Diez de la noche. Un viento frío viene desde el mar cargado de niebla y sube hacia los barrios altos de Antofagasta, pobres y mugrientos, y entra en el desierto. Doce kilómetros hacia el interior, en medio de la Quebrada Guanaco, a 1.100 metros de altura, el biólogo Carlos Guerra (62), cansado después de un día entero de clases, pero aún con energía, espera sentado en una roca. La niebla pasa y lo cubre todo. Solo, Guerra espera en silencio y para la oreja –así dice– con paciencia tibetana.

–¿Escuchaste ese ruido?– susurra de pronto. –Algo así como suap suap suap.

–Por supuesto. –Aunque sólo oigo mis dientes castañetear o el crujido de mis vértebras congeladas. Mis pies palpitan por cada kilómetro recorrido.

Guerra quiere descubrir la ruta de los petreles –la pequeña golondrina marina Oceanodroma hornbyi– hacia sus nidos, en medio del desierto, para entender un poco más esta ave y ayudar a salvarla. Todas las noches de invierno, de abril a septiembre, desde el centro de Antofagasta hasta 200 km al interior de la pampa, petreles caen a tierra y mueren si no se les ayuda. Al parecer confunden las luces de la ciudad con estrellas y se desorientan. O los humos industriales afectan su potente olfato. La cosa es que los encuentran de noche aleteando desesperados o, por la mañana, echados en el suelo. En el estacionamiento de supermercados, en los patios de acopio de Altonorte, en los barrios de los altos.

Es una ave nocturna y de día no puede volver a orientarse. El sol las encandila. Se quedan ahí y sus ojos pierden brillo hasta morir deshidratadas. ¿Por qué? Nadie lo sabe.

Este año, Carlos Guerra plagó Antofagasta de carteles Se busca, con fotos del petrel y cómo actuar. Ahora la gente los va a dejar al Centro de Rescate y Rehabilitación de Fauna Silvestre, que mantiene hace 20 años en los patios de la Universidad de Antofagasta. Guerra y sus alumnos los rehidratan y los liberan. Antes, la gente los dejaba caídos en el suelo o se los llevaba a la casa como mascota, les daba agüita y pescado, pero a los dos días morían irremediablemente. A Guerra le llegaban, en promedio, 10 petreles al año. Después de los carteles, sólo en abril y mayo, ha recibido 61 ejemplares. Uno o dos por día.

–Son casi siempre juveniles aprendiendo a volar. Como viven en el mar, casi no caminan. Por eso, una vez en tierra, se desorientan totalmente. Se echan en la arena y ahí se quedan pasmados.

La víspera presencié, en la orilla del mar, la liberación de un petrel, pequeño y negro como un cuervo, recogido en el Regimiento de Antofagasta. Se queda en la mano, o donde uno lo coloque, como esperando su tragedia. Tiene un penetrante olor a aceite de bacalao. Apenas llena mi mano. Pesa 37 gramos y, aunque lo hidratan con aceite de pescado y suero, baja un gramo al día. Cuando pesan menos de 30 gramos se mueren en cualquier momento. En el día es totalmente pasivo. En la tarde comienza a inquietarse. Cuando está oscuro quiere volar, volar, volar.

Nadie ha visto nidos de petrel –no están descritos en ninguna literatura especializada– y Guerra se propuso encontrar alguno lo antes posible para estudiar el ciclo completo de esta ave y entender por qué cae. Y así ayudarlo en su travesía por los cielos de la ciudad. Sospecha que entra al desierto por las quebradas. Por eso, cada fin de semana que puede sale al desierto, de noche, en busca de la huella sonora de estas aves.

–Se llaman –dice Guerra–. La hembra debe gorjear para guiar al macho –o viceversa– para llegar al nido. Uno de los dos debe volver al mar para comer.

El silencio oscuro de la Quebrada Guanaco no lo inquieta. Sólo se queja de no haber llegado más temprano. En la década de los 90 pasó ocho años explorando el desierto hasta que se convirtió en el primer ser humano que escuchó una garuma –una peculiar gaviota costera–, y que luego vio un nido. Confía en su método.

–¡Ocho años! –dice–. Estaba en la pampa y de pronto oí ruidos de playa. Griteríos y aleteos de gaviotas,llamándose y buscándose para reproducirse. ¡En medio del desierto!

Hoy, es área protegida.

–¡No sé por qué me metí en esto!– bromea Carlos Guerra, ronco e imperturbable en la quebrada.

Nadie en el mundo ha visto un nido de petrel. El mapa de los ejemplares recogidos da un perímetro de 1.000 kilómetros cuadrados. Es como buscar una aguja en un inmenso pajar. Pero de noche y de oído. Guerra para la oreja de nuevo.

–¿O es mi cabeza? –dice susurrando–. ¿No te pasa? Parece que tengo la cabeza llena de ruidos.

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Terrorista ambiental

Guerra interrumpe el silencio con un golpe en la mesa.

