En 2019, durante el estallido social, la periodista, poeta, performista y activista social Elizabeth Neira (49), cuyo trabajo siempre se ha articulado en terreno junto a distintas comunidades, se acercó a las huertas comunitarias con un lienzo que decía ‘Utopía’. Con ese acto poético, que produjo cierta inquietud en los que transitaban por ahí, buscaba dar cuenta de lo que estaba ocurriendo; se trataba, en sus palabras, de un grupo de personas más o menos desesperadas –ella incluida– que intentaban, mediante la acción comunitaria, aportar desde el lugar que fuera posible.

Con esa búsqueda se fue a realizar una maestría en Artes Vivas en Colombia, donde finalmente –siguiendo la línea de trabajo relacionada a los alimentos comunitarios– moduló un ejercicio con sus compañeros que consistió en colgar del techo una calabaza de más de 20 kilos para que todos soplaran juntos. Un acto que para Eli aludía a la misma idea de la utopía que la había llevado a conocer las huertas comunitarias en su país, esa que da cuenta de un esfuerzo gigante por generar cambios que a ratos parecen imposibles. Y ahí, entre todos, sucedió lo inesperado; la calabaza penduló en un diámetro de un metro y medio.

Cuando volvió a Chile, y en el marco de la muestra colectiva Cómo cargar un cuerpo –realizada en el Parque Cultural de Valparaíso en diciembre de 2021 y que reunió el trabajo de 16 artistas latinoamericanas que se referían a la experiencia de ser mujer en la región–, replicó la iniciativa. Aquí, con un zapallo del mismo peso y envuelto en alambre de púa –para dar cuenta de los procesos políticos castrados en el país–, se puso a soplar en el aula.

“Esta vez había una desventaja que tenía que ver con el hecho de que se estuviera realizando en un espacio expositivo. Eso da cuenta de una cierta jerarquía por la cual la relación entre el público y la obra está intermediada por el artista y automáticamente se vuelve más distante, por lo que la gente no se quiso sumar al gesto. Yo me di cuenta mientras soplaba que nadie me iba a ayudar a no ser que se los pidiera, pero quería ver qué pasaba. Finalmente, después de una hora y tras varios ataques de desesperación y gritos, el zapallo se movió”, cuenta Eli. “La performatividad con este ente vegetal me mostró la fuerza de lo colectivo en Colombia, pero acá me mostró mi propia fuerza; si yo soplaba por un tiempo prolongado y de manera constante, por más mínima que fuera esa fuerza, se iba a mover. Esa es la gracia de la performance, que se puede acceder a ese conocimiento inédito solo si se realiza. Y como no es algo que la lógica nos llame a hacer, lo podemos hacer solo en contexto de una poética”, explica.

La performance, que de manera espontánea y simbólica también reveló las diferencias culturales y formas políticas de actuar entre ambos países, hizo también referencia a la idea que le dio nombre y sustento a la exposición; las mujeres cargamos nuestro propio cuerpo, el de los demás, nuestras utopías y también con lo invisible. De alguna manera, como explica Eli, se trató de un acto que aunó la brujería y la visibilización de las consecuencias del colonialismo. “Siempre he querido llevar la práctica artística a esos márgenes, porque ahí hay una resistencia cultural al racionalismo blanco que instala el arte en un diálogo infértil”.

Hoy Eli forma parte de la muestra Rebeldes: Laboratorio experimental de prácticas feministas, que reúne en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos el trabajo de 16 artistas mujeres (entre ellas Janet Toro, Astrid González, Paula Baeza Pailamilla, Yishay Garbasz y Sara Nabil) y dos colectivas de Chile y Alemania que se preguntan cómo se vive la sororidad en sociedades capitalistas, postcoloniales, discriminatorias y sexistas y, a su vez, de qué manera se crean redes a pesar de los privilegios desiguales.

La estructura de poder capitalista y patriarcal –que por cierto es clave en tu trabajo– permea en todas las dimensiones de la sociedad. ¿El arte que la cuestiona sigue sin tener espacio?

La muestra que hicimos en diciembre que reunía el trabajo de mujeres feministas es una muestra que llegó tardíamente. Si lo pensamos, muchas de las que estuvimos ahí venimos trabajando hace más de 20 años, pero no nos llaman para las bienales y tampoco estamos en el museo. Por lo tanto, esa curatoría en particular, hecha por mujeres, apostó por visibilizar una escena que en Chile es vieja, pero que no ha tenido espacios. No es que no exista un arte feminista, lo que pasa es que nunca se le ha dado el espacio que tiene que ocupar, básicamente porque nos topamos con una estructura muy rígida que marginaliza a cualquier disidencia. Una cosa es ser mujer, pero otra cosa peor es ser mujer feminista y nombrarse como tal, porque eso nos instala automáticamente en un territorio de lucha con esa estructura, en la que te van a tildar de jodida y loca porque vas a denunciar los abusos de poder que ahí ocurren. El castigo, entonces, es dejarnos fuera.

Muchas de las que estuvimos ahí vivimos ese castigo; es una escena oculta que finalmente está empezando a ver la luz.

