Hace unos días, en una obra de teatro, la actriz dijo el siguiente texto: “Pensar no es lo mismo que opinar”. Una frase que parece obvia, sin embargo, no hacemos frecuentemente la distinción. Pensar es un proceso interno, reflexivo, que no necesariamente implica el acto verbal de decir y todo lo que ello conlleva.

Pero desde que las redes sociales se hicieron más populares, este límite se difuminó aún más. Sobre todo en la principal red opinóloga en la que se convirtió Twitter; quien se hace una cuenta, parece tener pasaporte directo para opinar sobre lo que fuera. Política, fútbol, cuerpos ajenos, disidencias, dietas, salud mental. La clave es ser conciso en 140 caracteres (algo así como un titular) y lanzar una frase para el bronce.

Desde entonces, se institucionalizó una vía de quejas y reclamos, donde cualquier persona puede decir lo que cree, sin pensar en el prójimo, en el que está leyendo, incluso en quien hace directa alusión usando un @.

Al parecer las personas necesitamos decir lo que pensamos, cueste lo que cueste. Como si fuera importante, como si nuestra opinión cambiara la opinión de otros. Sé que esto no es reciente, opinar sobre objetos, relaciones y personas es algo bien distintivo de nuestra especie. Al ser seres gregarios, necesitamos aportar lo que creemos es lo más conveniente.

Cuando propuse esta columna de opinión (como si mi opinión realmente fuera importante), propuse sólo una opinión. No decir verdades. Recordé lo que la Psicología Social denominó el efecto Dunning-Kruger. En palabras simples, es una distorsión cognitiva que aparece cuando una persona sobreestima su capacidad sobre la de otros. Es decir, creo que tengo más habilidades que tú, aunque en lo concreto, no las tenga. Y esa distorsión me permite creer que tengo el derecho a opinar e incluso prescribir conductas en otro. “Lo que el candidato A debería hacer en X”. Incluso en temas más privados “Lo que tienes que hacer para ser feliz es bla bla bla”.

El error es que el opinante, muchas veces no mastica, ni menos digiere su pensamiento. Casi compulsivamente se lanza, como en una competencia de opiniones. El ejemplo más fresco en mi memoria es que a minutos de lanzar el borrador de la constitución, las personas salieron a opinar sobre el texto. Nadie lee un texto así de serio en ocho minutos, ni menos reflexiona, piensa y emite una opinión.

Y así, todos los días, en general nos quedamos con el titular, ponemos “me gusta” si esa “partecita” me gustó. De lo contrario, opino algo que yo creo que es la verdad, algo que me deja tranquilo o tranquila frente a la cosmovisión del mundo.

Esto podría ser incluso inocuo y quedar en la anécdota, sin embargo, al emitir opiniones sin reflexión, vamos creando realidades a gusto del consumidor y lo que es peor, no dejamos el espacio para el pensamiento divergente, que puede ser tanto más enriquecedor que permanecer en el pensamiento y opinión estándar.

¿Qué opinas?

* Dominique es Psicoterapeuta -sistémica, centrada en narrativas- y magíster en ontoepistemología de la praxis clínica. Se desempeña como docente universitaria y supervisora de estudiantes en práctica. Atiende a adultos, parejas y familias. Instagram: @psicologianarrativa.

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