mercante y que tuvo un amorío con mi abuela. Desde que supe eso, Grecia es el único lugar al que quiero ir.
Yo sé que vivo una vida solitaria, más bien opuesta a la tendencia mundial, pero no le temo a la soledad. Y no siento la necesidad de salir. Aquí tengo de todo: tengo el mar, tengo mi alimento. Es una decisión personal. Y es raro, porque lo supe desde muy chico. A ratos me gustaría estar acompañado, pero también sé que eso implicaría un cambio grande. Por ahora no tengo proyecciones de compartir mi vida con alguien, pero si llegara a hacerlo me gustaría poder entregarle todo".
Pedro Gómez (58) es pescador y buceador.
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