–Yo sé que alguien en esta empresa dio la orden de no recoger a los petreles y dejarlos morir– acusó hace unos años en una reunión de directorio del Megapuerto de Mejillones, donde se hizo invitar. Incómodo silencio sepulcral.

Carlos Guerra, desde hace años, batalla contra las empresas de la Segunda Región. Se enfrentó a BHP Billiton, la minera más grande del mundo –con 8 millones de trabajadores–, dueña de La Escondida, en 1993, cuando en Caleta Coloso pasaron a llevar un piure de orilla endémico y unas algas. Lo tildaron de loco. De terrorista ambiental. No pudo protegerlos y hoy la playa, yerma, parece un nido vacío.

Diez años después, dio la batalla por el gaviotín chirrío que anida en Mejillones, una pequeña ave costera que migra desde el Hemisferio Norte y que tuvo la mala suerte de elegir las mismas playas que Codelco, Endesa, Gas Atacama, los rallys y el Megapuerto para anidar.

Se enfrentó a todos ellos durante seis años para proteger sus nidos. Lo amenazaron. Lo acosaron legal e ilegalmente. Lo seguían en camionetas. Lo correteaban del desierto cuando investigaba. En el fondo, Guerra no pelea: se adapta, convence. Se reunió con gerencia tras gerencia para mostrarles una diapositiva.

–¿Qué ven?– preguntaba.

Nada. Desierto. Llanuras. Unas cuantas piedras del tamaño de un puño. Ampliaba la foto. Las mismas piedras copaban el cuadro. La ampliaba aún más y, debajo de las piedras, se veía una cabecita de pájaro asomándose. Un nido, un huevo, polluelos.

La gerencia de Megapuerto negó haber ordenado dejar morir a los petreles y gaviotines. Guerra tenía otra información: un operario le había llevado un falaropo –un gaviotín antártico que hiberna en el norte– que recogió en la faena, aunque le habían pedido que no lo hiciera para no perder horas de trabajo.

–El registro de aves de los 10 últimos años muestra presencia en estos terrenos– dijo Guerra al directorio. ¡Así que no me vengan con que de un año para otro ya no vienen más pájaros!

El barniz de la mesa reflejó los rostros preocupados de los ejecutivos.

–Estadísticas –me comenta Guerra–. ¡Nunca fallan!

Megapuerto terminó pidiéndole que capacitara a sus operarios para que llevaran un registro de las aves y las enviaran al Centro de Rescate.

Después de nueve años, y junto a las empresas costeras, creó la Fundación Gaviotín Chirrío, para protegerlo. "O al menos hacer como que…" dice con ironía Guerra. Decidió no recibir honorarios para no tener tejado de vidrio y poder criticarlas libremente.

Hace cinco años salvó a toda una fauna de un derrame del barco petrolero Eder. Hasta el año pasado, peleó contra la Shell, que contaminaba una playa, y logró que la empresa mitigara el daño.

–¿No se cansa..?

–A veces. Pero yo me puedo defender. Los pájaros no tienen voz. A mi edad no tengo nada que perder y tampoco le debo nada a nadie. Como profesor de Estado –antes que doctor en Biología– creo que la única forma de educar es a través del ejemplo.

En medio de la desértica Quebrada Guanaco , Guerra sigue escuchando ruidos.

–¿Será la edad?– se pregunta. El cerebro engaña, ¿ah? Estás tan ansioso de oír algo que te inventa el ruido.

Por si las moscas, graba el punto en su GPS.

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El rally del Petrel

Los marinos de alta mar le dicen al petrel golondrina tormenta, pues cuando ven a uno volar de día es anuncio de tempestad. De hecho, al petrel le fascina el agua revuelta y tormentosa, porque se llena de plancton y algas para comer. Cuando el mar está calmo, flota en el agua y picotea. Duerme flotando.

El petrel fue descrito hace 180 años, pero no se sabe nada de él. Cuánto vive, si es monógamo, filopátrico (que vuelve al lugar donde nació), cuántos huevos pone, si anida en el mismo sitio, por qué cae, qué lo desorienta exactamente. Antes se creía que migraba, pero no. Flota en altamar, desde Juan Fernández hasta el continente, desde Ecuador

hasta Valparaíso. Pasa 90% de su vida en el agua, hasta que en invierno un potente impulso lo hace ir de donde está hacia un punto del desierto, en busca de una pareja para reproducirse y anidar. Para su mala suerte, pasa sobre Antofagasta, capital mundial de la minería. La región más industrial de Chile.

De noche, en Quebrada Guanaco subimos a un cerro para hacernos una idea de su vuelo. Es como atravesar un volcán en erupción: una explosión de luces, antenas y chimeneas difícil de cruzar, incluso para un humano que tuviera alas. Encandilante. Perturbador.

