Fue durante la cuarentena. Había tenido mucho trabajo. Quizás también influyó el encierro, pero ese día en la tarde, cuando salí del escritorio, me derrumbé. La casa era un asco, los juguetes de mis hijos de 5 y 7 años ya no sólo estaban desparramados en sus piezas y el segundo piso, ahora también llegaban a la escalera y al comedor. En esa misma mesa había un alto de ropa esperando ser doblada y guardada y, en el lavaplatos, un cerro de loza sucia. Fue esa escena la que me enloqueció. A pesar de que estoy completamente consciente de que estamos en una situación excepcional, no pude contener mi angustia por no tener el control de todo, y después de un alegato en voz alta, lancé la frase "si yo no hago las cosas en esta casa, no las hace nadie". Probablemente la que más escuché en mi infancia de parte de mi mamá.
En los segundos posteriores a mi colapso pensé miles de cosas. Entre ellas, que no tenía sentido estar gritando. Había estado buena parte del día encerrada trabajando y ahora era momento de relajarse y compartir con los niños. También vi la cara de mi marido. Con su mirada me hizo saber que estaba exagerando. Pero no lo pude evitar. Suspiré profundo, me senté en la escalera y pensé: soy igual a mi mamá.
No solo por haber repetido su frase más típica. Porque no lo estaba haciendo por inercia. Esta frase esconde algo mucho más profundo que la superficialidad del orden. Y es la imposibilidad de soltar, de relajarse y disfrutar.
Así es mi mamá. Una mujer increíblemente fuerte, con una historia difícil. La típica mujer que gracias a su coraje saca adelante a una familia sola, sin tantos recursos. Es además buena con nosotros, sus hijos y nietos, y es también mi mayor tranquilidad en la vida. Cada vez que algo me angustia, busco la calma en la certeza de que ella estará ahí para ayudarme. Pero mi mamá tiene un defecto, que es el que reconocí en mí cuando me senté en esa escalera: mi mamá siempre piensa en su entorno antes que en ella, como si en su vida hubiese apagado el interruptor de placer. Funciona como una máquina, sin parar, sin cansancio. No recuerdo la última vez que la vi disfrutar de cosas simples como leer un libro, sentarse en el patio a escuchar el ruido de los pájaros o compartir una larga conversación con un café por las mañanas.
Y yo estaba cayendo en lo mismo.
Hace poco conocí las terapias de constelaciones familiares y me hicieron mucho sentido. Allí se plantea que por el solo hecho de pertenecer a una familia estamos conectados con los aciertos y desaciertos de ella. Las constelaciones aseguran que heredamos toda la historia de ese árbol familiar y eso puede ser en ocasiones muy agradable, pero también pueden haber otros asuntos que no lo sean tanto, de los cuales tenemos que tomar conciencia para avanzar en nuestro propio camino. ¿Habré tomado consciencia ese día cuando me senté en la escalera? No creo que sea un proceso tan súbito e inesperado, lo cierto es que en ese instante se me vinieron a la mente todas las veces que, teniendo la posibilidad de relajarme y disfrutar, estuve incómoda, porque había algo más "importante" que hacer. Por la casa, por mis hijos, por mis amigos o por quien fuera, antes que por mí.
Las constelaciones familiares también plantean que el vínculo materno es el más complejo e importante, porque representa la vida. Se dice que la madre es el primer referente femenino, el que les muestra a las hijas cómo es ser mujer en el mundo. La teoría dice que cada hija es una nueva versión de su madre. Ni mejor ni peor, tampoco se espera que sean iguales. Sólo se sugiere que la hija se transforma en mujer desarrollando al referente que tiene más cercano, que es su madre y que en ese proceso pueden pasar dos cosas: que por negación se transforme en algo muy distinto o que por lealtad, sea una copia de ella.
Todo esto no debe ser un proceso tan racional. Para mí resulta lógico pensar que entre estas dos opciones, la mía es la lealtad, porque crecí admirándola como mi superheroína. Además, si fuese una decisión racional, probablemente uno se quedaría únicamente con lo bueno de sus progenitores y entonces el ser humano sería mucho más evolucionado. Pero como no lo es, sólo me queda agradecer el ser igual a mi mamá. Quizás algún día me decida a terapear esa loca necesidad de mantener el control de todo. Por ahora lo acepto, porque sé que detrás de eso está también su historia personal y lo que ella a su vez heredó de sus antepasados. Pero por sobre todo, está su intención de ser una buena madre, cuestión que sin duda logró con creces.