¿Por qué nos cuesta tanto priorizar el placer propio?

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La primera respuesta que surge ante esta interrogante se asocia a la culpa. Es que el concepto de “placer culpable” se ha normalizado a tal punto, que en conversaciones cotidianas solemos preguntar cuál es el propio, como si ambas palabras estuvieran indisolublemente unidas. ¿Cuál es tu placer culpable?, es la pregunta que se repite. A pesar de eso, la idea de que algo que nos produzca placer también nos genere culpa ha sido cuestionada en múltiples ocasiones por especialistas en temas de género, y es que si el placer que sentimos no le molesta a nadie, ¿por qué sentirnos culpables? ¿Por qué, además –y como pasa con todo tipo de culpa– la culpa asociada al placer parece afectar más a las mujeres?

Como explica la académica de la Universidad de Wisconsin-Madison y especialista en estudios de la mujer, Sami Schalk, en un artículo del New York Times titulado ‘Guilty’ Pleasure; No Such Thing, el placer culpable tiene que ver con una acción o experiencia que disfrutamos pero que sabemos o suponemos que no nos debería gustar, porque el solo hecho de que nos guste dice o implica algo negativo de nosotras. “Pero eso se da porque asociamos tales acciones a ciertas categorías identitarias que históricamente han sido menospreciadas o marginalizadas por la sociedad”, explica. “Más allá del miedo que le tenemos a cómo nos va a percibir el resto, esta autocrítica y sensación de culpa encuentra sus raíces en una cultura puritana en la que el placer es considerado pecaminoso, inmoral y autoindulgente”.

Así también lo plantea la psicoanalista Constanza Michelson en su libro Hasta que valga la pena vivir, en el cual explica cómo la liberación femenina de las primeras olas del feminismo no terminó donde se esperaba, sino que al servicio del neoliberalismo, haciendo del placer un bien de consumo, pero no femenino.

Según la Real Academia de la Lengua, placer es el “goce o disfrute físico o espiritual producido por la realización o la percepción de algo que gusta o se considera bueno”, o sea, sentirlo no sólo está reservado para el ámbito de lo sexual. Es más, según el estudio Nación Placer, levantado por Japi Jane en colaboración con Criteria Research, de un total de 1.000 encuestados, un 51% aseguró que la actividad que más le genera placer es la comida o la bebida, un 34% el descanso, un 33% los viajes y las vacaciones, mientras que sólo un 11% el sexo.

Si las actividades que generan más placer parecen ser fáciles de obtener y como plantea Schalk, no le hacen daño a nadie ¿por qué entonces nos cuesta entregarnos al placer sin culpa? Para Michelson, esto tiene que ver con el antiguo estigma que aún vive en nuestro inconsciente: o se es puta o se es buena. “Como una resonancia del inconsciente, hoy las profesionales tienen muchas veces un vínculo culposo con el dinero. Puta es la que gasta mucho, buena la ahorrativa”, se lee en su libro donde alude al tiempo histórico en que las únicas mujeres en relacionarse con lo público y el comercio, eran las prostitutas. “El significante puta sigue presente en lo inconsciente y que las mujeres tengan plata y poder y dispongan de él puede despertar esas viejas culpas. Porque se asocian a deseo y la idea de mujer reducida a madre, es la que no desea, sino que la que da por amor. Entonces, el problema no es el placer, sino el ser deseante como posición subjetiva”, apunta Michelson.

Y es que este arquetipo, el de puta y dama, viene incluso desde la antigüedad, donde, según la experta, la mujer no tenía lugar en la lógica del deseo, hasta que aparece bajo la figura de la dama en el amor cortés, como mujer idealizada, intocable e inspiradora. Más tarde, Freud comienza a elaborar la teoría del deseo inconsciente, que dice relación con que las mujeres sí deseaban, pero estaban subyugadas bajo las formas del erotismo masculino, con pautas devenidas de una moral que dictaba –o dicta– las maneras en las que las mujeres se deben comportar. Sin embargo, en la época moderna, asegura Michelson, “los cambios culturales y sociales producidos por los movimientos feministas, han ido modificando al patriarcado. Las mujeres quizás como nunca en la historia, a partir de la década de los sesenta, pasan de objeto a agentes de deseo, pero como el progreso no es una cosa lineal, coexisten temporalidades, entonces conviven en nuestro tiempo la mujer con agencia, pero también lógicas premodernas y patriarcales”.

Como explica la psicóloga y ensayista argentina Liliana Mizrahi, en su libro Las mujeres y la culpa, esta postergación del deseo propio viene de la soberbia masculina que tradicionalmente ha encerrado a la mujer en definiciones en las que su espacio y obligaciones se atribuyen en función de las necesidades de los demás: hija dócil, esposa fiel o astuta, amante cruel, madre inmaculada o castradora y producen que, aunque cambien las pautas culturales, las normas sociales o la educación, las mujeres tiendan a ese sentimiento permanente de estar fuera de lugar que les impide creer en sí mismas. “La culpa nos confunde y paraliza, nos inhibe para luchar por nuestros derechos y defender nuestras ideas, hasta llegar a actuar en contra de lo que deseamos y a favor de lo que rechazamos”, dice la autora.

Cuestión con la que Michelson concuerda. Asegura que a pesar de que la libertad de las mujeres es innegable, el placer sigue estando pauteado, pero por nuevas normas del ‘mercado del placer’, que dicta cuántos orgasmos tener, qué fantasías tener, cuáles no y si hay o no que sentir culpa. Son estos imperativos modernos devenidos del ‘mercado del placer’ los que generan una nueva culpa por no cumplirlos, dice Michelson, pero “la culpa siempre es una trampa. En psicoanálisis se dice que solo hay una culpa que vale la pena: cuando se traiciona al propio deseo y eso no significa hacer todo lo que se quiera, sino de hacerse cargo de que el deseo siempre nos interpela, nos incomoda y obliga a responder de alguna forma a esa interpelación. Ignorarlo es lo que los enferma”, concluye.

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