Una infidelidad –dentro de una relación monógama– no es simplemente el fracaso de ese acuerdo inicial que ambas partes decidieron aceptar para convertirse en una pareja. Es también el doloroso quiebre de la confianza que alguna vez nutrió y fue parte fundamental de la relación íntima que dos personas tuvieron. Tanto así, que la infidelidad es considerada por los especialistas como una de las transgresiones más graves en la vida.
Y aunque la herencia cultural que nos dejaron los estereotipos de género relacionados al sexo y el deseo masculino sumado, lamentablemente, a la experiencia personal, nos han hecho creer que los hombres son los infieles, diversas investigaciones han demostrado que, en el último siglo, las mujeres lo son (ligeramente) más.
Como un fenómeno que responde a los feminismos como motores de los cambios sociales, Virginie Despentes, feminista, novelista y directora de cine francesa, plantea que las mujeres hemos pasado de ser deseadas a ser deseantes; de ser objeto pasivo a sujeto activo. Finalmente, estamos logrando ser las protagonistas de nuestro propio deseo, cada vez con menos culpa y con más conciencia sobre el propio placer.
Si bien todas las relaciones tienen altos y bajos, no es raro ver la realidad de algunas mujeres que se comprometen con sus parejas, se proyectan y deciden armar una vida más tranquila o incluso familiar. Tampoco lo es ver cómo, agobiadas con los cuidados o deseantes de menos monotonía, encuentran en la infidelidad lo que no logran conseguir en sus relaciones pareja actuales.
Venganza, deseo sexual, falta de amor y autoestima son algunos de los motivos principales que una investigación publicada en la revista americana Journal of Sex Research descubrió sobre las razones detrás de una infidelidad. Paula conversó con dos mujeres infieles, que cuentan qué era eso lo que buscaban.
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(Los nombres fueron cambiados para mantener la privacidad de los testimonios)
La monotonía
“Cuando llevábamos cinco o seis años de relación le propuse a mi pareja abrir la relación. Él se negó rotundamente y para seguir juntos, cedí. Incluso aunque le había pedido esto porque me empezó a gustar alguien del trabajo, que despertó en mí el deseo que tenía dormido de una manera muy genuina. Era muy coqueto y demostraba visiblemente interés, justo en una época en la que estaba pasando por un momento difícil a nivel de pareja. No teníamos nunca sexo y me sentía sexualmente insatisfecha, sobre todo porque era una persona muy poco comunicativa para siquiera decirme que le gustaba cómo me veía.
De pronto, y justo cuando se volvió todo muy monótono, llegó esta persona a revolucionar toda esa parte que necesitaba y que no estaba obteniendo en mi relación. Aunque me negué durante un tiempo, ignorándolo o haciéndome la loca, un día finalmente respondí a los coqueteos de mi compañero de trabajo.
Por meses cargué con una culpa brutal. Viví el secreto con mucho dolor, hasta que no pude más y le conté a mi pareja, que quedó destrozado. Para él, fue lo peor que le pude haber hecho. Dañé su honra y su autoestima, que bastante se apoyaba en la idea hegemónica de hombría.
Tiempo después me volvió a buscar para que lo intentáramos, dijo que podía perdonarme, pero nunca volvió a ser lo mismo. Como lo había engañado antes, cada vez que yo sentía inseguridad o celos, aunque implícito, era como que no tenía derecho de reclamar nada. Mis necesidades pasaron a segundo plano de la mano de una dinámica donde él usaba la carta de la infidelidad para invalidarme. No fue sino hasta hace unos meses atrás que terminamos definitivamente. Y es que reconoció que, en realidad, nunca había superado mi infidelidad, injustamente atribuyéndole la culpa del fracaso de nuestra relación. Fui muy irresponsable e hice mucho daño, sí. Debí haber terminado la relación si me quería involucrar con esta otra persona, también, pero nuestra relación no falló por esto”.
Constanza Silvia, 25 años.
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Un bálsamo
“He sido infiel dos veces. En la primera oportunidad, estaba muy mal dentro de una relación nociva donde viví mucho maltrato psicológico del que no fui consciente hasta varios años después, cuando salí de ella. En ese momento, como un bálsamo que aliviaría una de las crisis de pareja que estaba viviendo, conocí en una fiesta al primo de una amiga, con quien me involucré. Estaba pasando por un proceso personal de baja autoestima, depresión y de no saber cómo salir de esta relación. Volviendo a mirar lo que ocurrió, he entendido que esa fue una forma de salir de esta relación sin las herramientas para hacerlo sola.
En la segunda ocasión, fue una relación que estaba recién comenzando. Pasó durante el segundo o tercer mes. Si bien ya no creía del todo en las relaciones monógamas o cerradas y esa persona lo sabía, accedí erradamente a tener una relación cerrada, más bien por darle en el gusto, pues le quería y por “darme una oportunidad” de volver a intentar estar en una relación convencional.
Sin embargo, al mismo tiempo en que comencé a conocer a mi pareja, estaba conociendo a un hombre que me atraía demasiado sexualmente, no me exigía una relación y no tenía temas con la fidelidad. No se hacía atados. Lo pasaba mucho mejor con él, que con mi pareja sexualmente.
En ambos casos nunca lo conté, pero sí me di cuenta de que era absurdo intentar tener una relación cerrada, cuando no era lo que quería, ni era algo en lo que yo creía. Así que después de ser infiel decidí terminar la relación.
Habiendo pasado varios años desde esas dos oportunidades, he reflexionado sobre lo ocurrido y desde mi punto de vista, hoy creo que el error fue crecer en una cultura en la que se asumía que toda relación era cerrada por naturaleza. Tengo 43 años, crecí y me crié en una sociedad que decía que las relaciones de pareja deben proyectarse en el tiempo, idealmente consolidarse en un matrimonio, para envejecer juntos, porque así “debe ser”. Entonces, la monogamia era parte de ese ecosistema y no nos lo cuestionábamos. Hasta hace no muchos años nadie se cuestionaba la fidelidad. Si estabas en una relación, se daba por sentado que estabas sólo con esa persona.
De manera inconsciente, durante muchos años me lo cuestionaba, pero no le ponía nombre. Comenzaba una relación, asumía que era cerrada y lo respetaba, pero a las pocas semanas me sentía incómoda y comenzaba a sentirme encerrada en una relación, “enjaulada”, pero no sabía qué hacer. Los años me permitieron darme cuenta de que en el fondo no me hacían sentido las relaciones cerradas y que el poliamor resulta para mi sano y realista. Sobre todo porque no comulgo con la idea de propiedad o pertenencia de una persona, como si fueran objetos.
Hoy más que etiquetarme como poliamorosa, considero que soy flexible. Soy determinada relación, no me cierro a que pueda ser un vínculo más exclusivo, si ambos lo sentimos así. Lo que no comparto es que alguien llegue con una idea preconcebida del tipo de relación que busca, como si cualquier persona pudiese cumplirlo; creo más bien que toda relación y los acuerdos dentro de ésta, nacen ahí, se van conversando y varían de pareja en pareja, según el momento que cada persona está viviendo y las experiencias que tengan entre ambos”.
Daniela Reyes, 43 años.