No hablamos de bots ni haters de profesión, ocultos en cuentas anónimas, que viven en función de multiplicar discursos de odio en redes sociales; hablamos de usuarios comunes y corrientes que al caer en algún contenido que les desagrada, incomoda o no los representa, terminan contestando con tanto fervor a un otro que se sorprenden de sí mismos. No hace falta necesariamente que sean temas de política, religión ni conyunturas sociales delicadas, puede ocurrir en un tutorial de maquillaje o en un post sobre la última serie de Netflix… solo basta un desencuentro de opinión que hiera sensibilidades para gatillar una discusión acalorada con un otro, a veces con descalificaciones, humillaciones o actitudes que dificilmente tendríamos en persona. Según el estudio #NosImporta, llevado a cabo por la empresa de comunicaciones Wom, el 82% de los chilenos cree que la conducta en internet es más odiosa que en la vida real, una hostilidad que escala en consecuencias: investigaciones ya demuestran que Instagram se ha convertido en la red social que tiene el impacto más negativo en el bienestar mental de los jóvenes, y que Twitter derechamente es “dañino” para las personas por la hostilidad de quienes interactuan y comentan.
¿Qué tienen las redes que nos ponen tan odiosos?
Por allá por los inicios de la masificación de las redes sociales, en 2004, un artículo del psicólogo y profesor de la Universidad de Rider, John Suler, lo explicó como “desinhibición online”: los ambientes virtuales sacan a relucir aspectos de la personalidad que normalmente están ocultos. Si en la vida real un acto tiene una reacción concreta en el otro, como una mala cara, cambio en el tono de voz, lenguaje corporal, etc, en internet esos elementos, al ser imperceptibles, nos hacen decir y hacer cosas que normalmente no diríamos en persona. Una pérdida de restricciones sociales que nos anima a actuar distinto, y que también nos hace involucrarnos con más pasión y ahínco en ciertas causas. En su libro Influence, el escritor y psicólogo Robert Cialdini, lo define como el principio psicológico de consistencia: la presión de defender a toda costa aquella postura que hemos adoptado. Como lo dejamos escrito por redes nos vemos en la necesidad de defenderlo con más garra que cuando damos una opinión de manera oral; nos cuesta más flexibilizar el pensamiento.
Así le ocurre a Sofía Cortés, periodista y community manager, quien prefirió aparecer con seudónimo en esta ocasión; para bien y para mal, las redes sociales la desinhiben. Y agradece esa libertad, porque en Internet, dice, se siente más escuchada de lo que se ha sentido en toda su vida. Sufrió bullying en el colegio, no encontraba gente que tuviera los mismos gustos que ella –el animé– y en las redes halló de alguna manera su nicho, ha conocido allí a la mayoría de sus amigos y amigas. “Me considero una persona que se contiene mucho, por normas sociales, algo que he ido trabajando. En Internet como no tienes cara, como controlas lo que quieres transmitir, te liberas más”. Pero esa soltura la lleva también, confiesa, a ser mucho más irónica que cara a cara, y se sorprende a veces peleando más agresivamente con otros, buscando datos desesperada para contrargumentar con ahínco algunos comentarios que pilla en Internet, sobre todo cuando se trata de política. “Las redes son un arma de doble filo, hay que tener cuidado porque uno termina diciendo cosas que no diría en una plaza pública, ahí hay algo que está mal”.
Para el psicólogo, psicoanalista y sociólogo Manuel Ugalde, el fenómeno de las interacciones en redes sociales es bastante complejo como para que pueda ser comprendido de manera sencilla, con una única interpretación. “Uno de los elementos que a mí me parece más significativo para pensar es que nuestra relación con las redes sociales en la actualidad se vincula con el modo en que se han construido nuestras identidades y subjetividades durante los últimos cinco o seis décadas, por supuesto con una mucho mayor intensificación que en otro tiempo, gracias a estas tecnologías”. Lo explica así: las redes sociales, por su estructura, facilitan la intensificación de ciertos rasgos de nuestra subjetividad contemporánea. “El mundo interno termina siendo un lugar de relevancia y de asiento de nuestro modo de existencia como humanos. Este componente subjetivista y expresivo se ha convertido en el centro del modo en cómo nos entendemos. Hay una pérdida de referencias en el mundo, de una red común de significados, de soportes institucionales o de guiones culturales y se ha generado la sensación existencial de que todo lo sólido se desvanece en el aire. Antes, décadas atrás, uno se interrogaba al momento de pensar o hacer algo sobre el mundo o con otros, ¿es verdad o probable esto?, ¿es correcto o ajustado a norma esto otro?, de modo que había que buscar una forma de garantizar o respaldar si algo es o no verdad o correcto según algún criterio, para tener certeza del pensamiento o rectitud del juicio. Ahora, en cambio, ahí donde la autoridad y los guiones culturales que lo sostenían se caen, lo central es lo que sentimos o cómo nos sentimos: ¿esto lo siento correcto?, ¿esto siento que es injusto o incorrecto?”
La famosa “humilde opinión”. La psicoanalista Constanza Michelson, en una columna titulada Contra la opinión, dice que el problema de ésta, es que se estructura desde el odio, no porque el que escriba sea odioso, sino porque la opinión “no paga la deuda”, es pura saturación de sentido, no tiene diálogo, es inflexible y desconfiada. “La opinion es una lengua herida y una lengua herida hiere al mundo” dice Michelson. Para la socióloga y antropóloga Cecilia Sotomayor, en esa odiosidad también hay un afán de moralizar y educar al otro, devolverlo a los cánones establecidos, denostando su propia opinión. “Me parece que no estamos habituados a compartir con personas diversas o diferentes, nos sentimos agredidos personalmente, de un modo infantil nos imaginamos a esa persona en su espacio íntimo y nos provoca rechazo la expresión de su libertad, de su diferencia. Tememos la diferencia y buscamos la homogeneidad. No parece que exista interés en escuchar y conocer el punto de vista del otro, más bien de hablar más fuerte e imponer su punto de vista”, explica. “Si bien desconfiar es una actitud necesaria para la supervivencia, también lo es reconocer el azar y la humanidad imperfecta del otro, el otro no siempre tiene una mala intención”, dice Michelson en su columna. Algo que le aqueja también a Cecilia: las consecuencias directas de esta desconfianza que nos toma en Internet es que está generando menos diálogo y mayor hostilidad. “Hay un daño importante a la salud mental de los más vulnerables, ansiedad e inseguridad por no poder compartir y dialogar en un espacio que es público y que para muchas personas es un lugar de referencia”, concluye.