La filósofa británica Miranda Fricker plantea en su libro Epistemic Injustice: Power and Ethics of Knowing (2007) que no todos tienen el mismo acceso al proceso de construcción del conocimiento. Se trata de una injusticia epistémica que se produce cuando se anula por completo la capacidad de un sujeto de transmitir sus propios conocimientos y dar sentido a sus experiencias. Esto, a su vez, se logra mediante la injusticia testimonial –es decir, darle espacio y validar algunas historias y experiencias personales por sobre otras– y la injusticia hermenéutica, que implica que algunas personas no cuenten con los recursos de interpretación necesarios para dar a entender sus propias experiencias.

Así, a lo largo de la historia, son solo algunos los que han contado con la plataforma y validación social para compartir sus testimonios. Una gran parte de la población –en particular las mujeres y los pueblos originarios– no han tenido esa misma oportunidad, y por lo mismo han sido invisibilizados y relegados a un único espacio. En ese sentido, los relatos femeninos no han sido tomados en cuenta como sí lo han sido los relatos del hombre blanco. Y por eso, cuando una mujer habla, su palabra siempre es mayormente cuestionada.

La socióloga e investigadora de Cidem, Javiera Menchaca, explica que se trata de una forma de violencia simbólica que excluye a algunas personas como sujetos de conocimiento, o como sujetos de experiencias válidas. “Y es violencia simbólica porque una misma la internaliza y una misma empieza a funcionar bajo esas lógicas de poder en las que nuestras experiencias son cuestionadas y no las podemos contar”, explica. Y si bien se trata de una situación transversal a todas las mujeres, se vive más gravemente en una situación de asimetría de poder explícito, cuando personas que están socialmente reconocidas –puede ser un médico, científico, político, alguien mayor o incluso el propio jefe– nos cuestionan. “Eso lleva a que nos cuestionemos y replanteemos todo lo que creemos saber. Porque cuando el otro que está en una situación de poder cuestiona nuestras experiencias, nos sentimos invalidadas en nuestra opinión y en nuestro conocimiento”.

Esto, como explica la especialista, es una violencia de género, pero también de raza y clase. “Hay que mirarlo desde una perspectiva interseccional, porque ahí nos damos cuenta de que hay personas que han tenido mayor capacidad para plantear sus testimonios de vida y por eso fuimos construyendo la historia de la humanidad excluyendo a gran parte de ella. No solo se nos ha dejado de lado a las mujeres, tampoco hay recursos interpretativos para entender nuestros testimonios”.

Y es que, como explica la antropóloga especialista en temas de género y académica de la Universidad de Chile, Carolina Franch, a veces ni siquiera se trata de que las mujeres no puedan hablar; el problema es que no existe un aparato auditivo que entienda realmente lo que estamos diciendo. Porque el aparato auditivo es machista y censura a la voz femenina a través de la patologización. Así lo explica la filósofa india Gayatri Spivak en su libro Can the Subaltern Speak (2008), en el que plantea que el dominador –habla de la conquista de la India por parte de los británicos pero hace referencia a la violencia de género– no cuenta siquiera con las herramientas para entender el discurso del subalterno (o subalterna).

“Hay muchas formas de desacreditar lo que decimos las mujeres, pero una muy importante es la patologización; poner en duda lo que decimos recurriendo a la narrativa de que somos locas, histéricas y emocionales, porque en esa dicotomía entre mente y cuerpo, nos dejaron del lado del cuerpo, de la emoción y de la no razón. Nos dicen ‘estás hablando cosas de mujeres’, pero ¿qué es lo que estamos diciendo que es tan de mujeres? Que hay que generar otras relaciones sociales. Entonces obviamente es más fácil tildarnos de locas”, explica. “Por eso no se nos cree nuestra voz a la primera. Se trata de una invalidación del discurso de las mujeres, pero lo complejo es que nosotras también fuimos enseñadas así. También fuimos socializadas en esa oreja machista y también se nos hace más fácil ponernos en duda cuando un otro lo hace”.

Como explica la especialista, nosotras nos sentimos vulneradas y débiles cuando nos pasa eso porque jugamos con el discurso del dominador. “Cuando me dicen algo me lo creo, porque en realidad también me lo dijo mi mamá y mi propio sexo. Decimos que algo es así y nos cuestionan. El caso más emblemático es el de la violación”.

Y es que, según la especialista, cuando las mujeres se salen del circuito de las expectativas sociales –que básicamente es la de nunca sobresalir– empieza el discurso cercenador. Cuando escapan del lugar en el que han sido delimitadas y relegadas –o cuando ‘se salen de madre’ (la misma expresión alude al hecho de que el rol principal de las mujeres es el de ser madre y si se salen de eso están locas)– la empiezan a desacreditar. “La subalterna entonces no solo tiene que expresar bien su ‘queja’, sino que además tiene que pedir que la estructura auditiva la escuche, pero no pasa, entonces nuestra queja se minimiza”, explica Franch.

Y es que se trata de una estructura entera que opera bajo esa lógica de desacreditación y desautorización constante. Históricamente, a las mujeres activas, siempre se las patologizó para invalidar lo que decían. “Nos posicionaron en el lugar de la loca, de la histérica, o de la anormalidad. Muchas mujeres potentes fueron diagnosticadas con histeria, pero en realidad lo que sentían era que no se querían casar de manera obligada”, postula Franch.

Al final, como explica la especialista, no nos dejan creernos a nosotras mismas. “Uno de los mandatos femeninos es la inseguridad. Nos la fomentan desprestigiando nuestra propia voz porque si no, no podemos ser pasivas. Por eso los índices de depresión femenina son tan altos. Por eso apostamos por el otro y no por nosotras mismas, porque nos lo enseñaron desde que nacimos. Hasta en los referentes más antiguos; la virgen María es la mediadora. Ella no es dios. Y de nosotras, en cierto sentido, se espera que seamos las mediadoras que apoyan y están detrás de un hombre”.

Por eso, según Menchaca, todos los conceptos -mansplaining, el síndrome de la impostora y el gaslighting- que han acuñado y visibilizado las feministas, son tan importantes, porque dan cuenta de las desigualdades a las que nos enfrentamos en cuanto a los testimonios que han sido mayormente validados y en cuanto a la producción de conocimientos. “Al final lo que se ha hecho es invisibilizar ciertas experiencias. Las mujeres no han tenido voz, porque tampoco hay cómo comprender esa voz. Ponerle nombre a estas injusticias es parte de la batalla”.