Antes me peleaba con esa situación, pero el diálogo con otras feministas de otras edades me hizo darme cuenta que siempre ha sido así, es como el castigo del padre. Y como nadie quiere perder el poder, los agentes culturales –que son los que deberían velar por la inclusividad– no lo hacen, porque están acostumbrados a ejercer el poder de una manera tal que si el otro no se subyuga a esa estructura, no existe.

Por eso es importante que a estas alturas haya una estructura alternativa, y eso es lo que propone el feminismo; una estructura de mujeres que sí nos vemos entre nosotras y que sí nos damos el espacio. Y es que finalmente entendimos que necesitamos generar nuestras propias redes de poder y que no necesitamos necesariamente ser amiguitas para colaborar políticamente. Lamentablemente la alianza entre mujeres ha sido relegada a la intimidad, como si no pudiéramos ser aliadas si no tenemos algo con qué intimar. Pero no es así; la alianza es justamente aquella que pese a los mundos diferentes, logra articularse. En las muestras, en la calle, en el activismo social, en los lugares de poder y en la prensa. Es una malla protectora que no existía cuando empezamos a trabajar. De hecho, en esa época si un curador te acosaba, tenías que bancártelo.

Y esos son los agentes que finalmente determinan qué artistas tienen espacio y cuáles no.

En Chile tenemos un complejo de dictador y dictadora suprema, por eso hay que detenerse a mirar y decir ‘no es normal que alguien esté en el poder por 10 años y no es sano que no tenga un contraparte’. Porque es imposible que en 10 años no favorezcas a tus amigos y eso hace que todo sea poco objetivo y poco inclusivo. Por eso los artistas en Chile quedan encapsulados.

¿Cómo lo hacemos para resignificar la experiencia de ser mujer, en particular en la región latinoamericana, que ha sido históricamente determinada por el relato de otros? Y, ¿de qué manera la performance abre esa posibilidad?

En la medida que nos abrimos a la otra y nos miramos más allá de la competencia, logramos replantearnos. Las mujeres tenemos el síndrome de la primera dama o de la reina de la primavera, porque toda la estructura patriarcal nos pone a competir, no es que sea algo que nos nace. Nos enseñan que reina puede haber una sola, pero en la medida que salimos de ahí nos empoderamos todas, y se genera este tejido que nos sostiene, nos visibiliza y nos protege.

Vienes del mundo de las letras.

Siempre quise ser artista pero venía de una familia obrera en la que si te dedicabas al arte ibas a estar en la casa de tu mamá hasta los 50. Estudié algo que se parecía mucho entonces, pero que podía ser más rentable; el periodismo. Y justo en una época de transición en la que se dio un fenómeno extraño que me permitió publicar cosas que en otros momentos no se habrían podido publicar. La entrevista se configuró como una especie de epistemología para mí, porque iba a los talleres de artistas y me quedaba horas hablando con ellos. Así conocí toda la escena de escritores, poetas, artistas, directores de la época; conocí a Raúl Ruiz, a Pedro Lemebel, a Las Yeguas del Apocalipsis, y llevé a todo ese mundo underground a los diarios tradicionales.

Cuando cerró el diario La Época tuve una crisis y ahí me metí a un taller de poesía con Gonzalo Millán, que cultivaba una poesía conceptual, y donde finalmente encontré mi propia voz. Porque hasta entonces escribía como las feministas de la época. Ahí salió una voz más punkie, más irreverente, y salió la voz de lo que fue mi libro de poesía, La Abyecta (2003). Era una voz que iba con un personaje que me exigía cierta performatividad, porque no podía recitar una poesía sexual sentada con un vaso de agua, era un vómito y tenía que transmitirlo en un estado en particular. Finalmente, después de cubrir y participar de la performance de Spencer Tunick, el gran acto que marcó la transición, dejé el periodismo. Me fui poniendo más rebelde y el mundo del poder me cerró las puertas. Cuando eres la loca de patio encarnas todos los arquetipos que el patriarcado castiga. La puta, la loca, la bruja, la feminista, la anarquista.

¿Cómo logramos descentralizar la cultura?

Hay que descentralizar pero primero despatriarcalizar y democratizar. El hecho que la cultura esté encapsulada en las élites en las que se reparten el poder y las platas, hace que finalmente los agentes culturales que no están en esos círculos, queden fuera. Cuando empecé a ocupar el margen porque no tenía otra opción y me fui a Valparaíso, me di cuenta que cuando llegaba un festival de las artes, el director siempre había sido nombrado desde Santiago y el curador también.

En general, hay una imposición de una forma de hacer arte y nadie se da el trabajo ni el tiempo de llegar a una comunidad y entender qué pasa en esa comunidad. Es una mirada muy colonial, por lo mismo no basta con abrir nuevos centros ni aumentar los recursos de los fondos. De partida, la estructura de los fondos deja afuera a una inmensa cantidad de artistas que no tienen tiempos ni recursos para llenar los formularios; en provincia hay muchas mamás que viven en tomas, que son cantoras o poetas populares, y que no tienen la posibilidad de entrar al circuito cultural, a no ser que alguien las vaya a buscar. Esa es la pega que hay que hacer ahora, como lo hacía Violeta Parra. Y en eso le tengo más fe a los movimientos populares que a los gobiernos.