En el 2014, académicos de la universidad de Cambridge realizaron un estudio cuyo fin era el de analizar de qué manera –y con qué frecuencia– interactuaban hombres y mujeres cuando se agrupaban para deliberar. Los resultados dieron cuenta de algo que los analistas sospechaban pero que finalmente pudieron corroborar con datos; cuando en estos grupos deliberativos las mujeres eran minoría, sufrían de interrupciones constantes que las hacían, en consecuencia, dudar más de sí mismas y ser menos influyentes en la toma de decisión. Cuando, en cambio, habían más mujeres que hombres, esto no ocurría, mitigando así su falta de incidencia. Este patrón no se repetía en los hombres, cuya capacidad y cantidad de interacciones no variaba –o no estaba determinada– según la cantidad de hombres o mujeres presentes. De todas las conclusiones, una fue mayormente reveladora; cuando había más hombres que mujeres presentes en la reunión, estas hablaban un 75% menos que ellos.
En mayo de este año, a propósito de la conmemoración del movimiento obrero mundial, el Observatorio de Datos y Estadísticas de Género e Interseccionalidades (ODEGI) decidió rescatar esta cifra inicialmente publicada en el estudio Gender Inequality in Deliberation: Unpacking the Black Box of Interaction, para incluirla en un kit laboral que busca concientizar y abrir la discusión respecto al tipo de representatividad que tienen las mujeres; porque una cosa, según explican, es que se fomente la paridad de género en las distintas instituciones e instancias de deliberación, pero otra cosa muy distinta es que esa representación sea sustantiva y que las mujeres presentes se sientan lo suficientemente capaces de hablar y exponer sus ideas en espacios que históricamente no les han correspondido.
La intención detrás de la revisión de esa cifra, entonces, es hablar de qué tipo de representatividad estamos buscando a nivel social, porque ciertamente no basta con una mayor presencia de mujeres. “Es verdad que se ha avanzado en términos numéricos”, explica la socióloga y cofundadora de ODEGI, Jacinta Girardi, “pero falta un espacio sustantivo y de calidad”. Porque incentivar la participación femenina y disidente en espacios mayormente masculinizados, si bien es fundamental, no es suficiente. Especialmente si consideramos que a lo que se las está invitando es a participar de espacios hostiles del cual –por cómo seguimos concibiendo la crianza y las labores de cuidado– se van a tener que ir por no contar con el tiempo necesario para poder desarrollarse.
El fenómeno, según explica Girardi, es multifactorial, pero su origen máximo radica en la socialización de los géneros en una sociedad altamente patriarcal y jerárquica y en los roles estereotipados que se espera que las mujeres cumplan. Por eso, en ese entramado complejo, son varios los flancos por revisar y uno de ellos tiene que ver con que efectivamente seguimos siendo minoría en los espacios de poder. Como se advierte en el artículo de Susan Chira publicado en The New York Times, The Universal Phenomenon of Men Interrupting Women (El fenómeno universal de hombres interrumpiendo a mujeres), apenas un quinto de los miembros de directorios de las empresas renqueadas en Fortune 500 son mujeres, y son múltiples los estudios que han corroborado que son los hombres quienes dominan las conversaciones en las reuniones laborales, juntas vecinales, directorios y en el Senado.
Y es que como escribe la autora del artículo: “Ser interrumpidas, cuestionadas, calladas o recriminadas por hacernos escuchar es una experiencia casi universal para las mujeres en espacios en los que somos superadas en cantidad por los hombres. Y el hecho que casi siempre es así, nos pone en una posición en la que tenemos que enfrentarnos constantemente a los estereotipos de género; o somos muy duras, o muy blandas, pero nunca perfectas. Lo que significa que somos vistas como competentes o queridas, pero nunca ambas dos”.
