A fines del año pasado Natalia (39) llegó de urgencia a la clínica. Su corazón latía fuertemente, estaba sudando y le costaba respirar. Pensó que le iba a dar un infarto, así que con la ayuda de su hermana llegaron de noche al establecimiento de slaud, donde la revisaron y después de un chequeo inicial le dieron una pastilla sublingual que la calmó. El diagnóstico fue un cuadro de ansiedad generalizada y crisis de pánico. ¿La indicación? Terapia psicológica y psiquiátrica.
“Mi marido estaba sin trabajo y en el mío justo se empezaron a producir despidos y cambios. Tenía miedo de perder la única fuente laboral de nuestra familia así que comencé a tomar pitutos extra. Si me mandaban trabajo lo tenía listo ese mismo día para que vieran que ante todo, era eficiente”, cuenta. A eso se sumó su rol de madre. Todas obligaciones que fue poniendo delante del tiempo libre, del descanso y del dormir. No es raro entonces que su cuerpo y mente colapsaron.
Después de varios meses de terapia, la ansiedad bajó y Natalia encontró herramientas para poner sus propios límites. ¿Tenía que seguir en terapia entonces? Fue una pregunta que rondó en su cabeza. La psicóloga le propuso distanciar las sesiones y ella lo consultó con otras personas conocidas que suelen ir a terapia no solo cuando están en crisis. Todos coincidieron en que una terapia, cuando se está bien, permite adentrarse en su propia vida, reflexionar sobre diferentes aspectos y conocerse mejor.
Albana Paganini, directora de la Clínica Psicológica UDP, explica que “es importante comprender que consultar o pedir ayuda implica cierto reconocimiento de una necesidad subjetiva de ayuda y de alivio de un padecimiento. Esa suele ser la forma preliminar de entrada a un tratamiento. Sin embargo, lo que sostiene un tratamiento va más allá del alivio del malestar, ya que implica justamente que el malestar dé paso a preguntas vitales para ese sujeto. Es decir, sobre lo que se repite y sintomatiza en las relaciones intersubjetivas”. Y agrega que “las terapias no deben ser pensadas en los términos de servir. Son procesos que tienen por finalidad que las personas sufran menos. Podemos pensar que el espacio terapeútico designa la posibilidad de un intercambio simbólico con efectos terapeúticos para el paciente”.
Y también permite identificar eventos de la vida que, a veces, como método de protección, hemos “olvidado” para no enfrentar. “Muchas veces ciertos problemas los asumimos como que fueran algo normal cuando no lo son, y la mayoría de las veces tienen su raíz en alguna experiencia pasada. Como cuando las mujeres, por ejemplo, tienen dificultad para vivir su sexualidad plenamente, no logran soltarse y disfrutar del sexo y luego en terapia aparecen situaciones de abuso en la infancia que han estado reprimidas durante toda la vida”, agrega Pilar Bustamante, psicóloga de Clínica Santa María.
Por tanto no necesariamente hay algo evidente o explícito que mejorar, pero según Pilar, el trabajo que se hace es como “limpiar la paja del trigo’‘. A veces aparentemente no hay algo particular que tratar, pero luego van apareciendo cosas. “La mayoría de las veces las personas mejoran su autoconocimiento y su autoestima; aprenden a poner límites, a manifestar sus necesidades, expectativas y molestias. Finalmente adoptan herramientas que les permiten desenvolverse mejor en el mundo social”, dice.
Y esto es algo que en los últimos años –agrega Pilar– se ha ido comprendiendo. “Hay países en los que está mucho más normalizado ir a terapia cuando no hay un problema puntual. Es como el examen de salud física, una suerte de mantenimiento. Porque como seres humanos necesitamos conversar con un otro que no sea alguien conocido que se vaya a afectar. Es como mirarse descarnadamente al espejo”, dice.
Por dónde partir
Si bien existen distintos tipos de terapia como la psicoanalítica, cognitiva-conductual, neuropsicológica, entre otras, según Albana Paganini no se puede elegir con el criterio de “lo que funciona o no funciona, ya que un proceso terapéutico es un encuentro intersubjetivo muy íntimo y eso es lo fundamental, la intimidad y relación que se construye al interior de ese proceso. Lo otro es pensar que una lógica de oferta y demanda de mercado”.
Por eso es que sostiene que la decisión de seguir o no en una terapia no se debería evaluar por la eficiencia, ya que “los procesos terapéuticos no pueden medirse con la idea de avanzar o no avanzar, es la misma idea de si sirve o no sirve. Más bien es la revalorización del encuentro con otro que re simboliza mi propia historia y eso se desarrolla en otro registro. No es una tecnología del yo o de la eficiencia”.
Y eso es lo que vivió Natalia. “Luego de resolver el tema puntual de ansiedad generalizada comenzamos a profundizar y explorar en episodios de mi infancia. Fue un trabajo lento en el que en algunas sesiones sentía que había salido igual que cuando entré y en otras, que la vida me había cambiado. Reconozco que en momentos pensé en dejarla, porque hacer terapia implica un costo económico importante, pero llegó un día en el que me di cuenta hacia dónde me habían llevado las horas invertidas. Habíamos confeccionado un retrato de mi infancia para entender muchas cosas sobre mí. Por ejemplo, comprendí la importancia de la figura de mi madre en mi poca capacidad de poner mis intereses frente a los de mis cercanos”, dice. “Fue muy lindo y enriquecedor poder vivir la terapia así, sin la intención de curar nada, solo con el objetivo de dejar fluir mis pensamientos y conocerme un poco más”.