Paula 1150. Sábado 21 de junio de 2014.
La escritora Selva Almada, aplaudida por sus novelas sobre la provincia argentina, llega al periodismo con Chicas muertas, una crónica investigada con intensidad sobre tres casos de jóvenes brutal e impunemente asesinadas.
Dice que estuvo años mirando recortes de prensa, papeles y fotos de las jóvenes muertas, todas en lugares perdidos en el norte de Argentina, de donde ella viene, intentando animarse a escribir sus historias, que la sobrecogían, pero que no tenían salida ni solución. Y tenía que hacerlo rápido, para no sufrir, para conservar su salud mental. La novelista argentina Selva Almada (1973), aplaudida a rabiar por sus libros Un viento que arrasa y Ladrilleros (Mardulce), se encerró a escribir Chicas muertas (Mondadori), con el que dio un paso largo y complejo hacia la crónica para hablar del femicidio y del machismo campante que, opina, hoy reina como hace un siglo en las zonas rurales argentinas.
Su investigación, in situ y en archivos perdidos, fue tan intensa que llegó a consultar a una mentalista. En eso, señala, se inspiró en el libro de Francisco Mouat, El empampado Riquelme, que no cerró ninguna fuente, por espuria que fuera –como el vecino en Chillán o una vidente– para revelar el misterio de ese desaparecido en el desierto chileno cuyo cadáver apareció cuarenta años después, en 1998. Las chicas de Almada murieron hace menos tiempo, a mediados de los 80, y sus crímenes son mucho más horrendos y cercanos: fueron violadas, torturadas, apuñaladas, y nunca se halló a ningún culpable.
La mentalista, vidente a través del tarot, articuló de algún modo su escritura, pues la ayudó a fijarse en las relaciones familiares de las víctimas, algo clave en la narración: las formas de vida de las tres chicas. Ella aparece también en el texto, junto a una gran galería de personajes, como figura clave y alentadora. "Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir", le dice. Y ella lo hace literalmente, pero, además, se juega a sí misma, su propios recuerdos de abuso –desde cuentos de su madre hasta manoseos cuando hizo dedo en Paraná–, para cumplir esa misión que se vuelve un imperativo ético, corporal. A través de las sensaciones y la narración nítida de Almada, un mundo cargado de horror se vuelve visible. La historia se arma completa, pero resuena más el silencio, lo terrible y la falta de justicia. La justicia que todas las mujeres maltratadas, que son legión, necesitan.