“Comienzo este relato aclarando que no soy una persona impositiva y que nunca he creído que hay una forma correcta de hacer las cosas. Hablo desde mi experiencia personal y desde las decisiones que han ido configurando mi vida. Durante mucho tiempo creí que para romper con ciertas normas tenía que llevar mi vida de la manera opuesta: si lo esperado era pololear, casarse y tener hijos, yo opté por divorciarme, no tener hijos y empezar una carrera a los 35. Fui de tener muchos amores y vivir cada uno de ellos intensamente. Me he sentido atraída por varias personas a la vez y nunca me hice problema por eso. Cuando me pasaba lo conversaba con mi pareja del momento, si es que estaba emparejada de manera más estable, e iba viendo desde ahí lo que nos iba pasando. Pero ahora, mirando hacia atrás, veo que quizás mucho de eso fue forzado. Me estaba obligando, de manera levemente inconsciente, a ser distinta. A romper con lo que sentía que estaba impuesto. Y nunca me detuve a pensar si en realidad lo hacía porque quería o por el simple hecho de hacer una declaración. Por querer ser disidente.
Hablaba en contra de la monogamia, de hecho. No la veía como algo malo, más bien como algo irreal, utópico, dogmático y que solamente nos presionaba a ser personas poco libres y prejuiciosos. No me acomodaba y creía que se trataba de una ilusión que reforzaba el ideal del amor romántico, el amor sufrido, el amor de las películas. La vida real, pensaba, no era así.
Hasta que hace un par de años, cuando terminé mi segunda carrera decidí irme de viaje con una amiga. Las dos estábamos solteras, sin hijos, y aprovechamos una oferta de alguna aerolínea barata. El plan inicial era ir a Colombia durante dos semanas. No teníamos más tiempo que eso y tampoco los recursos. Pero estando allá, entre la gente y lo selvático, me conecté con una necesidad profunda que al parecer estaba, pero nunca se había asomado; mi amiga se devolvió y yo perdí mi pasaje de vuelta. Decidí, en cambio, recorrer la mayor parte de Centroamérica y decreté hacerlo hasta que fuera posible. Puse mi trabajo de investigación en pausa y fui asumiendo cualquier trabajito o compromiso laboral que se apareciera. Y pude estar más de un año viajando.
Ese viaje sirvió para pensar cosas que nunca antes había reflexionado y pude realmente volcar la mirada hacia adentro. Algo pasa cuando una está en una situación en la que hay que ingeniárselas para sobrevivir el día a día. Cuando todo lo que solíamos tener como una certeza se desmorona a nuestro alrededor. En este tipo de viajes, cuando se decide tomarlos sola, hay mucha soledad, mucha duda, pero también una tendencia hacia seguir el propio instinto, porque al final termina siendo la única ‘certeza’ a la que se puede recurrir.
En eso estaba cuando me di cuenta de que muchas de mis creencias que me habían definido hasta el momento eran también impuestas. Y me estaban condicionando. O, mejor dicho, me estaban dificultando llevar una vida realmente libre. Paradójico, pensé. Porque hasta entonces yo creía que estaba siendo más libre que otros. Pero qué tanto de lo que había hecho había sido por voluntad propia o simplemente por querer separarme de mi entorno y del conservadurismo que me rodeaba.
Y dentro de eso, lo primero que cuestioné fue cómo había llevado mis relaciones hasta entonces. Ahí fue que conocí a Martín, quien a sus 38 años y habiendo ejercido como psicólogo gran parte de su vida, estaba trabajando en un tienda de repuestos de motos en una pequeña ciudad en Guatemala.
Fue la primera relación que tuve en la que no hubo presiones por dejar claro que creía en la libertad. Eso era evidente, no había para qué decirlo. Más bien probé algo nuevo en mí: ¿qué pasaba si no me adelantaba diciendo eso y simplemente me entregaba al amor? Al amor en cualquiera de sus formas. No porque yo no creyera en el amor romántico significaba que no existía. Y tampoco tenía que ser algo negativo. Qué pasaría si simplemente lo quería y él me quería de vuelta. Sin ansiedades, hasta que durara. Qué pasaría si me permitía, y a su vez me comprometía, con ese amor.
Y así fue. Estuvimos juntos por dos años en los que por primera vez pude decir que elegí la monogamia. No como una bandera de lucha, pero sí como una decisión personal, como cualquier otra. Supe ver y valorar lo que implica estar ahí y velar por un vínculo, y me di cuenta que, contrario a lo que pensaba, es bastante maravilloso. Porque significa confiar y entregarse por completo a otro; significa también trabajar la relación y darle tiempo al tiempo. Tiempo para conocerse, para ir mejorando entre los dos y para comprometerse al desarrollo y bienestar propio y del otro.
En esos dos años no digo que todo haya sido perfecto. Hubo momentos bajos, peleas, llantos y ganas de arrancar. Hubo ganas de culparlo a él por haber cambiado mi rumbo de vida y todo lo que yo pensaba que tenía resuelto hasta entonces. Pero más que eso hubo ganas de quedarme, de trabajar la relación y de entender que solo con tiempo y dedicación se puede conocer bien a una persona. Porque los vínculos se cultivan. Y para lograrlo en profundidad, creo, hay que entregarle energía y amor a ese vínculo y estar comprometida para que se desarrolle en su máximo esplendor. De lo contrario, no llega a ocupar todo su potencial.
Desde que terminé con Martín, que fue un gran amor, mis relaciones las he llevado de esa manera. Elegí la monogamia no por tener ciertos valores católicos o conservadores, tampoco por querer estar con la misma persona durante toda mi vida. No se trata de eso. Se trata de la dedicación que uno le entrega a esa relación, que no tiene por qué ser eterna tampoco. Si se quiere, se puede terminar y pasar a otra etapa de vida.
Y creo que eso es lo que no entendemos los que en algún minuto criticamos la monogamia. Si se trata de una decisión deliberada y acomoda –por más que ahora el discurso pareciera ser el contrario–, no tiene nada de malo. Si no viene desde lo impuesto, se trata de cultivar y trabajar algo. Tal como cuando plantamos una semilla y vamos viendo cómo crece y cómo agarra forma. No es obligación que esa planta dure para siempre, pero mientras dure, se le entrega amor.
Desde entonces, me he emparejado un par de veces más y cada vez opto por conocerlos y amarlos en profundidad. Más que pensar que esa va ser mi persona para siempre. Porque tengo claro que de quererlo, o de no estar pasándolo bien, ese vínculo se puede acabar. He tenido etapas de la vida en las que fragmentaba y dispersaba mi energía, mi tiempo y amor. Pero ahora opto por canalizarlos a través de una única vía, mientras dure”.
Constanza Ducci (42) es socióloga y terapeuta ocupacional.