–Pensamos que los vuelos nocturnos del petrel al desierto duran 45 días gracias a las observaciones que ha hecho el biólogo inglés Mike Brooke en un primo del petrel del Hemisferio Norte. Quizás macho y hembra se turnan para empollar el huevo e ir a comer al mar. No lo sabemos con certeza –dice Guerra.

Mike Brooke, de la Universidad de Cambridge, es el mayor estudioso del petrel en el mundo. Ha encontrado 125 especies, todas con la misma nariz. El mayor, el albatros. El más pequeño, el oceanodroma chileno. Ha venido dos veces a Antofagasta en busca de nidos y se ha ido con las manos vacías. Muchos científicos internacionales quisieran "anotarse un poroto" descubriendo un asunto de talla mundial como un nido de petrel. Ornitólogos chilenos también. Varios han acompañado a Guerra pero, al ver las dificultades, se dedican a otras especies.

–Yo no. No soy de esos científicos que escriben un paper, hacen grandes charlas y pasan a la siguiente especie. No. Yo quiero que el conocimiento llegue a la comunidad. Que lo integren en su vida. ¡Que salven al bicho!

Por eso, en lugar de organizar un simposio –y tenía la posibilidad de hacerlo– prefirió inundar la ciudad de carteles Se busca con la foto del petrel. Y dar charlas en colegios de las comunas de Sierra Gorda y Baquedano para enseñar a los niños cómo proceder cuando encuentren alguno.

–Están cayendo muchísimos más petreles en la ciudad y las mineras. Pero no podemos ayudarlos a cruzar la ciudad, porque no sabemos qué los afecta o si ahora caen más…

Guerra sólo sabe que, al tocar tierra, el petrel se desorienta. Como que pierde el horizonte y no es capaz de levantarse y volar.

–Por eso suponemos –dice Juan Ávalos, egresado de licenciatura en Ecología Marina, quien está haciendo su tesis en el petrel y se encarga de medirlos y de sacarles una plumita para un futuro estudio genético– que trepa en roqueríos altos y hace sus nidos en cuevitas. Y desde ahí se deja planear para volar. Quién sabe.

Al día siguiente de nuestra expedición nocturna, Carlos Guerra llevó al lugar del campamento en el desierto la camioneta del Centro Regional de Educación Ambiental, que creó en 2003 y que hoy es el epicentro ecológico del norte grande. Ahí ha preparado más licenciados, profesionales y postgraduados en Ecología y Biología que todas las universidades del norte juntas, incluso a su propio hijo, Cristián Guerra, especialista en tortugas.

Estaciona frente al barranco y bajan entre varios una moto de 4 ruedas para recorrer la zona en que le pareció escuchar el ruido. El sol empieza a calentar.

–Hay que buscar a puro ojo– dice escarbando entre las rocas.

Va piedra por piedra. Loma por loma.

Le aconsejan que les ponga un GPS a los petreles (aún no se inventa uno tan chico), que use visores infrarrojos, micrófonos ultrasensibles… No se niega, pero sabe que no hay como la experiencia. A ratos se le asoma el viejo mañoso.

–Si viniste al petrel… ¡Petrel! –le inculca a Juan, el tesista, cuando se pone díscolo–. Tienes que persistir, aprender, observar primero, después usas los aparatos. Sólo así lo vas a conseguir.

Cerca de las coordenadas que marcó en el GPS encuentran un suelo bastante raro. Maggie, una voluntaria, encuentra un hoyito. Guerra mete el brazo hasta el hombro y, desde el fondo, saca algo que parecen cascaritas de huevo. Una plumita blanca con gris, como la del collar del petrel.

–¡Una pluma!

En miles de kilómetros de desierto, ¡una pluma!

La envuelve cuidadosamente en un papel para llevarla al microscopio y listo, se da por satisfecho. Eso es todo el resultado del viaje: una pluma y restos de cascarita de un huevo minúsculo.

–¿Puede ser el nido que anda buscando?

–Puede y no puede. Lo sabremos en el laboratorio– dice, con seriedad.

Apenas regresa a la civilización industrial de Antofagasta, de camiones, de puerto, de containers rebosantes de basura, de tren cuprífero pasando frente a los hoteles, su celular empieza a sonar: un alumno de Cetología le pide ayuda para rescatar un esqueleto de ballena que varó en una playa de La Rinconada. "Es sábado", le dice el alumno, "no sabía a quién recurrir". Ahí irá el profe a poner el hombro con los voluntarios del petrel.

–Hoy por ti, mañana por mí– dicen entre ellos.

Les toma más de una hora trasladar el pesado cráneo, las vértebras. No alcanza a terminar cuando llaman a Guerra los marinos desde Los Pinares: un lobo de mar se salió a la carretera –le informan–. Parece enfermo.

Luego de mucho rato llegamos, pero ya no había nada. Sólo mar, playa, unos barcos descargando y una que otra ave marina flotando en la orilla, mirándonos con desconfianza, esperando la noche, para cruzar todo ese enjambre. ·