En marzo de 2018 Marcela Valenzuela (51), se enteró de de que su marido, con quien llevaba casi 25 años de matrimonio, le era infiel. No tiene claro hace cuánto tiempo y tampoco le gusta ahondar en la manera en que se dio cuenta. Menos recordar detalles de esos primeros días porque –dice– fue probablemente uno de los episodios más complejos que le ha tocado vivir. A pesar de eso, y por sus hijos que en ese momento tenían 13 y 16 años, se armó de fuerza para rehacer su vida. Buscó un departamento y a los meses se instalaron los tres en ese nuevo espacio.

“El primer tiempo fue difícil porque cada vez que venía a buscar a los niños, el solo hecho de verlo me removía todo. Pero con el paso del tiempo mi dolor fue sanando y de a poco volví a sentirme tranquila y bien”, cuenta. Pero cuando se cumplió un año de su separación, vino el segundo terremoto. Su hijo mayor le dijo que había tomado la decisión de irse a vivir con el padre. “Tuve la misma sensación de cuando me enteré de la infidelidad de mi ex marido. Una sensación fría en el cuerpo, como una puñalada. Recuerdo que no fui capaz de decirle nada, me quedé en silencio y lloré profundamente. No podía entender por qué ahora me traicionaba él, mi hijo, mi niño”, dice.

Cuando piensa las cosas de manera racional, Marcela sabe que en un divorcio la posibilidad de que los hijos vivan con el padre es una opción, pero como sociedad estamos acostumbrados a que la madre sea la que se queda con los hijos. “A los días de su planteamiento le dije a mi hijo que me daba mucha pena su decisión, pero que no podía retenerlo. Una abogada y una psicóloga me asesoraron en la respuesta, porque si hubiese sido por mí, lo encerraba en la pieza para que no se fuera. Verlo partir fue revivir el dolor, el duelo del quiebre de mi proyecto de familia, pero más fuerte, porque esta vez quien se iba era mi hijo, por quien siento el amor más profundo en la vida”.

Gabriela Ojeda Coquedano es psicóloga clínica, psicoterapeuta y se ha especializado en el acompañamiento de mujeres en el proceso de separación. Dice que una característica de los divorcios conflictivos –cuando por ejemplo hay una infidelidad– es que se genera una confusión entre los roles de pareja y de padres. “Todo lo que tiene que ver con la construcción de la coparentalidad que se refiere, por decirlo de alguna manera, al trabajo en equipo de la crianza después de una ruptura, se ve afectada cuando el motivo del divorcio es muy doloroso para uno de los dos, como pasa en los casos de infidelidad”, explica.

Y agrega: “En cualquier tipo de separación hay un quiebre que es doloroso. Y en el caso de los hijos, lo que pasa es que estamos acostumbrados a que se queden con la mamá, pero que se vayan con el papá no significa que entre en el bando contrario. Hay millones de razones por las que una hija o hijo puede decidir irse con el padre e incluso esa decisión puede llegar a ser práctica para todos los integrantes de la familia. Porque independiente de que los papás se separen, siguen siendo familia, porque siguen siendo padres juntos. La idea de que las hijas o hijos tienen que elegir entre un bando u otro es muy dañina, porque ellos son víctimas pasivas de la separación, no fueron parte de la decisión y lo que necesitan es tener el espacio para amar a su madre y padre independiente de lo que haya pasado entre ellos como pareja”.

En todos los casos, es importante entender cuál es el motivo por el que una niña, niño o adolescente quiere irse con la mamá o el papá. “En el caso de los hombres hay veces que la presencia o la imagen masculina es importante para la construcción de la propia masculinidad y tal vez podemos suponer que hay un deseo de ese chico de tener un contacto más directo y estable con su padre. Que tiene que ver con su propio devenir adulto y no tiene nada que ver con la mamá ni el amor que siente por ella”, explica Gabriela y dice que si una mujer no comprende eso, debe avanzar en su proceso de sanación o aceptación que es el que la hace seguir sintiéndose la víctima de la historia. Y es que cuando una mamá se siente traicionada por la hija o hijo que decide vivir con el padre –agrega la experta– está poniendo su dolor y dificultad por sobre lo que esa niña, niño o joven pueda estar necesitando.

Gabriela explica que obviamente no es un proceso fácil. “Un divorcio implica una reestructuración familiar. Cuando estamos casados y juntos es fácil mezclar los roles parentales con los maritales, pero cuando uno se separa, una parte de esta estructura deja de ser válida para que la otra exista. Por eso es difícil dar ese paso, pero es importante hacerlo. Porque esa persona puede haber sido una mala pareja para mí, pero puede ser un buen padre o madre, y mi hija o hijo tiene el derecho de tener la relación que quiera con él o ella”, dice.

Sanar el dolor que provocó la separación es clave para llegar a ese equilibrio. “Hay personas que lo logran solas, a veces con el tiempo, pero otras veces pasan años y eso no se cura. Y en esos casos es importante trabajarlo con una terapia. Depende de las características de cada uno y del motivo de la separación, pero la sanación tiene que ver con comprender que si una persona escoge a otra, o ya no quiere estar conmigo, no es una afrenta hacia mí y lo que yo soy como persona. Cuando siento que flaqueo, cuando creo que soy alguien menos valiosa o valioso con este tipo de eventos, ahí la rabia no merma y por tanto es más difícil no mezclar el rol de ex pareja y padre o madre”, concluye.