En esos espacios de deliberación, como continúa Girardi, los hombres son vistos con mayor autoridad y eso es porque las mujeres, en esta estructura, somos ciudadanas de segunda categoría, históricamente relegadas a lo privado y sin contar con una plataforma de escucha y visibilidad. Tal como lo explica la filósofa británica Miranda Fricker en su libro Epistemic Injustice: Power and Ethics of Knowing (2007), en el que postula que no todos han tenido el mismo acceso al proceso de construcción del conocimiento y por eso algunos relatos no solo han sido anulados por completo, sino que no han tenido la posibilidad de exponerse. Así, a lo largo de la historia, son solo algunos los que han contado con la plataforma y validación social para compartir sus testimonios. Una gran parte de la población –en particular las mujeres y los pueblos originarios– no han tenido esa misma oportunidad, y por lo mismo han sido inviibilizados y relegados a un único espacio. En ese sentido, cuando las mujeres hablan, por el solo hecho de ser mujeres, sus relatos no tienen la misma relevancia que los del hombre blanco, y por ende son vistas como interlocutoras menos válidas.
A eso se le suma, como explica Girardi, que si la figura impuesta universalmente es la de un hombre blanco, heteronormado, sin discapacidad, todo lo que dista de esas características, no tiene la misma cabida. Hay estudios que demuestran que los estilos discursivos entre hombres y mujeres son distintos, así como las entonaciones de voz. Si la figura autoritaria en una reunión de trabajo tiene un tono de voz en particular, la persona que tenga otro, automáticamente no va a contar con la misma autoridad –y eso que hay que tener en cuenta que el tono de voz está determinado en gran parte por la confianza en uno mismo, confianza que, por ejemplo, te puede dar el sentir que un espacio te corresponde–.
Por eso, cuando una mujer habla, queda en desventaja. Tal como explica la filósofa india Gayatri Spivak en su libro Can the Subaltern Speak (2008), en el que plantea que el dominador –habla de la conquista de la India por parte de los británicos pero hace referencia a la violencia de género– no cuenta siquiera con las herramientas auditivas para entender el discurso del subalterno (o subalterna), y por ende hay menos tolerancia o interés frente a ese discurso.
En Estados Unidos, de hecho, se llevaron a cabo estudios que revelaron que en los juicios, cuando intervenía una testigo mujer, los jueces la interrumpían con la excusa que se le había acabado el tiempo. Lo que se demostró, según cuenta Girardi, es que a nivel social, existe la sensación de que las mujeres hablan más de lo que realmente comunican, pero eso es únicamente una sensación, y encuentra su raíz en la falta de interés o validación frente a lo que estamos diciendo.
Otro factor que influye en el por qué hablamos menos cuando somos minoría tiene que ver, como explican las especialistas, con el famoso síndrome de la impostora; “las mujeres sufrimos de este síndrome creyendo que no merecemos el lugar que ocupamos, desconfiando de las capacidades y habilidades que están a la base de nuestros logros”, explica Girardi. Y a eso se le suma la cantidad de interrupciones, mansplaining y hepeating (cuando los hombres repiten la misma idea previamente dicha por una mujer y terminan llevándose los créditos) a la que nos enfrentamos.
Todo esto, como explica Carola Moya, directora ejecutiva de STGO SLOW, especialista en género y consumo y miembro de la Red de Periodistas Feministas, empieza desde chicas; y es que ya en tercero básico las niñas dejan de levantar la mano en la sala de clases para no llamar la atención, porque la premisa es que opinar e interrumpir no nos corresponde. “Me toca participar en mesas con gerencias y mesas técnicas que están constituidas en su mayoría por hombres porque partimos de la base que las gerencias y los cargos directivos están masculinizados. Desde el vamos hay un tema de poder porque somos minoría. En reuniones virtuales en las que hay que pedir la palabra, muchas veces lo que ocurre es que los hombres la dejan pedida igual, aunque no tengan nada que decir, para asegurarse un cupo de manera anticipada. A diferencia de las mujeres que suelen esperar a ver de qué se trata la reunión y ahí ven si quieren opinar, pero ahí ya perdieron la oportunidad. A eso se le suma que cuando una mujer empieza a dar su opinión, la interrumpen más. Entre los hombres también se interrumpen, lo que pasa es que ellos no se quedan callados después de ser interrumpidos”, explica la especialista.
A esto se le suma, según Moya, que en el ámbito público las mujeres solemos tener un rol secundario, por lo tanto muchas veces no nos sentimos capaces de opinar. “No crecimos en entornos en los que las mujeres fueran seres opinantes, crecimos esperando que los hombres lo hicieran primero. Ahí también juega un rol importante el lenguaje; en la medida que no esté incluido el género femenino, difícilmente nos sentiremos parte”, reflexiona.