A los 45 tomé la decisión de separarme de la persona que había sido mi pareja durante 23 años. Fue un proceso doloroso y decidí acudir a cuatro sesiones de constelación familiar en las que, con la ayuda de una psicóloga, trabajé temas específicos que me aquejaban. En el último encuentro, hablamos de cómo me proyectaba en una futura relación y la psicóloga me dijo que anotara en un papel cómo imaginaba a mi próxima pareja. Escribí algunas características a la rápida, pero me pidió que fuera más clara y puntual. No dejaba de darme un poco de pudor explicitar lo que quería para mi supuesto futuro vínculo y mientras lo hacía no pude dejar de cuestionarme: ¿Existirá un hombre así? Y si existe, ¿le interesaré yo? Con esas dudas guardé el papel en mi velador.

Terminada la terapia, decidí abrirme nuevamente al amor. No era algo que me acomplejara, pero me pareció a lo menos intrigante. La única complicación era que corría el año 2015 y la manera de relacionarse había cambiado radicalmente desde la última vez que había estado en esa situación. Pero aprendí rápido y aproveché todas las oportunidades que la modernidad me entregaba. En cierto sentido lo encontré hasta divertido. Empecé a navegar por la web, me abrí cuentas en páginas de citas online y me reí a carcajadas con mis amigas. Tomé todos los cafés que pude para conocer a posibles prospectos. Y cuando eso no resultó, contacté a viejos amigos. Ningún encuentro duró mucho tiempo y al final no fueron más que anécdotas con las que alimentar las tertulias.

Esto hasta que un día, todo cambió. Acomodando unas cajas en mi oficina, una compañera me habló de un antiguo compañero de curso de su marido. Se llamaba Claudio, era viudo, vivía en Estados Unidos y venía a Chile a visitar a su familia. Ese fin de semana le mostró mi foto y él le dijo que me quería conocer. Le reclamé que yo quería el mismo beneficio y me mostró una foto en la que salía sonriendo. Era 12 años mayor que yo. Acepté y ella le pasó mi número de teléfono.

No deben haber pasado más de dos horas cuando me llamó. Acordamos vernos esa misma tarde porque él se iba a Pucón al día siguiente. Yo me arreglé un poco y partí. Después de esperarlo durante media hora sin recibir ninguna explicación, me paré y me fui. Volví derrotada a mi oficina, donde me encontré con la cara expectante de mi amiga.

Una hora más tarde recibí su llamado. Estaba en el restorán donde me había dejado plantada y su excusa era que se había perdido y que no tenía Wifi para avisarme. No nos juntamos, pero lo llamé y le dije que estaba todo bien. A partir de ese momento hablamos durante una semana de corrido, él desde Pucón y yo en Santiago. Me entretuvo mucho la idea de tener un nuevo amigo un poco platónico al que no conocía, y que en una semana más partía de vuelta a su país.

Finalmente, en agosto de 2016, nos reunimos. Acordamos un punto de encuentro en el GAM. Yo estaba nerviosa porque no sabía si iba a poder identificarlo; solo lo había visto aquella vez en la foto de mi amiga. Llegué un poco antes y lo llamé para darle las instrucciones del lugar. Tenía que bajar un piso por las escaleras de caracol y llegar a la sala de exposiciones. Cuando lo vi lo reconocí de inmediato, como si hubiera sido un viejo amigo. También detecté que él no me había visto, quizás por mi estatura, que es la mitad de la suya, entonces para que me notara me saqué la bufanda y le golpeé la nuca. En ese mismo minuto enganchamos. Me encantó a la primera. Además, se devolvía una semana después. No tenía nada que perder. Esa tarde paseamos por Lastarria, nos contamos la vida y nos besamos.

Después de esa primera cita nos vimos todos los días. Yo pedí vacaciones en el trabajo y él postergó su viaje. Así pasaron dos semanas; fuimos juntos a un par de cumpleaños familiares, conocí a sus hermanos y le presenté a mis hijos. Y se fue.

A mis 48 años, di paso a una relación a la distancia y me hice mejor amiga de los manos libres, porque era la única manera de mantener una relación con una diferencia horaria de tres horas. Hablábamos y nos prometíamos reunirnos lo antes posible. Y así fue. Durante dos años viajé todos los meses a verlo y él también vino a Chile. Solo nos separaba un viaje en avión de 10 horas.

Finalmente, en un viaje a España en 2018, me pidió matrimonio y decidimos irnos a vivir juntos a Estados Unidos. En ese tiempo, justo cuando estaba haciendo las maletas y desarmando mi casa, encontré en mi velador el papelito que escribí aquella vez. "Quiero un hombre alto que sea mayor que yo. Que sea alegre, bueno para conversar, con hijos adultos que no vivan con él. Ojalá apasionado y que me demuestre su amor. Que le gusten los perros y los niños y sea solvente económicamente y generoso. Que ojalá fuera viudo. Que la vida espiritual sea importante para él y que esté comprometido con los que menos tienen y quiera ayudarlos". Me sorprendió ver que había descrito a Claudio. Y que efectivamente nos habíamos encontrado.

Llevamos un año casados y ahora tengo una historia loca de amor que contar, que estoy viviendo en la segunda mitad de mi vida, en la que los sentimientos son más fuertes y la sexualidad sigue siendo adolescente. Nos han hecho pensar que es difícil encontrar una pareja después de una cierta edad, pero doy fe de lo contrario. Este es el minuto ideal porque los dos ya hemos estado casados y sabemos en qué nos hemos equivocado. Además, ya no existen las presiones que tienen las parejas jóvenes de tener la casa propia, criar a los niños o preocuparse de la universidad. Solo tenemos que preocuparnos de querernos y pasarlo bien.

Carmen Bles es trabajadora social.